El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ni siquiera se molesta ya en fingir que juega limpio. En octubre, prometió dar pasos para celebrar unas elecciones libres, incluido el de permitir a la oposición elegir a su propio candidato mediante un proceso de primarias, con el levantamiento de algunas de las sanciones estadounidenses como incentivo. Pero casi acto seguido su gobierno mantuvo la prohibición de ejercer cargos públicos impuesta a María Corina Machado, la ganadora clara de dichas primarias. Después arrestó a sus aliados y a sus colaboradores de campaña, acusándolos de conspirar contra el gobierno. Algunos han solicitado asilo a la embajada argentina. El régimen de Maduro se ha negado incluso a inscribir en el registro a la candidata que Machado designó para que se presentara en su lugar.
Al gobierno de Joe Biden no le queda ahora mucho más remedio que cumplir sus amenazas de reimponer algunas sanciones a la industria petrolera y de gas de Venezuela que ya había levantado, a pesar de que dichas sanciones son muy impopulares entre los venezolanos. Se prevé su reentrada en vigor a partir del 18 de abril.
Se trata de un recordatorio crudo de que el poder de alcance de las sanciones estadounidenses puede causar un gran daño, pero rara vez produce los resultados políticos que persiguen los funcionarios de Estados Unidos. En esencia, el gobierno de Biden le ofreció a Maduro un trato: suavizar las sanciones a cambio de unas elecciones más libres y limpias. Merecía la pena intentarlo. Un acuerdo similar ayudó a Polonia a liberarse de su sistema autocrático en la década de 1980. Si Maduro se lo hubiese tomado en serio, Venezuela habría tenido una vía para salir de su prolongada crisis política y económica. Pero Maduro no quiere arriesgarse a perder ante Machado. Si Maduro llegara a perder el poder, aumentaría la probabilidad de que tuviera que enfrentarse a la justicia en una corte internacional por su represión brutal de las manifestaciones masivas y otros presuntos delitos contra la humanidad.
Quizá también se dio cuenta de que las sanciones tampoco han dado muy buen resultado para Estados Unidos. Las sanciones demoledoras al sector petrolero del país —diseñadas por el gobierno de Trump para hundir la economía de Venezuela e impulsar la salida de Maduro del poder— tienen parte de la culpa de la crisis migratoria en la frontera estadounidense, un grave problema político para Biden en este año electoral. Las sanciones exacerbaron el colapso económico que Venezuela ya estaba experimentando. Redujeron la inversión en la industria más importante del país, limitaron el acceso a las divisas necesarias para importar alimentos y medicinas e hicieron que a Venezuela le resultara prácticamente imposible refinanciar sus deudas.
En consecuencia, la economía venezolana ha experimentado el mayor colapso en un país sin guerra en al menos 45 años. Millones de venezolanos han huido a Perú, Colombia y otros países latinoamericanos, mientras que cientos de miles han acabado en las puertas de Estados Unidos. Desde hace ya varios años, la exportación más notable de Venezuela ha sido la de personas, no la del petróleo. Alrededor de un tercio de los hogares venezolanos reciben remesas del extranjero.
Las sanciones al petróleo han perjudicado a la gente común, como muchos predijeron, y no han logrado derrocar a Maduro, lo que también era predecible. Sin embargo, lo curioso de las sanciones es que, una vez que se imponen, se vuelve políticamente imposible levantarlas sin recibir algo a cambio.
Además de a la gente de a pie, las sanciones a la industria petrolera de Venezuela también perjudican a los intereses de Estados Unidos ante unas realidades geopolíticas cambiantes. Las sanciones empujaron aún más a Venezuela a los brazos de Rusia y China, más que encantadas de llenar el vacío dejado por Estados Unidos. El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, ha visitado Caracas dos veces en menos de un año, y ha prometido la cooperación estratégica para ayudar a Maduro a sobrellevar cualesquiera sanciones que interponga Estados Unidos. No es precisamente una fórmula que vaya a reinstaurar la democracia venezolana.
En 2022, Biden permitió a Chevron reanudar su actividad con un permiso especial, después de que la invasión de Rusia a Ucrania llevara a las autoridades estadounidenses a buscar con rapidez un sustituto del petróleo ruso. Después hizo otra excepción para permitir a las empresas europeas invertir con más libertad allí. Pero, oficialmente, las sanciones siguen vigentes. Es probable que los funcionarios estadounidenses respondan a las medidas represivas de Maduro restableciendo algunas restricciones a las empresas extranjeras, pero que su impacto sea deliberadamente limitado. “Estados Unidos ha decidido que necesita mantener un cierto nivel de relación con el gobierno de Maduro, aunque no le guste, y también ha decidido que quiere dejar que Venezuela exporte petróleo”, me dijo Francisco Rodríguez, economista venezolano de la Escuela de Estudios Internacionales Josef Korbel de la Universidad de Denver. “Pero tiene que buscar el modo de que no parezca que está cediendo ante Maduro.”
Este es un ejemplo duro de hasta dónde llega la ventaja negociadora de Estados Unidos. Los dictadores son eso: dictadores, con o sin sanciones de Estados Unidos. En muchos casos, las sanciones afianzan su control del poder. Lo que ocurre es que en la caja de herramientas diplomáticas no hay muchas lo bastante afiladas para cambiar la política de otro país. Las sanciones selectivas a personas concretas del régimen de Maduro evitarían los daños colaterales generales, pero muchos de los miembros del gobierno de Maduro ya figuran en la lista de sanciones.
Las autoridades estadounidenses deberían continuar cooperando con los vecinos democráticos de Venezuela, sobre todo con Brasil y Colombia, para enviar el mensaje de que los estadounidenses no son los únicos alarmados por las medidas represivas de Maduro. Toda la región está sufriendo las consecuencias del éxodo masivo del pueblo venezolano, que es una embarazosa prueba del profundo fracaso de Maduro.
Ahí reside la verdadera esperanza de cambio en Venezuela.
Aunque es indudable que las elecciones, programadas para el 28 de julio, tendrán deficiencias graves, puede que, con todo, señalen en la dirección correcta si la oposición se une para respaldar la misma candidatura y sus cifras de participación son tan altas que sea imposible ignorarlas.“La oposición tiene una enorme oportunidad para dejar claro que no se quiere a Maduro”, me dijo Phil Gunson, investigador del International Crisis Group residente en Caracas.
Las elecciones legislativas, regionales y locales del año que viene son más esperanzadoras, ya que Maduro no estará en las boletas electorales. Cuando el cambio llegue por fin a Venezuela, será gracias a la perseverancia, la valentía y el ingenio del pueblo venezolano, no a las sanciones estadounidenses al petróleo.
Farah Stockman es miembro del consejo editorial del New York Times. Durante cuatro años, fue reportera de The Times, cubriendo temas de política, movimientos sociales y raza. Anteriormente trabajó en The Boston Globe, donde ganó un Premio Pulitzer por sus comentarios en 2016. @fstockman