Juliana (no es su nombre real) es la trigésima primera víctima, desde principios de año, de feminicidio en nuestro país. Pero, a decir verdad, asesinada por su exnovio, es la enésima víctima de un hombre que creía poder poseerla, como a un objeto.
Su breve edad hizo que su caso calara con especial contundencia en la sociedad mexicana. De nuevo se puso sobre la mesa la necesidad de introducir la educación sentimental y sexual en las escuelas. Se ha vuelto urgente abrir un debate constructivo y sistemático sobre la educación de los sentimientos.
Sí: a los sentimientos también hay que educarlos. Los sentimientos no se “tienen” simplemente, ni se “sienten” sin más; son experiencias que podemos comprender, regular y profundizar mediante el aprendizaje.
Así como nos educamos en lectura, matemáticas o cualquier otra materia, los sentimientos y las emociones requieren su propia educación.
Esto significa que existen competencias emocionales que deben desarrollarse. Son fundamentales para gestionar nuestras relaciones, fomentar la empatía y garantizar el respeto hacia uno mismo y hacia los demás.
Por eso la educación sexo-afectiva y la enseñanza de la igualdad de género a niños y jóvenes ya son una realidad en muchas naciones: son el primer paso hacia la construcción de una sociedad más justa.
La educación sexual, si se imparte con un cuerpo docente preparado, puede reducir de manera significativa los estereotipos de género. De esta manera reduce también la violencia de género y el feminicidio.
En Suecia, por ejemplo, se ha registrado una disminución notable de las violencias sexuales y de la discriminación de género, así como un descenso de los casos de feminicidio en comparación con otros países. Hoy, según el Gender Equality Index, es una de las naciones con menor brecha de género del mundo. Resulta difícil pensar que ambas cosas no estén relacionadas.
Noruega integró la educación sexo-afectiva en su currículo escolar desde 1970. Al igual que Suecia, países como Países Bajos, Canadá y España han adoptado enfoques similares. En España, la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, aprobada por unanimidad en 2004, es considerada una de las legislaciones más avanzadas de Europa en materia de violencia de género.
Esta ley no sólo establece juzgados especializados en violencia de género, un Ministerio de Igualdad y una red de servicios multidisciplinares para apoyar a las víctimas, sino que obliga a integrar temáticas de violencia y de igualdad de género en los programas escolares. Éstos incluyen sensibilización y capacitación obligatoria para docentes y estudiantes, y promueven la participación de las familias en las actividades educativas.
Antes de la ley, España registraba alrededor de 70 feminicidios al año. Tras su aprobación, ese número comenzó a disminuir gradualmente hasta situarse en unos 60 anuales, y entre 2010 y 2015 se mantuvo en torno a 50–55 asesinatos anuales.
En México de enero a mayo de 2025 se registraron más delitos contra infancia y adolescencia (que el mismo periodo del año anterior) en corrupción de menores, extorsión y lesiones, según el SESNSP.
Es aquí donde cada vez que se plantea hablar de educación sexual surge una oleada de rechazo. Así, el tema se posterga, se delega a las familias y se vacían de contenido las propuestas.
La educación sexual en México, aunque constitucionalmente reconocida como un derecho, enfrenta desafíos en su implementación y alcance, especialmente en la educación básica.
Si bien se incluyó en el currículo desde 1974, la forma de abordarla y la información proporcionada varía según el nivel educativo y las distintas influencias ideológicas.
Hoy la educación sexual en México sigue siendo insuficiente: son pocas las escuelas que ofrecen programas integrales que abarquen los aspectos físicos, psicológicos, emocionales, sociales, conductuales y cognitivos de la sexualidad humana.
Recientemente, la encuesta Survey Teen analizó a 1,592 jóvenes mexicanos de entre 14 y 19 años. Mostró un panorama estremecedor que evidencia la urgencia de introducir la educación sentimental en las aulas.
Los datos hablan por sí mismos: para cuatro de cada diez adolescentes el acoso (stalking) no es violencia. Para uno de cada cuatro es normal volverse violento al descubrir una infidelidad, por lo que aceptan ser geolocalizados. Uno de cada diez ha sufrido puñetazos, bofetadas o golpes en sus primeras experiencias sentimentales.
