La reforma judicial se ha convertido en la nueva trinchera de confrontación entre la fuerza dominante empeñada en introducir cambios al sistema y la oposición resuelta a impedirlos. En automático ello significa que la polvareda de epítetos y descalificaciones sustituirá al intercambio de argumentos y dificultará la posibilidad de hacerse cargo de lo que realmente está en juego.
Hace dos semanas el tema era la pensión de María Amparo Casar y hace dos meses la polémica absoluta entre “INE no se toca e INE nido de corruptos”. Hoy ya no se habla de esos temas, como de tantos otros convertidos en la trinchera del momento; hogueras de acelerada combustión y escasa repercusión pese al calor incendiario que propagaron. Una situación que hace recordar esos relatos de guerra que dan cuenta de la cantidad de sangre que exigió el asalto y el control de una colina clave; solo para ser abandonada días más tarde tras el desplazamiento a otro paraje. El problema es que también hay los Stalingrados. Escenarios de confrontación cuyo desenlace afectará dramáticamente el destino de muchas personas en los años por venir.
Justamente por eso es que la reforma judicial no debería ser una confrontación en blanco y negro, mero pretexto para que unos se acusen de corruptos y otros de déspotas y autoritarios. Un tema que requiere mucho más sosiego de ambas partes. Comienzo con la oposición.
La manera en que son designados hoy los ministros de la Corte no es un ejercicio sano y democrático cuya pérdida ponga en riesgo la autonomía del poder judicial. Partamos de ese hecho. Según la Constitución vigente el presidente envía ternas que deben ser valoradas por los senadores para que dos tercios de ellos definan al titular, en un plazo de diez días. Tras dos intentos fallidos, el presidente tiene derecho a designarlo de manera unilateral. Justo acaba de suceder con la ministra Lenia Batres. ¿Dónde está la autonomía?
La historia muestra que los presidentes en funciones no han tenido ninguna dificultad en nombrar a los ministros que les interesan; y no es de extrañar porque el procedimiento siempre les permite tener la sartén por el mango. En el mejor de los casos, y para no hacer olas, en ocasiones le dan juego a la oposición eliminando a algún candidato intransitable. Pero es una graciosa concesión, moneda de cambio para otras negociaciones con la minoría. Es decir, en esencia se trata de un arreglo entre ejecutivo y partidocracias o simplemente un artificio para que el soberano decida lo que quiera.
En estricto sentido, a la oposición le convendría cambiar este sistema por cualquier otro, porque con las mayorías con las que contará Morena y aliados en la próxima legislatura, el procedimiento actual convierte en un mero trámite la designación por parte de Palacio de los próximos reemplazos de la Corte. No deja de ser paradójico que la fuerza dominante se proponga renunciar a ese privilegio y la oposición intente detenerla.
En la prensa nacional se publicó este martes la nota de que ninguno de los 37 países de la OCDE utiliza el voto popular para designar a ministros de la Suprema Corte o equivalentes. Lo que no dijo es que en la mitad de esos países lo hace directamente el ejecutivo en funciones, en ocasiones a propuesta de su congreso o parlamento. Si Morena estuviera proponiendo eso habría un escándalo mayúsculo por el manotazo autoritario: la intención de convertir a la Corte en una extensión del gabinete presidencial.
Segundo, no, la elección en las urnas no significa que “la chusma” va a decidir de manera arbitraria quiénes serán los jueces del máximo tribunal de justicia, como acusa la oposición. El proyecto de ley habla de treinta candidatos para que las urnas opten por nueve ministros. Pero es una lista cerrada que resulta de la propuesta de diez candidatos por parte del ejecutivo, diez por parte del legislativos y diez del propio poder judicial. Es decir, de entrada, supone una participación equilibrada de los tres poderes de la Unión en la propuesta inicial, en sustitución del actual esquema que claramente privilegia al ejecutivo y deja fuera precisamente al judicial. Durante dos meses de campañas y debate la opinión pública y los medios tendrían oportunidad de exhibir y denunciar candidatos con mas evidencias de padecer insuficiencia técnica o moral. Con el procedimiento actual, circunscrito a negociaciones tras bambalinas, en realidad la opinión pública termina conociéndolos, si acaso, ya en funciones.
La propuesta de reforma judicial planteada por el ejecutivo considera, obviamente, muchos otros aspectos además de la elección de los ministros de la Suprema Corte. Demasiados para ser abordados en un solo artículo. Algunos son más polémicos que otros; por ejemplo, el hecho de que se le quita al poder judicial la atribución de otorgar suspensiones contra leyes con efectos generales en amparos, controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad. Pero hay otros con los cuales difícilmente se podría estar en desacuerdo: por ejemplo, establecer un plazo máximo de 6 meses para la resolución de asuntos fiscales, y de 1 año para asuntos penales. Sugiero al lector consultar la propuesta de manera directa: es muy breve y puedo anticipar que la encontrará anticlimática, mucho menos amenazante de lo que se ha planteado.
Lo que pone a temblar a los mercados no es tanto el contenido, sino “el modo” de encarar y, eventualmente, aprobar o imponer esta reforma por la fuerza política dominante. En ese sentido, la actitud del presidente, hay que decirlo, ayuda muy poco. Tiene el acierto de atreverse a proponer la revisión de una zona de la vida pública urgida de cambios. Pero en su relato sobre la corrupción absoluta de los jueces y la propuesta como la fórmula mágica para resolver el problema, López Obrador ha contribuido a un debate en blanco y negro, una disputa entre el bien y el mal. Eso hace que muchos de los actores políticos, empezando por la oposición o los medios críticos, reaccionen en consecuencia.
Para los mercados, que en principio tienen intereses no ideologías abstractas, lo preocupante no es cómo se nombrará a un ministro, sino cómo procederá la 4T y sus nuevos súper poderes con respecto al entramado económico y jurídico. En este momento son mucho más sensibles al proceso mismo. Los radicales del obradorismo aseguran que, llueve o truene, saldrá en septiembre y no será tocada ninguna coma del proyecto original. Claudia Sheinbaum insiste en que sea resultado de un proceso de discusión y análisis abierto. En última instancia dependerá de la manera en que el presidente quiera irse del poder y la capacidad de Claudia para convencerlo de transitar sin mayor oleaje y, en todo caso, hacer control de daños en los mercados. Buen desafío. Por lo pronto, al resto de nosotros nos compete al menos informarnos de lo que está en juego, más allá de la polvareda.
@jorgezepedap