Durante la madrugada del 24 de diciembre de 1968, el astronauta William Anders tomó la primera fotografía de la Tierra vista desde el espacio. La imagen se mostró al mundo en directo por televisión y tuvo un profundo impacto en toda la humanidad, convirtiéndose rápidamente en el símbolo de los primeros movimientos ecologistas.
Hoy en día, 50 años después, basta con entrar en Google para ver nuestro planeta retratado desde todas las perspectivas posibles. Hacerlo, de vez en cuando, es un buen elemento disuasorio contra el terraplanismo, pero también una forma útil de recordarnos que la Tierra es azul porque mil millones y medio de kilómetros cúbicos de agua cubren su superficie.
Lo sabemos desde la primaria, pero no solemos darle demasiada importancia. Es un hecho que los océanos cubren el 70% del planeta, pero con la vida por encima del nivel del mar, cuesta creer que todo lo que ocurre bajo el agua pueda ser relevante para nosotros, los terrícolas. Así que a menudo pensamos que el mar es relajante, fascinante, quizá misterioso, pero nunca que también es importante para quienes no tienen branquias y quizá viven en las montañas o el desierto y los que no comen pescado.
El océano es el mayor ecosistema del planeta y nuestro más fiel aliado contra el cambio climático. Es la fuente de la mitad del oxígeno que respiramos y absorbe el 30% del dióxido de carbono que producimos. Corrige muchos de los errores que la humanidad se empeña en cometer y, por mucho que nos guste ignorarlo, dependemos totalmente de él.
Ya hemos visto los efectos generados en la Tierra por el aumento de la temperatura media en un grado con respecto a la época preindustrial: deshielo de los glaciares, erosión de las costas, sequías, terremotos, ciclones tropicales. Todos ellos son fenómenos claramente visibles, pero siguen sin poder acallar el vergonzoso escepticismo sobre la existencia del cambio climático.
Al igual que el aire, el agua se está calentando, y rápido, porque los océanos han absorbido el 90% del calor provocado por los combustibles fósiles. Según una investigación de la Universidad de Oxford, el calor total absorbido por los océanos en los últimos 150 años equivale a unas mil veces el consumo energético de toda la población mundial en un año.
Basándose en estos datos, The Guardian calculó que es como si, durante este periodo, hubiésemos lanzado 1,5 bombas atómicas al mar cada segundo, y teniendo en cuenta sólo los últimos años, en los que las emisiones han aumentado drásticamente, la cantidad de energía asciende a entre 3 y 6 artefactos nucleares. 2018, por tanto, fue el año que registró la temperatura oceánica más alta de la historia.
Como han explicado los más de 90 científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, bastaría medio grado más en nuestros termostatos para que, entre otros desastres medioambientales, tuviéramos que decir adiós para siempre a los arrecifes de coral. No son sólo malas noticias para los aficionados al buceo y la pesca submarina. Los arrecifes de coral son los bosques del océano: ocupan sólo el 1% del lecho marino, pero proporcionan alimento y refugio al 25% de todos los organismos marinos. Una cantidad desorbitada en un mundo donde los peces garantizan la supervivencia de tres mil millones de personas.
Por desgracia, pocos arrecifes siguen siendo prístinos. Debido a la contaminación, la pesca incontrolada y el calentamiento global, en sólo 30 años hemos perdido cerca del 50% de los corales, complejos animales marinos que habitan los océanos desde hace más de 500 millones de años. El documental Chasing Coral explica de forma exhaustiva y atractiva -sí, he descubierto que hasta se puede empatizar con un coral- uno de los fenómenos más peligrosos que les afectan, el blanqueamiento.
Cuando sube la temperatura del agua, los corales reaccionan expulsando las microalgas que tienen en su interior, responsables de su color y nutrición. Además de blanquearse, también pierden su principal fuente de alimento: los productos de desecho de la fotosíntesis, de la que son responsables las algas.
Si la temperatura no vuelve a la normalidad, los corales mueren de hambre en pocas semanas. Esto es lo que le ocurrió entre 2016 y 2017 a más de mil kilómetros de la Gran Barrera de Coral australiana, hogar de la mayor comunidad de seres vivos del planeta. Según un estudio publicado en Nature a principios de abril, la capacidad del arrecife para desarrollar nuevos corales disminuyó un 89% tras este grave episodio.
