No es nuestra culpa si no nos enamoramos más, sino de la obsesión por la posibilidad. Queremos un amor sin drama, pero no existe

En los meses en que mantuve una relación con quien luego resultó ser una  “love bomber” de mil vidas, fraudes y romances, y tras gastar cientos de dólares en terapia y ayuda de ChatGPT, me repetía: “Un día este dolor te servirá”, “No reprimas las emociones negativas, vívelas”, “Los sentimientos están hechos para atravesarlos”.

Aunque, a posteriori, me parezca el resumen de un manual mediocre de autoayuda en cinco pasos, reconozco que lo que me permitió cambiar de perspectiva fue también entender que mi dolor, privado y singular. Podía ser a la vez público y compartido, y por tanto fuente de experiencias y diálogos.

Precisamente esa tendencia a relegar toda emoción negativa a los márgenes de nuestra existencia, sin acogerla o sin intentar darle sentido en su aparente sinrazón, determina el modo en que hoy afrontamos el amor.

Vivimos, en efecto, lo que el sociólogo surcoreano Byung-Chul Han llamó en su ensayo “La sociedad sin dolor” una generalizada “algofobia”: el temor al sufrimiento que nos anestesia, reduce el espacio para el conflicto, la controversia y el desacuerdo. Nos empuja a eliminar todo lo negativo.

Nada puede herirnos ya: la vida diaria debe ser perfectamente “instagrammeable”, como un post en redes, pulida, sin asperezas, exenta de tensiones, contrastes o ambigüedades que puedan perturbar o hacer sufrir.

“La sociedad paliativa coincide con la sociedad del rendimiento: el dolor se interpreta como signo de debilidad, algo que ocultar o eliminar en nombre de la optimización”, escribe Han. “Pero el dolor es obstetra de lo Nuevo, comadrona de lo completamente Otro. La negatividad del dolor interrumpe lo Mismo. En la sociedad paliativa, como infierno de lo Mismo, no cabe ninguna lengua del dolor, ninguna poética del dolor. Sólo permite la prosa de la complacencia”.

Este es el resultado de una sociedad obsesionada con la positividad y la autooptimización, donde para ser atractivos se nos impone cabalgar siempre las “good vibes” o creer en el pensamiento mágico, como si el mundo dejara de arder sólo porque lo deseemos con fuerza.

Esta postura choca con la ansiedad compartida por las múltiples crisis que nos vemos obligados a atravesar. Sirve únicamente a la ideología neoliberal que la engendra, pues el imperativo de la productividad no admite debilidad.

Así, el dolor sólo se acepta cuando puede capitalizarse o ennoblecerse públicamente, en una versión edulcorada, casi glamorosa y performativa.

Y eso a pesar de que, aunque tendemos a verlo como asunto íntimo, nuestras emociones —ya sea que las experimentemos o las ocultemos— nacen y se nutren de un contexto social, político, económico y cultural que a su vez las moldea.

Si hoy nos cuesta tanto afrontar el dolor, es también porque lo privatizamos, lo convertimos en un problema individual y pasamos por alto las estructuras sistémicas que lo generan.

Por ejemplo: se nos sigue empujando a formar pareja, pero al mismo tiempo se nos exige sentirnos autónomos y completos en soledad, en una economía que no favorece a los solteros. Debemos tener pareja pero no deberíamos anhelarla. La monogamia se cuestiona, pero nos da vergüenza admitir que aún podría ser la forma que más se parece a nosotros. El sexo casual debía liberarnos, pero se ha convertido en otra performance más.

Al enfrentarnos a las contradicciones entre el deseo de intimidad y las lógicas de mercado, entre independencia y necesidad de vínculo, el amor ha sido inevitablemente colonizado por el temor al dolor.

“El sexo y el amor posromántico no buscan la adrenalina de un riesgo que nos asome al abismo. Queremos un amor sin dramas, sin quebrantos, sin resbalones imprevistos. El misterio, el tropiezo, el desequilibrio nos atemorizan”, escribe Carolina Bandelli, profesora en la Universidad de Warwick, en Le Postromantiche (Las posrománticas).

“Buscamos eliminar las emociones perturbadoras: en lugar de ‘tirarnos de cabeza’ a una situación, la analizamos, la verificamos, negociamos, establecemos métodos eficientes para asegurarnos encuentros seguros y comunicación transparente”.

Pero un amor que no nos lleve a las lágrimas no existe. Quizá sólo cuando busquemos en la IA a la pareja perfecta —porque está siempre disponible y nos confirma siempre lo que queremos oír, sin generar tensiones— encontraremos esa ilusión.

