Hay dos amigas en un bar, hablando con entusiasmo, analizando y comentando cada aspecto de la personalidad de sus conocidos, y lo hacen con la convicción de quien sabe algo del tema: el amigo que ha dejado de contestar al mensaje es sin duda un egocéntrico; la amiga que se hace selfies es insegura, tiene baja autoestima; el que baja la mirada cuando le hablas es un narcisista.
En los últimos años, el lenguaje psicológico se ha vuelto cada vez más dominante en nuestra cultura, una consecuencia debida también al aumento del malestar psicoemocional con el que viven muchas personas. Un ejemplo de ello es el uso frenético de la palabra “tóxico”, que ahora impregna nuestra cultura y parece utilizarse a menudo como una generalización -bastante radical- para clasificar todo lo que nos resulta difícil de sobrellevar. Hay padres tóxicos, relaciones tóxicas, entornos laborales tóxicos, hay feminidad o masculinidad tóxicas.
Sin embargo, etiquetar constantemente los distintos elementos como tales es en realidad un comportamiento tóxico en sí mismo, porque esta palabra -como todas las etiquetas en general- es un atajo emocional que ignora la complejidad de las relaciones humanas. Cuando nos enfrentamos a nuestras propias angustias, problemas o defectos de comportamiento y a los de las personas que nos rodean, los enmarcamos en patologías porque a menudo no sabemos cómo abordar la situación, y esta actitud precipitada nos libera de alguna manera de la dificultad de entrar en contacto con la complejidad, así como de cuestionar nuestras certezas.
Por un lado, tenemos una mayor conciencia de lo que son los trastornos mentales y poco a poco vamos superando el estigma de que ir a terapia es una vergüenza; por otro, sin embargo, parecemos cada vez más obsesionados con la idea de etiquetarlo todo, nuestra propia personalidad y la de los demás.
Tal vez se deba a que es mucho más fácil identificar los problemas de nuestras actitudes cotidianas con “patologías” y cuadros clínicos resumidos en una miríada de sitios web de divulgación científica, en lugar de reconocer nuestras propias rarezas o los lados oscuros e incomprensibles de nuestro carácter y el de los demás, que no necesariamente desembocan en un diagnóstico. A estas alturas, estamos convencidos de que lo sabemos todo de todo el mundo, no se nos escapan ni los aspectos más ocultos, y tal vez, incluso alimentemos la sospecha de que cada uno de nosotros debe tener necesariamente algún trastorno de conducta que ocultar, porque es obviamente negativo.
La moral y la salud mental han estado entrelazadas desde la antigua Grecia. Platón afirmó en La República que: “la virtud es salud, belleza y bienestar del alma; la maldad es enfermedad, deformidad y debilidad”. Desde este punto de vista, por tanto, cabría esperar que el progreso científico aportara una visión más neutral, en cambio el sentido común simplemente ha desplazado su mirada moralista hacia las diversas patologías. Estados emocionales como el miedo y la melancolía, aunque muy comunes, siempre se consideran negativos, cuando en realidad a menudo pueden ser una respuesta adaptativa necesaria ante determinados acontecimientos. Medicalizar todo comportamiento, sobre todo sin ser licenciado en psicología y sin conocer sus causas y el contexto que lo provocó, acaba por llevarnos a considerar toda forma de actuar que parezca “cuestionable” como un problema de diagnóstico que requiere tratamiento, tal vez incluso farmacológico.
Según algunos expertos, las prescripciones de antidepresivos han aumentado en las últimas décadas, pasando de unos 9 millones a 64,7 millones, sin ninguna mejora convincente sobre el bienestar mental. Para explicar este fuerte aumento, Summerfield también se refiere a la tendencia de autorrefuerzo producida por la medicalización del dolor emocional. De hecho, cuando la medicalización de la vida cotidiana y la mercantilización de la mente son respaldadas profesionalmente y asumidas por una cultura más amplia, el lenguaje del déficit psicológico se inserta en el imaginario público. Para muchas personas, obtener un diagnóstico puede ser muy útil y reconfortante, ya que comprender lo que se está viviendo y ponerle nombre puede ayudar a emprender un tratamiento eficaz. El problema surge cuando se produce una especie de identificación identitaria con el propio trastorno, de modo que éste se convierte en una especie de característica personal.
