No cabe duda, Donald Trump inició su segunda presidencia con delirios de omnipotencia

A los estadounidenses les gustan dos cosas: el espectáculo y la supremacía. En la ficción se llama entretenimiento; en la realidad se llama Trump.

Y para espectáculo de un supremacista, basta paralizar al mundo con aranceles indiscriminados, someter a varios millonarios, colapsar el gobierno con miles de despidos, amenazar con invadir lo impensable y lo que se vaya acumulando.

Apenas hace semanas, los mítines de Trump fueron el manifiesto de la americanidad, porque utiliza tonos de show de tercera categoría, con un Hulk Hogan que podría aparecer en cualquier momento rompiéndose la camiseta. Además juega en casa con el concepto de supremacía, con un arsenal de frases violentas, descaradas, que rompen los rituales del Estado de derecho, de la democracia misma, desembocando en el territorio MAGA del “yo la tengo más grande”. 

Se trata de una masculinidad política que contempla el aniquilamiento de los adversarios y amenazas contra quienes no tienen los medios económicos o militares de Estados Unidos. Es decir, lo que haría cualquier redneck si entrara en el Despacho Oval, pero con dinero, poder desmesurado y el hombre más rico del mundo a su lado. (Aunque Elon Musk ya va de salida.)

No se es supremacista sin invadir algo

Recordemos cuando Putin invadió Ucrania reivindicando la pertenencia rusa de Kiev. Apeló a épocas pasadas, como si esto justificara ese movimiento esquizofrénico, algo que uno haría durante una partida de Risk cuando pierde el norte y se lanza a ofensivas sin sentido. 

Cualquiera pensaría que, siguiendo esa lógica, Austria podría recuperar territorios que ahora son italianos, Argentina y el Reino Unido podrían reanudar la guerra de las Malvinas, y —¿por qué no?— Estados Unidos podría volverse loco y pretender anexar Canadá. 

Una distopía frenada por ciertos códigos del siglo XX que, al parecer, ya están en desuso, es lo que Trump ha iniciado en su segundo mandato con este tipo de delirios de omnipotencia.

Antes de tomar posesión, Trump ya había publicado en la red social Truth una foto de Canadá cubierta con la bandera de Estados Unidos. Al pie de foto:“Oh Canada!”. Una imagen explícita que sigue a amenazas de usar el poder económico estadounidense para anexar una nación ya sacudida por la dimisión del primer ministro, Justin Trudeau. Parece un regreso a 1812, cuando Estados Unidos hizo su “jugada Risk” con la intención de invadir Canadá, entonces colonia británica. Durante dos años, los estadounidenses perdieron todas las batallas, retrocedieron y hasta sufrieron un ataque británico en Washington, con la destrucción del Capitolio.

Luego lograron hacer retroceder al Imperio Británico, pero renunciaron a sus ambiciones sobre Canadá, que hoy sigue siendo parte del Commonwealth británico, pese a su independencia y sus divisiones territoriales con zonas francófonas. Aun así, a Trump le quedó la obsesión del 51º estado, solo para desestabilizar un planeta ya al borde del colapso por las guerras en todos sus rincones.

Evidentemente, no le bastaba con fanfarronear deseando su “casita en Canadá”, porque también ha decidido enemistarse con México, Panamá y Groenlandia (un territorio perteneciente a Dinamarca, país europeo). 

Preso de un impulso imperialista que sería motivo de memes, si no viniera de quien dirige la mayor potencia mundial, ha optado por hacerse el matón para complacer a sus votantes. Éstos lo eligieron por “America First”, “Make America Great Again” y otros eslóganes que en Europa llamarían “nacionalismo supremacista”, pero que en Estados Unidos parecen discursos de presentación. Ha sido una forma de hacer sentir orgulloso al estadounidense promedio —ése del pueblito perdido en Texas, no el cincuentón que toma smoothies en una terraza de Manhattan.

Así, Trump hizo saber que quiere controlar Groenlandia como una “necesidad para la seguridad de Estados Unidos”. Es que China había mostrado interés también, debido a la presencia de metales y materiales valiosos en el territorio. Trump dio a entender que quiere apropiarse mediante acuerdos —léase también imposiciones— económicos o incluso por la fuerza. 

Como reacción, Dinamarca envió barcos militares y Groenlandia declaró que “no está en venta para los estadounidenses”. 

