Entonces, ¿merece la pena? Esa es la primera pregunta que propios y extraños, periodistas especializados y ciudadanos de a pie, se harán sobre Spare (en español, En la sombra), el libro de memorias del príncipe Enrique de Inglaterra. Enrique, el calculadamente informal, el de consciencia de sí mismo y del entorno único al que se pertenece, el del ansia de hablar y de medir el momento de hacerlo, el de la lucha a codazos por hacerse entender por el mundo entero y de que impere su versión.
El libro tiene el tono de alguien que quiere contarlo todo, pero sin saber del todo cómo hacerlo. Para eso están la guía y la pluma del escritor y periodista J. R. Moehringer, que también dio vida a las celebradas memorias del tenista André Agassi. Una mano que se aprecia y se agradece para ordenar los pensamientos de un príncipe juguetón con las palabras, pero acostumbrado a los fríos comunicados de prensa y sin, como él mismo dice, demasiada pasión por las letras. El volumen se lee fácil, de forma ágil, organizado de forma escrupulosamente cronológica. Los ejes vertebradores son claros: la muerte de Diana y la incapacidad de su hijo menor por entenderla y asumirla; las tensiones entre Enrique y el resto de su familia (especialmente Guillermo, del que se considera su repuesto: “Mi querido hermano, mi archienemigo”); y la lucha, cada vez más enconada, contra la prensa británica. Las revelaciones, para venir del mismísimo seno de la familia real, resultan bastante jugosas incluso para iniciados, gracias a conversaciones directas y a declaraciones, sobre todo, de conexiones personales (o de la falta de ellas, como entre Enrique y Camila). Pero la gracia, como el diablo, está en los detalles.
El libro va más allá de la serie documental de Netflix sobre Enrique y su esposa, Meghan Markle, estrenada hace apenas un mes. Tiene más amplitud de miras y apenas dedica unas 170 páginas (la tercera y última parte) a la pareja, su lucha contra la prensa y su marcha del Reino Unido, algo bien sabido y ampliamente contado entre polémica, gracias precisamente a la serie. El arranque, en cambio, tiene mucha más fuerza y sienta varias ideas que van tomando fuerza a lo largo del relato. Es el último día de vida de Diana de Gales, su última conversación informal con sus hijos (Enrique no la recuerda, pero sí cenar varitas de pescado con su hermano frente a la tele en el castillo de Balmoral esa última noche) y la conversación que Carlos tiene con él y con Guillermo a la mañana siguiente, ya 31 de agosto de 1997: “Lo han intentado, mi querido hijo. Me temo que ya no se ha recuperado”. Aquella frase, a fuego en la memoria de Enrique, y aquella pérdida marcarán su vida. Primero, porque hasta casi alcanzar la treintena nunca creerá del todo que su madre ha muerto. La imagina escondida del mundo, de la prensa y los Windsor, en algún lugar remoto, oculta tras unas gafas de sol y una peluca. La espera. Jamás la llora, nunca. No buscará ayuda psicológica seria ni podrá hablar de ella con nadie, ni siquiera con su hermano, hasta entrada la edad adulta. Y, además, olvidará buena parte de sus recuerdos con su madre, de sus aventuras, su risa, su voz. Esa incomprendida orfandad y ese muro, como él lo llama, de separación con su propia memoria guía la vida del príncipe y también todo el libro.
Enrique (o Harold, como le llama su familia; él llama a Guillermo Willy) deja claro que el título original del libro, Spare (recambio, repuesto) es un sentimiento personal, pero también una leyenda urbana que lleva años rondando y que al final no lo era tanto. Él, como con tantas otras, ayuda a desterrarla. Al parecer, efectivamente, desde que nació su segundo hijo Carlos de Inglaterra comentó que ya tenían “the heir and the spare”, en inglés, con cierta rima: el heredero (Guillermo) y el repuesto (Enrique), una “jerga”, como la califica, que también usaban sus abuelos, Isabel II y Felipe de Edimburgo. “Lo decían sin ánimo de juicio pero también sin ambages. Yo era la sombra, el actor secundario, el plan B”, concede sin inquina aparente. “Mi cometido era ofrecer una fuente de distracción, entretenimiento y, en caso de necesidad, una pieza de recambio. Un riñón tal vez. Una transfusión de sangre, una pizca de médula. Todo eso me lo dejaron meridianamente claro desde la más tierna edad, y después lo fueron reforzando con regularidad”. Y como tal se ha sentido Enrique durante su vida. Sin cargo pero con cargas, sin obligación fija pero tampoco con la capacidad (o al menos esa es su sensación, tal y como refleja) de tomar su propio camino y de ser un adulto plenamente funcional, viviendo con, por y de su padre hasta su partida a California.
El libro es, por tanto, un esclarecimiento de esas leyendas urbanas, y muchas se confirman y otras se desmienten. Por ejemplo, Enrique desvela su consumo en ocasiones abusivo de alcohol y de drogas, especialmente marihuana —que sigue tomando con regularidad, como deja entrever al final de En la sombra— pero también cocaína a los 17 años, desde su paso por Eton, o drogas psicodélicas. También explica sus complejas relaciones sentimentales con Chelsy Davy y con Cressida Bonas, rotas en parte por la distancia y, según él, sobre todo por la persecución de los tabloides. También cuenta desde su criterio y visión que, efectivamente, Markle y Kate Middleton tuvieron un enfrentamiento antes de su boda, en mayo de 2018, por los vestidos de las damas de honor, que finalmente arreglaron. O detalles como que la familia real está pendiente de los diarios y tabloides, a excepción del rey Carlos, que solo tiene en cuenta a la BBC.