La psicología contemporánea deplora la explosión de diagnósticos psiquiátricos y nuestra tendencia a conceptualizar el sufrimiento humano normal como enfermedad. La cuestión es que vivimos en una época extremadamente compleja, tanto porque se caracteriza por cambios rápidos y profundos provocados por el progreso científico y tecnológico, como porque nuestra sociedad globalizada ve converger en ella múltiples tensiones e intenciones. Las redes sociales, en particular, desempeñan un papel ambivalente con respecto a la salud mental.
En algunos aspectos, son un recurso valioso: pueden ser un lugar de información, encuentro y confrontación entre personas; también contribuyen a normalizar los trastornos mentales, aumentando la concienciación de quienes conviven con personas que los padecen. De hecho, de todos los medios de comunicación, los medios sociales son los que más han contribuido a la penetración del lenguaje psicológico en nuestra vida cotidiana, un fenómeno recompensado por el gran interés que muestra el público por el tema.
En Instagram, TikTok y Twitter, si nos desplazamos por nuestro feed encontramos un continuo flujo de términos psicológicos, y aunque es de justicia agradecer esta difusión, también nos enfrentamos al peligro del autodiagnóstico, que siempre es una herramienta limitada, y al riesgo de perder el control sobre el significado de ciertas palabras, es decir, recurrir al lenguaje psicológico cada vez que no sabemos valorar una situación compleja, utilizándolo como una etiqueta fácil y rápida. Sin embargo, las palabras desempeñan un papel importante en nuestro equilibrio psicoemocional y deben utilizarse con responsabilidad, ya que somos el resultado de las narraciones que hacemos y hemos oído sobre nosotros mismos.
La cuestión es que vivimos en una época extremadamente compleja, tanto porque se caracteriza por cambios rápidos y profundos provocados por el progreso científico y tecnológico, como porque nuestra sociedad globalizada ve converger en ella múltiples tensiones e intenciones. Estamos hiperconectados, pero no tenemos tiempo para hablar entre nosotros; estamos hiperinformados, pero cada vez más desorientados; estamos fragmentados, vivimos en una perpetua incertidumbre sobre quiénes somos o deberíamos ser, y nos enfrentamos cada día, porque tenemos ante los ojos la vida de los demás y un constante afán de rendimiento. Cada época ha tenido sus crisis y ésta que estamos viviendo no es diferente. Sería una locura pensar que no tenemos problemas.
Elegir las palabras que utilizamos para hablar de nuestros problemas, invertir la narrativa, debe ser una actitud que hay que cultivar. En el mismo horizonte de pensamiento se mueve Eugene Gendlin, filósofo estadounidense y profesor de la Universidad de Chicago, tres veces galardonado por la Asociación Americana de Psicología por su contribución al desarrollo de la Psicología Experiencial.
En su libro Focusing, Gendlin descubrió que los resultados positivos de la terapia pueden predecirse mediante una única variable: el lenguaje utilizado por el paciente para exteriorizar sus problemas al terapeuta. A lo largo de una investigación realizada en los años 60, él y sus colaboradores escucharon miles de horas de grabaciones de sesiones de terapia para encontrar respuesta a la pregunta: “¿Qué debe ser capaz de hacer una persona para beneficiarse de la psicoterapia?”. A partir de sus investigaciones, llegaron a la conclusión de que los pacientes que más tarde se beneficiarían de la psicoterapia eran aquellos que buscaban lentamente las palabras, sin seguir una narrativa lineal, sino seleccionando en todo momento el vocabulario adecuado para describir lo que sentían.
Estos comportamientos, según Gendlin, indicarían que el paciente no está atascado en la historia del yo, que ya le es bien conocida y cuya formulación no requiere esfuerzo; si se detiene y busca -quizá incómodo- nuevas palabras, está de hecho trabajando en los márgenes de lo conocido, hacia la narrativa más amplia y tácita que yace bajo su comprensión consciente.
Quizá todos deberíamos ir en esta dirección, hacer el esfuerzo de ampliar nuestra perspectiva, imaginar historias más grandes, empezando por el propio lenguaje y las palabras que utilizamos para narrar nuestra realidad y la de las personas que nos rodean.
Resistir a la tentación de codificar podría enfrentarnos a un gran temor, el de quedarnos en lo desconocido, en la duda de no saber, de no conocer todos los aspectos de nosotros mismos y de los demás, de no tener una verdad dada. Por otro lado, también podría ser la única forma de volver a entrar en una dimensión de la relación que nos permita coexistir y sacar a relucir nuestras diferencias sin temerlas necesariamente.