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Los mil y un males del pueblo Yaqui

Cuando a finales de los años veinte las bombas de los aviones del Ejército mexicano caían sobre sus cabezas, medio desnudos para camuflarse mejor entre las piedras y los matorrales de la sierra, los rebeldes yaquis sentían que al menos les estaban cuidando los surem. Casi un siglo después, Guadalupe Flores también sintió algo parecido cuando este julio se enfrentó a otro grupo de militares en la misma sierra.

Una patrulla había vuelto a entrar sin permiso en su territorio y Flores con su guardia tradicional yaqui les dijeron que se fueran. Los militares les amenazaron con quitarles las armas, unos viejos rifles Winchester como los de las películas del oeste. Los yaquis respondieron con un aviso: “Hay muchos ojos mirándolos”. Se referían, un poco de farol, a los vigías armados que la tribu tiene repartidos por los picos de la sierra. Pero también a los surem, los espíritus de sus antepasados convertidos en animales del monte que ya les habían ayudado a sobrevivir a los bombardeos.

Los soldados acabaron marchándose, pero dos días después los surem no pudieron evitar que un grupo de 15 miembros de la comunidad fuera secuestrado y que, de momento, cinco hayan aparecido muertos en una fosa común. Tampoco que un par de meses antes secuestraran a Tomás Rojo, un influyente líder ambiental yaqui, mientras paseaba por la mañana en su comunidad y que luego apareciera muerto en una cuneta. Ni que otro miembro de la guardia tradicional, Luis Urbano, fuera asesinado a tiros cuando iba a sacar dinero de un cajero en la ciudad cercana de Cajeme.

Un goteo de muertos y desaparecidos entre los 40.000 miembros de las ocho comunidades yaquis del sur de Sonora que se ha acelerado en los últimos tiempos. Una crecida que coincide con el ciclo violento que marca al Estado del noroeste mexicano desde el año pasado y que, en el caso del territorio yaqui, enreda aún más una madeja de intereses no siempre clara entre empresas privadas, autoridades locales y crimen organizado.

Flores tiene 61 años y una envidiable piel tersa y bronceada. Trabaja sembrando ajonjolí y trigo además de ser desde hace un par de décadas el vocero de la guardia tradicional de Loma de Bácum (2.000 habitantes), la tribu a la que pertenecía el grupo de los últimos desaparecidos. Para atender la entrevista, Flores ha reunido al resto de autoridades: el gobernador, el capitán y el secretario. Todos con botas rancheras y sombrero de ala ancha. Un sol de plomo castiga el techo de lámina de la sede del Gobierno comunitario de Bácum: un pequeño cobertizo que da la espalda al pueblo y mira de frente a una explanada desértica con cruces de madera clavadas en el suelo y una iglesia blanca al fondo.

Durante más de una hora solo hablará Flores, que irá desgranando desde los sucesos más sangrientos de la historia de su pueblo, a la fuerza de sus mitos pero también sus límites. “Nosotros creemos que nuestros antepasados se transforman en la naturaleza para proteger el territorio, que tiene una importancia sagrada además de económica. Por eso seguimos y vamos a seguir aquí a pesar de que el Estado siempre ha tratado de machacarnos. Para nosotros siempre ha sido una cuestión de mata o vive. Pero ahora nos están matando silenciosamente”.

Antes de los bombardeos, los yaquis fueron masacrados dentro de sus iglesias, deportados como esclavos a las haciendas del sur de México, encarcelados y enviados incluso a la guerra del Marruecos como carne de cañón en un macabro acuerdo del presidente Álvaro Obregón. El motivo de los ataques siempre fue su resistencia fiera a ceder al despojo de su territorio, el valle del río Yaqui. Un vergel en medio de un desierto, doblemente codiciado además por su valor logístico en la ruta del Pacífico hacia EE UU. Aún cruzan sus pueblos los carriles del ferrocarril construido por Porfirio Díaz, el primero dio entrada al valle al negocio privado. La maldición del dinero ha abierto en los últimos años un frente nuevo: la presencia del crimen organizado exigiendo su parte. Otra vez, “mata o vive”.

Metanfetamina

Vicam es el pueblo yaqui más grande del valle (10.000 habitantes). Esta vez la sede del Gobierno comunitario son unas oficinas diminutas con un aire acondicionado que apenas funciona. Aquí están también el gobernador, el capitán y el secretario. Y el vocero, que volverá a hablar casi él solo por más de una hora. Todos los pueblos yaquis siguen el mismo patrón. Un centro ceremonial compuesto por la sede de la guardia, un patio techado para las asambleas, el panteón y la iglesia rodeada de cruces clavadas en el suelo. Detrás, un laberinto de jacales, casitas de autoconstrucción separadas por calles sin asfaltar.

