Sin la férrea voluntad del presidente, ninguna de sus obras emblemáticas se habrían terminado a tiempo (o se habrían terminado, punto). El Tren Maya, el nuevo aeropuerto, la refinería Dos Bocas fueron realizados en tiempo récord gracias a la tozudez de Andrés Manuel López Obrador.
Algo notable en la historia contemporánea de la obra pública en México. Pero el instrumento para conseguirlo, la voluntad del soberano, impuso una dura factura: cumplimiento de fechas con independencia al costo económico, jurídico, político, técnico y ecológico.
Desde luego que sí se realizaron estudios de factibilidad, objeciones de ingeniería, consideraciones arqueológicas, ambientales y gestiones jurídicas. No fueron ignoradas como los críticos han sostenido una y otra vez. Pero todas y cada una de ellas fueron asignadas a responsables que tenían la consigna de resolver la obra de cara a la fecha de entrega en los términos definidos por el mandatario. En ese sentido, Palacio Nacional nunca aceptó un Plan B de parte de sus subordinados.
Una primera consecuencia fue el costo. Mucho del previsible e imprevisible desabasto o retraso de insumos, equipos y entregas de subcontratistas fueron subsanados a golpe de dinero. El colapso en la logística durante la pandemia debió compensarse con partidas adicionales. Frente a la presión desde arriba, los responsables ampliaron presupuestos con la confianza de que Hacienda tenía instrucciones de darles prioridad.
Difícil estimar el costo real de estos proyectos, que la oposición superficialmente sitúa dos o tres veces mayor al costo inicial. Habría que reconocer que parte del sobreprecio tiene que ver con un presupuesto de partida demasiado bajo, incluso irreal según la queja de algunos contratistas. El presidente no solo quería mostrar la capacidad de su gobierno para hacer una obra en tiempo récord, sino también significativamente más económica que las realizadas en el pasado. Pero fue una pretensión que operó en su contra, porque incluso el costo real habría representado ya un sobreprecio.
Una segunda consecuencia fue la opacidad. Como sabemos, en agosto de 2022 el gobierno decidió reservar la información sobre el costo total del Tren Maya durante cinco años, por considerar que su divulgación pondría en riesgo la seguridad nacional. Se trata de un argumento absurdo, que constituye uno de los momentos más deslucidos de la administración. Traiciona una de las mejores intenciones de López Obrador, expresada en su consabida frase “mi pecho no es bodega”, consistente en hablar de manera abierta y llana sobre los temas de interés público.
Esconder durante cinco años un gasto realizado con dineros públicos y en temas que no tienen que ver con la seguridad nacional o la Defensa, pero sí con la imagen del Gobierno, es una premisa insostenible. Una vez más, lejos de ayudarse terminó perjudicándose. es difícil estimar si el Tren Maya costó 500 mil millones de pesos como aseguran los críticos, porque no hay manera de dimensionar cuán exagerada o no sea esa estimación. Parecería excesiva, pero ahora el gobierno no tiene forma de defenderse, porque al esconder la cifra la opinión pública presupone lo peor.
La tercera consecuencia, presunciones de corrupción, deriva de lo anterior. La opacidad a la que recurrió el gobierno tiene que ver con el interés de salvar una imagen de austeridad y no con la intención de favorecer ilegalmente a los involucrados en la obra. La inversión pública tenía un propósito social y político, a través de derramas económicas y efectos multiplicadores; nada que ver con la avidez de los políticos de la administración anterior. Pero la opacidad y la urgencia que llevó a contratar a buena parte de las obras sin las debidas licitaciones genera un sospechosismo que daña a la 4T. Injustificadamente, pero imposible demostrarlo justamente por las múltiples excepciones a la normatividad.
En suma, opacidad e irregularidades en la contratación tienen que ver con las prisas del presidente no con la corrupción; pero a estas alturas creerlo o no se convierte en un tema de fe política en un sentido u otro. Podemos imaginar que no faltarán casos de contratistas y funcionarios medios que podrían haber aprovechado estas circunstancias, pero tales casos están muy lejos de la magnitud de los escándalos en las más altas esferas de gobiernos anteriores.
Cuarta, fallas y riesgos técnicos. La prisa está reñida con la eficacia, ya no digamos con la perfección. Sobre todo, tratándose de obras complejas que involucran cientos de insumos, supervisión acuciosa de materiales y procedimientos de construcción, contratación y capacitación de personal, tiempo para pruebas y puesta en marcha de mecanismos de seguridad. Las inauguraciones tan obviamente anticipadas recortaron todos estos procesos. Nada habría pasado si el presidente hubiera concedido algunos meses más para la puesta a punto de estos proyectos. Bien podrían haberse inaugurado en las postrimerías del sexenio.
Quizá le interesaba hacerlo antes de las elecciones o simplemente el deseo de echarlas a andar para hacer el ajuste de estas mientras mantuviese aún el control de los hilos del gobierno. Que el aeropuerto Felipe Ángeles tenga goteras o sea de difícil acceso por obras inconclusas, constituye un golpe de imagen que le impide despegar cabalmente. Pero temas como el descarrilamiento de un vagón del Tren Maya constituyen un llamado de atención aún más serio. Si bien se trata de un incidente menor, se convierte en una alerta preocupante.
Más allá del discurso o del deseo de cumplirle al presidente en su siguiente gira, obligaría a una revisión puntual por parte de los responsables de todos los aspectos técnicos, materiales y de personal, para garantizar una operación confiable y eficaz. Un accidente de consecuencias mayores, cualquiera sea la causa, podría ser un golpe de gracia al proyecto y una fuerte abolladura al legado político de López Obrador.
Estos grandes proyectos del presidente desempeñaron un papel importante en la reactivación del sureste mexicano, que por vez primera comenzó a crecer tras varios lustros de abandono. Cada uno de ellos merecería un análisis de pros y contras, pero en conjunto fueron una pieza fundamental para repensar la desigualdad regional. No obstante, las cosas pudieron hacerse mucho mejor.
La experiencia deja en claro que el voluntarismo del soberano, capaz de mover montañas, tiene enormes beneficios a la hora de aterrizar proyectos, pero entraña profundos riesgos que están a la vista.