Durante una gran parte de la historia, hablar de arte mexicano supuso remitirse a la imitación de las estéticas, realidades y temáticas europeas o a la mezcla de estas con las tradiciones e interpretaciones locales. Esto último, particularmente frecuente en la geografía y el paisaje urbano de la ciudad colonial, es, de alguna manera, la grieta de la que mana el proyecto de los artistas mexicanos Mariana Castillo Deball, Naomi Rincón Gallardo, Fernando Palma Rodríguez y Santiago Borja en la 59ª Bienal de Arte de Venecia.
La presencia de México en este evento —que en esta edición podrá ser visitado desde el 23 de abril al 27 de noviembre— fue inaugurada en 1950 por los muralistas Diego Rivera, José Clemente Orozco, Rufino Tamayo y David Alfaro Siqueiros. Con los ideales de la revolución mexicana de 1910 a flor de piel, estos artistas se abocaron a desarrollar un lenguaje que reflejase una nueva identidad nacional y mostrase una cosmovisión auténticamente mexicana. De alguna manera, esta intención permanece hoy en día.
Hasta que los cantos broten, el título de la instalación conjunta que presenta México en esta Bienal es parte de un poema que el noble y guerrero azteca, Temilotzin de Tlatelolco, acuñó en épocas de la conquista, cuando el mundo que conocía se estaba acabando. Defensor de Tenochtitlán, la capital del imperio mexica, este cantó: “Con cantos circundo a la comunidad. / La haré entrar al palacio, / allí todos nosotros estaremos, / hasta que nos hayamos ido a la región de los muertos.”
La magia, la muerte, la reivindicación, la resistencia y la lucha frente a un paradigma hegemónico son los leitmotivs que atraviesan esta obra. Echar luz sobre las formas de estar en el mundo que se alejan de las lógicas imperantes y debatir la posibilidad de un futuro distinto es parte de la misión de estos artistas. Un juego de posibilidades, como el mundo que puede ser transformado a voluntad por la imaginación que construye la escritora anglo-mexicana Leonora Carrington (1917-2011) en “Leche del sueño”, el libro que da título a la Bienal, o un pequeño agujero que permite vislumbrar prácticas, tecnologías y tradiciones ancestrales dentro de un hiato en la modernidad.
En el suelo, una cosmogonía mesoamericana en forma de calendario desordenado e intervenido por elementos extraños a ella unifica todas las partes: ilustraciones del alfabeto de Landa, un código de correspondencia entre el alfabeto español y la escritura maya creado por un fraile medio tlaxcaleca y medio español se entrecruzan con recuerdos y sensaciones personales de la artista Mariana Castillo Deball. La mixtura de influencias y el salto temporal ad infinitum anticipan el sentido de esta maxi-instalación en la que lo viejo se convierte en el código de lectura necesario para protegerse o luchar contra el mundo actual.
Sobre este penden, presas de una danza macabra, las 43 muñecas que Fernando Palma Rodríguez imaginó para hacer referencia a los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa, resucitándolos así en un eterno subir y bajar. Un baile entre la belleza de México y la monstruosidad que la aqueja, un oscilar entre la gloria y la muerte que se asoma en cada rincón. A sus lados 22 telares, uno por cada cromosoma que conforma al ser humano, encargados por Santiago Borja a un grupo de 11 tejedoras de Chiapas. Dándoles a estas total libertad para que desarrollaran los tejidos a su parecer, el artista busca reivindicar la tecnología ancestral del telar y darle una voz a aquella artesana que se esconde detrás de un commodity del turismo nacional.
Hacia el fondo y al final, “Soneto de alimañas”, la videoinstalación de Naomi Rincón Gallardo retoma las prácticas funerarias mixtecas y la idea cíclica del inframundo mesoamericano en un intento por dar sentido a la omnisciencia de la muerte en el territorio mexicano. Con una serie de criaturas mitológicas, despojadas de sus espacios por los procesos extractivos que destruyen la vida en la región de Oaxaca, Gallardo concluye el intento de estos artistas de exhibir cosmovisiones divergentes, nociones amplias de la vida y la tecnología y conexiones alternativas entre el hombre y el mundo que lo rodea.
El diálogo y la negociación entre el mundo tangible y lo místico pareciera ser una de las condiciones sine qua non para hablar de las producciones culturales mexicanas. De hecho, se cree que el realismo mágico, ese comodín que logra poner en palabras la fantasía y la cualidad mitológica inherentes a América Latina, haya nacido en suelo mexicano. Antes del boom latinoamericano de los años ‘60 y ‘70, en el que escritores como García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar y Fuentes vieron sus obras divulgadas por el mundo entero, Juan Rulfo escribió, como un canto, tal vez, en respuesta al de Temilotzin de Tlatelolco: “Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces…Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.”