Esto significa que los corales ya no se reproducen y son incapaces de revitalizar su hábitat. Si su capacidad de cicatrización sigue comprometida y las temperaturas continúan subiendo, los científicos han pronosticado que el arrecife se blanqueará otras cuatro veces cada diez años de aquí a 2035 y cada año a partir de 2044. Esto equivale a que cientos de kilómetros de selva tropical desaparezcan ante nuestros ojos.
Los daños causados por la desaparición de un ecosistema tan importante serían enormes y sistémicos. Además de ser una rica fuente de biodiversidad, los arrecifes de coral son protectores naturales que defienden las costas de olas, ciclones, huracanes y tifones. Más de 60 millones de personas viven a un metro sobre el nivel del mar y a menos de tres kilómetros de los arrecifes.
Si las mareas de tempestad llegaran a la costa sin los arrecifes de coral, provocarían su destrucción, poniendo en peligro la vida de esas comunidades. La desaparición de los arrecifes también tendría graves repercusiones económicas: según los cálculos, el mercado del turismo de arrecifes mueve en todo el mundo 36.000 millones de dólares al año.
Mientras los países de la ONU negocian un acuerdo para proteger los océanos, Greenpeace ha publicado un estudio que muestra cómo proteger más de un tercio de los océanos del planeta creando una red de zonas protegidas de aquí a 2030. Las Seychelles ya lo están haciendo. En 2018, el país decidió saldar parte de su deuda pública estableciendo dos áreas marinas protegidas del tamaño de Gran Bretaña: zonas prístinas que cubrirán 410.000 kilómetros cuadrados en 2022. Pero la acción de un solo Estado no es suficiente.
Por eso, el 14 de abril, el presidente del archipiélago, Danny Faure, lanzó un llamamiento en directo desde un batiscafo sumergido a 120 metros de profundidad en las aguas del océano Índico para pedir el compromiso internacional para salvaguardar el «palpitante corazón azul de nuestro Planeta», recordándonos que el problema de los océanos «es más grande que todos nosotros, y no podemos esperar a la próxima generación para resolverlo».
Ya existen varios programas internacionales de restauración que buscan soluciones para replantar los corales que han desaparecido de los arrecifes. Son remedios innovadores, pero aún experimentales y caros y, sobre todo, sólo una solución temporal.
Si los mares se calientan cada vez más, se acidifican y se oxigenan menos, invertir esfuerzos y recursos en los arrecifes de coral no tiene sentido, porque los peces, los cangrejos, los corales y todas las formas de vida que los habitan correrán el riesgo de morir por otras razones. Mientras las políticas para reducir los gases de efecto invernadero y limitar la explotación industrial de los mares no sean globales, ningún paliativo salvará al planeta de la pérdida de biodiversidad y riqueza natural.
Ni siquiera las naciones más favorables al Acuerdo de París han sido capaces de encontrar el consenso y la financiación necesaria para su aplicación efectiva, y mientras la diplomacia tropieza el capitalismo depredador sigue succionando recursos medioambientales.
Existen fuerzas opositoras, pero no son suficientes para revertir el régimen. Están los millones de jóvenes que marchan en todo el mundo por la Tierra, está la comunidad científica que promueve una mayor conciencia medioambiental y están los pueblos indígenas dispuestos a desafiar a todo un sistema de lucro para defender una pequeña porción de selva.
Gracias a ellos, el pasado diciembre se denegó a la petrolera Total el permiso para explotar un yacimiento frente a las costas del estado brasileño de Amapá, cerca del arrecife amazónico. Un lugar prístino descubierto hace sólo unos años, junto a corales, algas, langostas, estrellas de mar, rodolitos, esponjas y 73 especies de peces.
El ecosistema oceánico sigue siendo un gran desconocido para nosotros. Hay más de 250.000 especies de organismos marinos y cada año se descubren cientos. Especies que, debido al calentamiento global, están desapareciendo de sus hábitats el doble de rápido que las terrestres.
No dejamos de hacer expediciones al espacio y seguimos sin saber casi nada de lo que hay más allá de los 600 metros de profundidad en las aguas de nuestro propio planeta. Puede sonar absurdo, pero lo realmente absurdo sería destruir lo que yace en el fondo de nuestros mares sin ni siquiera haberlo conocido. Si queremos tener tiempo para admirarlo, antes o después, debemos al menos intentar que cuando lleguemos allí abajo siga existiendo.