Pero más allá de historias que rondan el imaginario colectivo, el duque de Sussex trata de profundizar en cuestiones más profundas que definen su personalidad, como su auténtica intención de cursar una carrera militar (intentó luchar en Irak, pero se desestimó por seguridad; acabó en Afganistán, donde mató a unos 25 talibanes; ahora ciertos militares han rechazado que Enrique cuente esos detalles) que no pudo desarrollar en general por ser quien era; su partida del Ejército le dejó sin una misión vital y le hizo sumirse en una grave depresión. También explica su obsesión por la muerte de su madre, que le llevó a querer ver los informes policiales del accidente o a atravesar, con 23 años, el parisino Puente del Alma, donde murió la princesa, en un coche a más de 100 kilómetros por hora (algo que, revela, también hizo su hermano Guillermo). O cómo África, que Diana tanto quiso, se convirtió en un territorio fundamental en su vida al ayudarle a tener visión y misiones, desde ayudar a los niños huérfanos o con sida o a la defensa del medio ambiente. Y su estrecha relación con Guillermo, un amor-odio más allá de la fraternidad, que se mezcla con envidias, diferencias personales y la eterna promesa de un trono distante.
La relación con Carlos (que siempre le llama “mi querido hijo”) es distante, falta de calidez, pero el padre entiende al hijo, sus escándalos, sus polémicas; su vida no le ha hecho ajena a ellas. La decepción termina de instaurarse, como le ocurre a Enrique con toda la familia, cuando no le apoyan en su cruzada contra la prensa sensacionalista. Aunque entre lo más revelador del libro está la compleja relación entre Enrique y Camila. La acepta como pareja de su padre, aunque tanto él como Guillermo le piden desde el primer momento que no se case con ella, porque una boda solo crearía problemas, y polémica, y se decepcionan cuando finalmente llega la celebración, en 2005. Él ansía que su padre sea feliz, afirma con intención, pero no convirtiendo a Camila en su esposa. Además, en varias ocasiones expone la teoría de que la hoy ya reina consorte y su gabinete de prensa son quienes filtran informaciones y ponen en la picota al joven príncipe para que, mientras él queda como el díscolo al que hay que redimir, Carlos y ella puedan ser observados con buena luz a los ojos de los británicos, en una estrategia a largo plazo de filtraciones y mutua asociación beneficiosa con la prensa. Eso, claro, según las más de 500 páginas de revelaciones del libro.
Pero los detalles siempre son los detalles. Como que el hoy Carlos III ha dormido y viajado con un oso de peluche, Teddy, hasta bien entrada la edad adulta. O las descripciones en profundidad de las casas, las estancias, las comidas (cuando Enrique y Guillermo vivían juntos, entrenando para el Ejército, los chefs de su padre les mandaban comida). Las sábanas viejas, casi raídas, bordadas con las iniciales ERII, monograma de la difunta monarca. El deliberado uso de palabrotas y expresiones simples, vulgares, que se agudiza cuando cuenta sus enfados con la prensa, retratados de forma a veces cuasi infantil, tanto que llega a llamar a dos periodistas “Taratontín” y “Taratontón”. Su odio extremo por Rupert Murdoch. Su cariño y gran sintonía con Kate Middleton, “la hermana que nunca había tenido”, desde el primer momento, y su ensoñación de casarse pronto (al contrario que su padre) para ser cuatro y bien avenidos. Los tapones que llevó Isabel II en el concierto por su Jubileo de Oro, en 2002, mientras actuaba Brian May. La pelea hasta llegar a las manos, hace ni cuatro años, entre Guillermo y Enrique: el mayor le aseguró al pequeño que Markle era “una persona difícil” y la intensidad del enfrentamiento fue creciendo hasta acabar con el pequeño por el suelo, según su versión.
Y, cómo no, borracheras, fiestas infinitas en Botsuana, Londres y Las Vegas, excesos, rolletes y novias. Los detalles sobre su pérdida de virginidad en un campo tras un pub: “Un humillante episodio con una mujer mayor a la que le gustaban mucho los caballos y que me trató igual que un joven semental. La monté deprisa, tras lo cual me dio un azote en el culo y me mandó a paseo“. O sobre su miedo a perder las orejas y, sobre todo, el pene tras un episodio de frío extremo en una expedición en el Polo Norte: “Mi miembro era un asunto de dominio público”, llega a decir sin pudor. “Había ido al Polo Norte, y ahora yo tenía el Polo Sur congelado”. Un viaje por el que casi se pierde la boda de Guillermo y Kate en 2011, de la que, por cierto, no fue padrino (ni Guillermo de Enrique en 2018), tal y como se anunció: era una tapadera para que lo fueran dos amigos de Guillermo sin desvelar su identidad, lo que les habría hecho carne de tabloides. Una boda en la que, la noche anterior, ambos príncipes acabaron borrachos, y bebidos salieron a saludar a las multitudes agolpadas a las puertas de palacio.
En la sombra arranca con una cita del escritor William Faulkner: “El pasado nunca está muerto. No es ni siquiera pasado”. Enrique, claramente, no quiere dejarlo morir y lo ha plasmado en papel a través de revelaciones, anecdóticas o poderosas, que, en cualquier caso, no estaban destinadas a ser públicas, pero que ya están sobre la mesa desmenuzadas y publicadas hasta el detalle por todos esos tabloides que tanto ha despreciado. Con las 557 páginas en las estanterías, es probable que la pregunta mude de piel. Del “Entonces, ¿merece la pena?” al “Y ahora, ¿qué?”. Pero esa respuesta requerirá muchas más páginas.