Las últimas tres semanas de gresca política en México han servido para constatar, de nuevo, el poder del Ejército en el país. Equipos de investigadores dentro y fuera del Gobierno han denunciado las trabas que militares han puesto a su trabajo, en investigaciones paradigmáticas de violaciones a derechos humanos, cometidas en los últimos 60 años. Desde Palacio Nacional, patrocinador de estas investigaciones, la respuesta ha sido criticar a los expertos, huir del detalle y señalar conspiraciones.
Es difícil criticar los esfuerzos del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador en la materia estos años, por lo menos al principio. Entre 2018 y 2021, creo dos comisiones de la verdad, una para el caso Ayotzinapa, y otra para los crímenes cometidos durante la Guerra Sucia. También apadrinó el nacimiento de una unidad especial en la Fiscalía para el caso Ayotzinapa y la vuelta de un grupo de investigadores independientes, el GIEI, para ayudar en las pesquisas. La voluntad existía y las víctimas y sus familias, en ambos casos, dejaron volar el optimismo.
Los logros han sido importantes estos años. En el marco de los trabajos sobre la Guerra sucia, el presidente de la comisión, Alejandro Encinas, informó ayer de avances en la presentación de su primer informe. Destaca el hallazgo de siete osamentas de un grupo de personas represaliadas en 1971, por su supuesta cercanía con la guerrilla. Sobre el caso Ayotzinapa, caso polémico donde los halla, los equipos de investigación lograron ubicar restos de dos de los 43 estudiantes desaparecidos y la detención de actores importantes. Pero al final, en ambos casos, los esfuerzos han topado con el Ejército, incapaz de abrir sus archivos sin condiciones.
Ante las peticiones de los investigadores, el Ejército ha contestado que carece de lo demandado. Se trata de documentos de la Guerra Sucia y el caso Ayotzinapa, importantes para conocer lo ocurrido, las consecuencias de la contrainsurgencia y el destino de los 43. Los investigadores han denunciado que mando militares han movido la documentación requerida para evitar su consulta, la han manipulado y censurado. Pero López Obrador, que ha llegado a insistir a la cúpula militar en la apertura de los archivos castrenses, ha acabado por aceptar su versión: todo lo que hay se ha dado.
Al mandatario le han molestado las interpretaciones que han surgido a su respuesta, aquello de que el Ejército, en cuestiones límite, no le hace caso. Le desobedece. Comandante supremo de las Fuerzas Armadas, López Obrador ha insistido varias veces en que él es el único que manda y que los militares le hacen caso. Aparece así un vacío inefable: el espacio entre las concreciones de los investigadores sobre los obstáculos castrenses y la negativa inapelable del mandatario.
No hay experto que valga para López Obrador si sus pesquisas muestran mala praxis militar. No importa si dependen de equipos de investigación enraizados en la jerarquía gubernamental, como la comisión para la Guerra Sucia, o si son independientes, como el GIEI, que ha investigado el caso Ayotzinapa estos años, comisionado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, dependiente de la Organización de Estados Americanos (OEA). De hecho, la filiación del GIEI se ha convertido, solo a partir de su salida en julio y las críticas a la opacidad castrense, en un motivo de crítica para el mandatario.
Tampoco importa el nivel de detalle de las denuncias de los investigadores, basadas en argumentos desgranados exhaustivamente, en informes hechos públicos estos meses. Se ignoran los argumentos y se trata de zanjar el debate a golpe de frases terminales. “Esos documentos no existen, el Ejército está colaborando”, ha dicho el mandatario, indistintamente, interpelado por las críticas de los investigadores a la Secretaría de la Defensa, precisamente por el caso Ayotzinapa y la Guerra Sucia.
Conversaciones entre el narco y la policía
Los primeros en expresar sus críticas estos años han sido los integrantes del GIEI, grupo de expertos respetado a nivel internacional, cuya presencia en México respondía al deseo de las familias de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, desaparecidos en Iguala, en el Estado de Guerrero, en septiembre de 2014. El GIEI investigó el caso en una primera etapa entre 2015 y 2017, aun con Enrique Peña Nieto en el Gobierno (2012-2018). A su llegada, López Obrador dio un nuevo impulso a las pesquisas, creó una comisión de la verdad, y pidió la vuelta del GIEI. Sus integrantes accedieron. De 2019 a mediados de 2022, el GIEI, la comisión, que también preside Alejandro Encinas, y la unidad especial de la Fiscalía, investigaron de manera paralela el caso.
De los avances de estos años, tanto la comisión como el GIEI han destacado el hallazgo de dos documentos en el archivo militar, que recogían intercepciones de comunicaciones a cuatro integrantes de la red criminal de Iguala, perpetradora del ataque contra los estudiantes. Se trata de dos conversaciones entre integrantes de Guerreros Unidos, núcleo de la red criminal, y policías municipales, una del mismo día del ataque, el 26 de septiembre de 2014, y otra del 3 de octubre. En la primera conversación, por ejemplo, un policía y un criminal hablan de un grupo de 17 estudiantes, parte de los 43, encerrados en una cueva, y su posible destino.
El contenido de estas conversaciones prueba que el Ejército estaba espiando en tiempo real los intercambios de los criminales que atacaron a los estudiantes. La pregunta lógica apuntaba al resto de conversaciones que interceptó en la época, a los documentos en que habría quedado fijado su contenido y, finalmente, su ubicación. Hasta su salida en julio, el GIEI dedicó su tiempo a tratar de contestar estas preguntas. El grupo denunció que las evasivas, negativas y maniobras de mandos militares han impedido contestarlas, de momento. En julio, decidieron dejar el caso. A partir de entonces, las críticas de López Obrador arreciaron.
Los límites del aparato contrainsurgente
Esta semana, uno de los cinco equipos de trabajo de la comisión para la Guerra Sucia, el Mecanismo para el Esclarecimiento Histórico (MEH), aprovechó la presentación del primer informe de la matriz, para divulgar un documento de denuncia sobre las trabas del Ejército a su trabajo. La labor del MEH consiste en fijar los límites del aparato contrainsurgente del Estado entre 1965 y 1990. Entender qué agentes, de qué agencias de seguridad, atacaron a disidentes políticos, dónde y cómo; calcular la cantidad de asesinados, de desaparecidos, de torturados; establecer la geografía de la represión; entender qué otros delitos amparó la lucha contra la izquierda, contra qué personas, etcétera…
Así, el Ejército aceptó abrir sus archivos y colaborar con la comisión y con el MEH. Y así fue hasta que el Ejército consideró que el MEH pedía documentos que trascendían el mandato de la comisión, cerrándose a su entrega. Eso en el mejor de los casos, porque el MEH ha denunciado también que “las personas archivistas militares revolvieron y alteraron el contenido de al menos nueve expedientes” de los requeridos.
Y más irregularidades. “La Sedena ha apelado a la protección de datos personales, a la seguridad nacional, a la conservación de buenas relaciones con otros países y al hecho de que solo puede obedecer aquello que se le ha mandado, para negar la revisión de expedientes y documentos”, dice el MEH. En este sentido, la Sedena niega documentos posteriores a 1990, aunque traten casos de décadas anteriores, o niega documentos que contienen información de posibles perpetradores o mandos militares de la época, con la excusa de que primero tendría que pedirles permiso.