En una encuesta de 2023 de Hinge entre la Generación Z, el 90% decía querer una relación. Pero el 56 % confesó que el miedo al rechazo le impedía intentarlo, y el 57 % evitó declarar sus sentimientos por temor a parecer “poco atractivo”.

Varios estudios señalan que los adolescentes y veinteañeros de hoy son muy cautelosos, reacios al riesgo y ávidos de estabilidad. De modo que no sorprende su reticencia a lanzarse a una relación amorosa. Sin embargo, ese miedo se extiende ya a varias generaciones.

Ciertamente, amar y ser amado nunca ha sido fácil, ni debemos subestimar las razones que nos llevan a crear una coraza frente a las relaciones románticas. Alcanzamos la madurez más tarde, falta tiempo y dinero, la ansiedad por llegar a fin de mes nos consume, al igual que el temor al panorama geopolítico, a la crisis climática, al no estar a la altura de los estándares sociales, al esfuerzo de lucir siempre mejor de lo que somos.

La polarización entre jóvenes hombres —más conservadores— y mujeres —más progresistas— añade complejidad. Ellos se radicalizan por no sentirse comprendidos ante un nuevo paradigma donde sus coetáneas tienen, a veces, más éxito. Ellas están cansadas de lidiar con mansplaining, abusos y expectativas imposibles.

Y las apps de citas, que prometían encuentros fáciles, exigen ahora paciencia, atención y constancia como si fueran un trabajo, incrementando frustración y agotamiento, y aplicando la lógica capitalista al ámbito donde deberíamos resistirla.

Tenemos más alternativas, pero esto no nos hace más libres. Nos angustia haber descartado otras posibilidades, porque elegir implica renunciar a futuros potenciales. En el neoliberalismo, se subvierte el mito del amor romántico. Es decir, ya no hay una “media naranja”, sino millones de candidatos ideales, cada uno mejor que el anterior.

En este “amor líquido” no sabemos establecer lazos duraderos, temerosos de sentirnos atrapados en un compromiso estable. Así, el riesgo de enamorarse es la última de nuestras preocupaciones.

Puede uno crecer y madurar sin nunca haber tenido un romance, pero es una pena no enamorarse sólo por miedo al dolor.

Ese miedo, sobre todo, refleja nuestra vulnerabilidad: nos sentimos al borde de un precipicio y respondemos cerrándonos en nosotros mismos.

Por eso, el lenguaje de las relaciones se llena hoy de términos psicológicos y terapéuticos —narcisismo, “red flags”, “tóxico”— en un intento, quizás inconsciente, de patologizar cada experiencia, porque así nos resulta más fácil entenderla, encuadrarla, hallar causas y efectos.

Sin embargo, con frecuencia no son nuestras infancias disfuncionales lo que falla —como pregonan los coaches de TikTok—, sino las contradicciones sociales y culturales que estructuran nuestras identidades, y que hacen que un rechazo se perciba como la negación de nuestro propio valor.

Aunque concebimos el amor como algo irracional que nos arrolla, en realidad está muy condicionado por los criterios sociales que aprendemos para evaluar nuestras elecciones y temer sus consecuencias.

Naturalmente tendemos a minimizar la posibilidad de error, pero esa meta dificulta hacer perdurar una relación. No podemos prever ni controlar al otro —por suerte—, y además toda relación implica un compromiso con nosotros mismos, un balance entre nuestra idealización y la realidad.

Ese movimiento, paradójicamente, nos enseña a ceder parte de nuestro ego para acoger y ser acogidos.

“Lo llamamos ‘sufrimiento’, pero deberíamos llamarlo ‘conocimiento’: conocimiento de algo que no nos gusta pero que existe tal como es. Que los demás y el mundo no están sometidos a nuestra voluntad”, propone Annalisa Ambrosio en L’amore è cambiato. “Por muy fuerte que sea nuestra imaginación, ella sola no basta para hacer realidad las cosas”.

Es una perspectiva liberadora, no porque otorgue utilidad a los desconsuelos amorosos, sino porque nos permite la transformación que el antropólogo Viktor von Weizsäcker describió como “hacerse carne de una verdad”.

En el enamoramiento, esa verdad es la de nuestros sentimientos, nuestros deseos auténticos, lo que estamos dispuestos a ceder o exigir en una relación. Y también la de comprender que —por mucho que nuestro ego proteste— en el gran orden del cosmos contamos menos de lo que creemos. Resulta liberador aceptarlo.