América para los americanos

Al mismo tiempo, México no recibió con agrado la enésima prepotencia de Trump, es decir, querer cambiar el nombre del Golfo de México por “Golfo de América”. 

La presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, respondió con firmeza al mostrar en una conferencia de prensa un mapa de 1607 en el que toda América del Norte era llamada “América Mexicana”, provocando a Trump con la idea de que se podría aplicar la misma lógica para revertir su propuesta. 

Con estos antecedentes no se vislumbraba una relación cordial entre ambas naciones. Ahora se ve más difícil, por los métodos poco pacíficos e incluso, ilegales, para deportar a mexicanos indocumentados en Estados Unidos. 

Por si fuera poco, la idea de apropiarse del Canal de Panamá es el colmo de la estupidez. El Canal, concebido y construido bajo la administración de Theodore Roosevelt, es panameño desde 1999, tal como lo estipulan los tratados Carter-Torrijos firmados en 1977. Desde Panamá han declarado que “la soberanía del Canal de Panamá no es negociable, pertenece a los panameños y así seguirá siendo”. 

Estos movimientos han desestabilizado a los países miembros de la OTAN, ya inquietos por el ultimátum de Trump sobre el 5% del PIB destinado a defensa, además de los aranceles ya anunciados para varios países europeos y para el propio Canadá.

La ONU y la Unión Europea intervinieron para reivindicar la soberanía de los Estados y frenar las ambiciones trumpianas, pero sus declaraciones han resultado débiles. Previo a la toma de posesión, aumentaba el número de personas, Estados y empresas que se plegaban a las políticas de Trump. 

Entre ellas, Meta, cuyo CEO, Mark Zuckerberg, anunció un cambio de rumbo en las políticas de moderación de sus plataformas, eliminando el programa de verificación de hechos. Declaró trabajará junto a Trump contra los gobiernos que atacan a las empresas estadounidenses. 

Un giro oportunista —Facebook e Instagram habían vetado las cuentas de Trump por dos años— y un peligro para las redes sociales, que se convertirán cada vez más en refugio de conspiranoicos, desinformadores y en manos del universo Q.

Todo esto choca con la narrativa derechista del “Trump que no hace guerras”. Generalmente difundida por quienes olvidan que bajo su presidencia se exacerbaron los conflictos en Medio Oriente hasta alcanzar el nivel candente actual. 

Por ejemplo, entre 2017 y 2018 bombardeó Siria con cientos de misiles, causando víctimas civiles. O cuando en enero de 2020 ordenó el asesinato del general iraní Qasem Soleimani en el aeropuerto de Bagdad, tras lo cual Irán pidió una orden de arresto para el presidente estadounidense y para Netanyahu, cómplice en la operación. 

En el conflicto entre Israel y Palestina, Trump fue el artífice de los Acuerdos de Abraham, tratados que perjudicaron aún más al pueblo palestino y avivaron la furia de Hamas.

Sin mencionar cuando proclamó a Jerusalén como capital de Israel, lo que provocó ataques terroristas en los días siguientes y alimentó un odio ya extremo entre facciones. Recientemente prometió “el infierno” en Gaza si no se liberan los rehenes israelíes, como si esto fuera a aliviar la tensión.

Quien no se da cuenta del peligro que representa Donald Trump actúa de mala fe o finge no entender el peso específico de sus palabras, de sus amenazas a Estados soberanos, del riesgo que supone para las democracias un megalómano dispuesto a todo. 

Es irrelevante haber sido condenado por el caso Daniels, convirtiéndose en el primer presidente con antecedentes penales en la historia de Estados Unidos. Él se siente por encima de la ley, de la moral, de los tratados internacionales.

Su visión de Estados Unidos es la de un país convertido en su jardín personal, con él mandando sobre todo y todos porque tiene el poder y el dinero para hacerlo. 

Ya mostró con su torpeza de los aranceles “recíprocos” y sus desplantes de niño mimado al negociar con otras naciones que puede colapsar la economía mundial. En días, las bolsas del mundo cayeron estrepitosamente, para subir de nuevo cuando el mismo Trump dio una tregua de 90 días a la aplicación de tales aranceles. Pero el daño ya estaba hecho. Con esta herida reciente, el mercado y Wall Street ya se le están volteando.

No podemos más que esperar tiempos oscuros, considerando que las palabras de Trump se seguirán convirtiendo en acciones concretas, con todo el planeta pagando las consecuencias.