Aquí no hay puestos vendiendo artesanía. No hoy pirámides ni restaurantes típicos. Lo indígena no es un reclamo turístico como en otras partes de México. Pero desde hace unos años hay un paisaje nuevo: jóvenes yaquis tirados en las aceras dormitando. Cuerpos que parecen esqueletos, ojos de vidrio y lengua de trapo. La marca de la metanfetamina, una potente droga sintética que provoca fuertes altibajos anímicos y una gran adicción.

Frente a una tienda de abarrotes, tres jóvenes apenas se mueven aprovechando la sombra del muro. Una mujer sale cargada con bolsas y su hija de cinco años. Al preguntarle por la escena prefiere no decir nada. Casi nadie quiere hablar. Unas calles más abajo, frente al único centro de salud del pueblo, un anciano espera en una furgoneta a que salga su esposa. Cornelio Verdú, 75 años, recuerda que hace una década no era así. “Se estaba bien suave aquí. Pero ahora los muchachos andan alterados por la droga. No razonan, están locos, pues. Duermen por el día y por la noche salen a ver quien agarran mal parqueado. A esas horas no se puede andar ya por la calle”.

No hay cifras oficiales sobre la penetración del problema ni organizaciones civiles que estén interviniendo. En parte por el desamparo institucional y en parte por la desconfianza de la propia comunidad a dejar entrar a gente de fuera. Hace unos 10 años, ellos mismos hicieron una encuesta entre los niños de 10 a 15 años: ¿Qué quieres ser de mayor? La respuesta más repetida fue sicario “para tener dinero y morras a morir”, recuerda Flores.

El vocero de Bácum también se acuerda de que en los años setenta Rafael Caro Quintero, el veterano capo encarcelado por décadas y hoy otra vez en la calle, plantó 700 hectáreas de marihuana un poco más al norte del Estado. “Pero no era lo de ahora. Antes casi no se consumía y eran drogas más blandas”, añade Flores. La intervención del Ejército en julio en las inmediaciones de su pueblo, que provocó el enfrentamiento con la guardia tradicional y antecedió a la desaparición de los 10 vecinos, se saldó con el hallazgo de 500 kilos de metanfetamina. La Fiscalía anunció también que durante las labores de búsqueda de los desaparecidos se encontraron con siete pistas clandestinas de aterrizaje para avionetas y un narcolaboratorio para fabricar esa droga.

Dos meses meses después, las familias de Bácum siguen saliendo a la sierra todas las mañanas al amanecer para seguir buscándolos por su cuenta y ponen en duda la versión oficial. También Flores: “Es todo una táctica de las autoridades que están coludidas o por lo menos son responsables por omisión de lo que hace la mafia. Les viene bien para asustarnos y someternos a sus planes de despojo”. Mientras otras tribus se han centrado en la defensa del agua, la lucha concreta de la comunidad asentada en Bácum ha sido la modificación de un gasoducto que pasaba por su territorio y para el que no habían pedido permiso, tal y como establecen sus usos y costumbres garantizados por ley mexicana. Construido por una filial de la estadounidense Sempra Energy, tras años de conflicto y con el visto bueno del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, el mes de junio se llegó a un acuerdo para un nuevo trazado que bordease el pueblo.

La madeja de grandes proyectos de infraestructura, crimen organizado, autoridades y divisiones internas entre la tribus también ha enredado la investigación del asesinato de Tomás Rojo. La Fiscalía estatal ya ha detenido a los dos presuntos culpables y apunta a que se trata de “grupos criminales con intereses ajenos al pueblo originario”. En concreto, relacionados con el control de los retenes que a la entrada de cada uno de las pequeñas localidades cobran una especie de “cuota de apoyo” a las tribus yaquis. Rojo se habría mostrado en contra de esos retenes irregulares y habría apostado por negociar con las autoridades la creación de una caseta legal cuya recaudación fuera realmente para sus vecinos.

En el pueblo reconocen que tras su asesinato “la mafia se ha marchado ya de los retenes”. Pero apuntan a otras razones como posible móvil del asesinato: Rojo, originario de Vicam, era uno de los grandes opositores al mayor caballo de batalla de la lucha por el agua, el llamado acueducto de la Independencia. Sin embargo, sí estaba a favor del gasoducto y en contra de la pelea de la tribu vecina de Bácum. Su muerte coincidió con las negociaciones con la empresa de gas y el Gobierno y en el pueblo deslizan que quizás “se convirtió en un estorbo para sus antiguos aliados porque quiso pactar gas por agua”.

Hasta donde llegue la flecha

Dos soldados en el siglo XVI. Uno español y otro yaqui. Quien lance más lejos la flecha se queda con el territorio. Ganó el yaqui según otro de sus mitos fundacionales que explica el talante guerrero pero a la vez negociador de este pueblo. De hecho, en el caso de los yaquis la colonización no se llevó a cabo por las armas, sino por la cruz. Los primeros colonos fueros expulsados a la fuerza y no fue hasta el siglo siguiente que los misioneros jesuitas lograron entrar en tierra yaqui. La evangelización provocó un profundo sincretismo que mezcla creencias animistas como los surem con un particular fervor católico, representado por ejemplo durante la fiesta la cuaresma, cuando los yaquis recrean la pasión de Cristo dando vueltas a la iglesia por la ruta de las cruces clavadas en el suelo.

