La falta de compañía perjudica la salud. La soledad no deseada no hace ruido ni llama la atención, pero es como el tabaquismo, la obesidad o la polución ambiental: un factor de riesgo de mortalidad. El neurocientífico argentino Facundo Manes la define como “una alarma biológica que nos recuerda que somos seres sociales”. Y cuando esa baliza de alerta está siempre encendida, la enfermedad acecha. La comunidad científica ha constatado que la soledad y el aislamiento social aumentan alrededor de un 30% el riesgo de mortalidad. Hay más riesgo de enfermedades cardiovasculares, ictus, demencia y problemas de salud mental, como la depresión. Un estudio reciente publicado en la revista Jama Surgery alertaba, incluso, de que influía de forma negativa en la evolución postoperatoria de los adultos mayores.
La soledad y el aislamiento social ya se consideran problemas de salud pública global y, para muchos expertos, también “una epidemia”. Aunque es difícil medir su dimensión real. Un documento de 2021 de la Organización Mundial de la Salud (OMS) aseguraba que entre el 20% y el 34% de las personas mayores en China, Europa, América Latina y los Estados Unidos se sienten solos. Otra investigación publicada este año en la revista British Medical Journal encontraba, a pesar de una considerable ausencia de datos, una prevalencia variable por regiones del mundo y grupos de edad: en adolescentes, bailaba del 9,2% en el sudeste asiático al 14,4% en el Mediterráneo oriental; en adultos europeos, la prevalencia más baja estaba en el norte (del 3% en adultos jóvenes al 5,2% en los más mayores) y la más alta, en Europa del este (7,5% en los más jóvenes y por encima del 21% en los ancianos).
Cifras aparte, en lo que sí coincide la comunidad científica es en que la soledad, que refleja un sentimiento autopercibido de insatisfacción con la frecuencia de los contactos sociales, y el aislamiento social —la medida objetiva que cuantifica los contactos sociales reales— son perjudiciales. En palabras de la OMS: “Acortan la vida de las personas mayores y dañan su salud física y mental y su calidad de vida”.
Una investigación publicada en noviembre constataba, tras estudiar a más de 4.000 adultos mayores, que entre los pacientes sometidos a cirugías urgentes, la soledad se asoció con mayores probabilidades de muerte a los 30 días. “Los resultados sugieren que la soledad puede ser un determinante social importante de los resultados postoperatorios, en particular para la atención no electiva”, señalan los investigadores.
La falta de compañía mata y enferma. Una revisión científica de 2015 calculaba que tanto la soledad, como el aislamiento social y vivir solo, elevaban el riesgo de muerte un 26%, un 29% y un 30%, respectivamente. “La soledad mata como las enfermedades. Y produce más dolencias, como si fuera una cascada. Para mí, es un síndrome geriátrico, como la fragilidad: tiene una alta prevalencia en las personas mayores y un impacto en la salud”, apunta Esther Roquer, presidenta de la Sociedad Catalana de Geriatría de la Academia de Ciencias Médicas de Cataluña.
En la gente mayor, se empieza con una caída, una jubilación o al enviudar, por ejemplo, y se termina encerrado en casa. “La fragilidad, la dependencia, perder la capacidad de salir de tu casa o dejar de conducir”, ejemplifica Roquer, marcan el punto de inflexión hacia la soledad no deseada. Y como una pescadilla que se muerde la cola, ese aumento del aislamiento social lleva, todavía más, a una disminución de capacidades para realizar actividades comunes.
Las relaciones sociales deficientes se han asociado también con un aumento del riesgo de alrededor del 30% de sufrir problemas cardiovasculares graves o ictus. Una revisión de estudios publicada en la revista Public Health apuntaba, por ejemplo, que los adultos con aislamiento social tienen de dos a tres veces más riesgo de morir tras un infarto de miocardio, mientras que las personas con relaciones sociales más sólidas tienen un 50% más de posibilidades de sobrevivir.
María Rosa Fernández, presidenta de la Asociación de Riesgo Vascular y Rehabilitación Cardiorrespiratoria de la Sociedad Española de Cardiología, explica que, tan conscientes son del impacto de la soledad en la salud cardiovascular, que lo primero que preguntan a un paciente que ha sufrido un problema cardíaco grave (un infarto, por ejemplo) es por su apoyo psicosocial. “Es fundamental. Un paciente que ya ha sufrido un evento de este tipo y vive solo, tiene más probabilidad de volver a sufrir problemas de este tipo. Una persona con falta de apoyo familiar también tiene más riesgo de desarrollar una insuficiencia cardíaca”, apunta.