Uno de cada cinco no reconoce los abusos dentro de una relación, y para la mitad la celotipia no es considerada una forma de violencia. Entre el 20% y el 25% no ve mal tocar o besar a alguien sin su consentimiento. El 40% controla el teléfono o los perfiles sociales de su pareja.
La celosía se interpreta como un síntoma de amor. Consentimiento y abuso quedan en una zona gris mientras se difunde la cultura de la violación y la de posesión. “¿Te jalonea del cabello? Es porque le gustas”.
Analfabetismo emocional, fragilidad, cultura del control y la posesión, violencia y odio hacia las mujeres, prejuicios milenarios… nada de eso surge de la nada. Son los hilos de una historia tanto privada como pública, anclada en una violencia milenaria: la del patriarcado.
Juliana era adolescente y quizá por eso su feminicidio nos conmueve tanto. Su juventud es uno de los factores que hace tan difícil asimilar lo ocurrido.
La cuestión de la edad no es baladí: en nuestro país según la ley el sexo con un menor de edad es un delito. Pero hay que considerar el contexto en su totalidad y con toda su complejidad.
El mundo en el que creció Juliana normaliza las relaciones tóxicas disfrazadas de románticas: desde en las series de televisión hasta las letras de las canciones, desde las revistas hasta los programas estelares. Inculca en niñas y jóvenes la idea de que su plenitud proviene del sueño del amor romántico, la familia unida y una vida dedicada a ello.
Creció en un entorno donde, si una mujer recibe un ascenso laboral, lo primero que se dice es “a ver a quién se lo dieron”. Y en las oficinas, pese a las titulaciones y la preparación, sigue siendo “la señorita” o “la muchacha”. Su asesino creció en el mismo contexto.
A éste probablemente le enseñaron que el modelo a imitar era el hombre que “nunca pide”, el macho alfa que abre todas las puertas, cuya valía se mide en “likes”, dinero, autos y mujeres hermosas como trofeos.
Seguramente le pidieron que no se hiciera el “afeminado” cuando, tras una caída, lloraba. Que fuese un campeón a toda costa, el líder de la manada, el más fuerte. Vivimos en un país donde no es raro oír a un padre llamar “puta” a una agente de tránsito por ponerle una multa.
El patriarcado no está solo en los hombres que matan. Está en los detalles invisibles, en los mensajes subliminales, en las series que romantizan los celos, en las letras que cosifican a las mujeres, en los chats donde las chicas se jactan de “disfrutar sufriendo por amor”, en los padres desprovistos de herramientas emocionales, y en un Estado que pospone la educación sexual y afectiva sine die.
Si la juventud de Juliana debe hacernos reflexionar, su gravedad no puede convertirse en un arma contra ella, que no tuvo culpa alguna. Nunca. La violencia no reconoce acentos ni latitudes: sucede en Oaxaca como en Tijuana, en las escuelas, en los hogares, en los teléfonos.
Es sistémica, no episódica. A matarla contribuyó también un sistema que no hizo nada para protegerla y una clase política que no hace lo suficiente para combatir la violencia, también en línea. Porque las niñas y las jóvenes pueden cometer errores y verse arrastradas por un entorno que normaliza lo que no es normal y sexualiza a menores. Pero tienen derecho a sobrevivir esas malas decisiones.
Si estamos de acuerdo en que la política, a través del sistema educativo, debería ocuparse de esto, todos podemos —mientras tanto— hacer algo.
En lugar de señalar a las víctimas, a las familias o a las deficiencias del Estado, la próxima vez que estés con tus compañeros del fútbol y ellos compartan material íntimo no consensuado de su “última conquista”, indígnate como lo harías ahora. Haz que reflexionen sobre la falta de respeto que implica esa acción.
La próxima vez que una colega te diga que pasó el fin de semana en casa porque su marido no la deja salir con sus amigas sin él, no lo tomes a la ligera: adviértela y, cuando criemos a nuestros hijos, evitemos inculcarles que existen comportamientos “de varones” y “de mujeres”. Porque todo forma parte de un mismo gran caldero, y todos estamos dentro.