El territorio reclamado como original de la tribu abarca desde la costa del Pacífico a la Sierra Madre Occidental. Más de 500.000 hectáreas que han ido mermado por concesiones privadas y cambios de titularidad de la tierra. Tras dos años de negociaciones, López Obrador visitó esta semana la zona como parte de su gira para pedir un perdón simbólico a los pueblos indígenas más castigados de México. En el caso yaqui, va acompañado de un plan para restituir parte de la tierra comunal arrebatada, equilibrar el reparto de agua e invertir en infraestructura, sanidad o educación.

El plan no ha sido bien recibido por todos en los pueblos yaquis. Las autoridades comunitarias de Vicam y Bácum se quejan de que no fueron invitados al acto de la firma del acuerdo, sino otros representantes minoritarios dentro de las tribus que han ido medrando al presentarse ante el Gobierno como menos conflictivos y críticos. Mario Luna, uno de los activistas con más peso en la defensa del agua, apunta que se trata de una división alentada desde los tiempos del presidente Carlos Salinas de Gortari, al que acusa de provocar una guerra civil interna. Sobre el plan de López Obrador rescata sobre todo el proyecto de construcción de una viaducto de agua potable para las comunidades yaquis, que llevan décadas explotando hasta el límite pozos caseros, lo que ha provocado enfermedades en la comunidad por el alto porcentaje de arsénico y fertilizantes. “Nuestro pueblo -apunta Luna- nunca ha tenido agua potable desde que el río se fue secando”.

El Yaqui fue alguna vez un río navegable. En las crónicas colombinas los españoles llegan a referirse a él como “el Guadalquivir americano”. Ya en el siglo XX el caudal fue progresivamente menguando a partir de la construcción de tres presas -Angostura, Novillo y Oviachic- en distintos puntos del curso. El remate fue la construcción en 2010 de acueducto Independencia para derivar el agua del valle a Hermosillo, la capital del Estado. La campaña contra la el viaducto, aprobado sin la consulta previa y obligatoria a la tribu, llegó a la Suprema Corte de Justicia, que anuló la declaración ambiental y ordenó reiniciar la consulta con el pueblo indígena.

La infraestructura sin embargo sigue funcionando y López Obrador ha dicho explícitamente que “cancelar eso va a resultar problemático” porque “ya hay una inversión”. El viaducto es uno de los puntos más conflictivos del plan presentado este semana por el Gobierno, que ha centrado el reparto del agua en un antiguo acuerdo firmado por Lázaro Cárdenas en los años cuarenta, antes de la construcción de las dos últimas presas. Desde el Movimiento Ciudadano por el Agua de Sonora, su portavoz, Alberto Vizcarra, afirma que “López Obrador está ofreciendo un imposible porque ese agua de la primera presa ya está comprometida por concesiones y dotaciones. De ahí no se puede sacar más”.

La tesis de esta asociación de afectados por el acueducto, que integra a los activistas yaquis y a los agricultores del sur del Valle, es que la baza de resucitar el acuerdo antiguo es una manera de tapar el problema del trasvase a Hermosillo, en pleno proceso de crecimiento industrial e inmobiliario con la meta de convertirse en otra gran urbe norteña como Monterrey o Tijuana. Además del conflicto capital-periferia, también existen tensiones dentro del propio movimiento por el agua. Una parte de los yaquis es muy crítica con la alianza con los agricultores. Denuncian que más allá del perjuicio que sufren ambos por la perdida de agua que se va por el viaducto, existe un desequilibrio en la distribución entre el agua destinada a tierras tierras yaquis (30%) y a los agricultores (70%), que justifican a su vez el reparto en que ellos explotan una extensión mayor de tierra que la etnia.

Un escenario que empeora aún más con otro dato: de todas las tierras comunales de cultivo (alrededor de 18.000 hectáreas), menos del 5% son explotadas efectivamente por los yaquis, que se han visto obligados a rentar sus tierras y a trabajar para un patrón como jornaleros. “Esto viene también de los Gobiernos neoliberales de Salinas que cambió la banca de desarrollo del valle por la privada. Al ser tierras comunales nosotros no podemos pedir créditos y nos vimos obligados a rentar nuestras propias tierras”, explica Luna, que lamenta que este problema tampoco haya sido abordado por el último plan del Ejecutivo. En el otro pueblo, Guadalupe Flores va más allá: “El plan no habla ni del viaducto, ni los desparecidos, ni de los presos políticos, ni de las minas”. La guardia tradicional de Bácum ha detectado una decena de concesiones mineras en su zona y ya anticipan que esa será su próxima batalla.