En cuanto a la salud mental, hay evidencia de que disponer de redes sociales grandes y diversas y tener vínculos afectivos de calidad protegen contra la depresión. Asimismo, la soledad y la escasa participación social se asoció con más riesgo de demencia e, incluso, problemas del sueño. La soledad está vinculada, además, con malos hábitos de vida, como un mayor consumo de tabaco o alcohol en exceso, y estos comportamientos dañinos se exacerban, a su vez, si se está menos expuesto a conductas saludables o consejos de salud como resultado de menos contactos sociales.
Un círculo vicioso
La explicación de cómo la soledad media en la enfermedad aún no está clara, admiten los expertos. Pero algunos especialistas dibujan una especie de círculo vicioso que se retroalimenta. Una de las hipótesis es que la soledad desencadena una respuesta neuroendocrina: “Aquellos que se sienten solos o se considera que están socialmente aislados pueden mostrar una activación elevada del eje hipotalámico-pituitario-adrenal, una mayor respuesta al estrés crónico, presión arterial elevada y niveles altos de cortisol en sangre”, señala un estudio británico publicado en el Journal of the Royal Society of Medicine. Todos estos mecanismos que se activan están vinculados, precisamente, con un mayor riesgo de enfermedad cardiovascular y muerte.
Tiene sentido, apunta Fernández: “El eje hipotalámico-pituitario-adrenal es que se pone en marcha ante situaciones de estrés y la soledad provoca lo que provoca el estrés”. La cardióloga, con todo, hace hincapié también en la influencia de los estilos de vida: “Todos los factores sociales y psicosociales tienen un impacto en la salud cardiovascular. No se sabe la causa exacta, pero los estilos de vida no son iguales. La persona que vive en pareja o en familia tiene menos riesgo cardiovascular. El ser humano está hecho para vivir en grupo y acompañado”.
Desde la perspectiva psicológica, los investigadores británicos también inciden en que la soledad se asocia con tasas más altas de depresión y suicidio, así como de conductas y hábitos interrelacionados que abocan a una peor salud cardiovascular: “Los comportamientos dañinos asociados con una mayor mortalidad son más comunes en aquellos que están solos o aislados. Tanto las personas solas como las socialmente aisladas son más propensas a fumar, beber alcohol y tomar malas decisiones dietéticas. Es menos probable que salgan de sus hogares con regularidad para hacer ejercicio y tienen poca adherencia a la medicación prescrita”, apuntan. La falta de compañía también se asocia con el deterioro cognitivo y, de vuelta a ese círculo vicioso, “la cognición reducida puede influir en los factores de riesgo sociales y conductuales, por ejemplo, afectando la adherencia a la medicación, la actividad física y la capacidad de buscar ayuda”.
No es que la soledad genere demencia, matiza Teresa Moreno, coordinadora del Grupo de Estudio de Neurogeriatría de la Sociedad Española de Neurología, pero sí acelera sus síntomas. “Hay cosas que hacen que se noten más los síntomas y el aislamiento social y la depresión aumentan la progresión de la demencia: cuanto más uses la cabeza, menos se notan los síntomas; juntarte con gente, tener vida social, los disminuye y cuanto más podamos retrasar esos síntomas, mejor”. Las dolencias neurodegenerativas empeoran con la soledad, agrega la neuróloga.
A todas estas variables fisiológicas y psicológicas, se suma que las personas aisladas acuden menos a los servicios sanitarios de emergencia y piden menos ayuda. “Lo que llegamos a ver es la punta del iceberg. Muchas veces, están tan aisladas estas personas que no nos llegan. Hay que ir a buscarlas”, admite Roquer.
También los jóvenes
Y aunque la soledad y el aislamiento social tocan más a las personas de mayor edad, los jóvenes no están exentos de sufrir los envites de este fenómeno. Varias investigaciones han alertado de una asociación entre la soledad en este colectivo y un aumento de consumo de tabaco: los adolescentes más aislados socialmente tenían más probabilidades de fumar, que es uno de los hábitos que provoca más problemas de salud.
Los expertos reclaman más atención a este fenómeno y alternativas terapéuticas para atajar su impacto en la salud. No hay una pastilla o un jarabe para curar la soledad, pero sí estrategias para minimizar su daño. Roquer defiende la prescripción social, que consiste en recetar actividades dentro del ámbito comunitario. “Es un problema complejo que requiere buena coordinación entre distintas disciplinas. A nivel comunitario, se puede promover el voluntariado y estrategias intergeneracionales involucrando a las personas mayores. También hay que impulsar políticas contra el edadismo y la brecha digital”, propone.