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No hay una sola manera de ser inteligente y es precisamente esta diversidad la que debemos de valorar

Cuando el filósofo Herbert Marcuse, en Eros y Civilización, definió las características de nuestra sociedad, identificó el principio de rendimiento como uno de sus rasgos clave. En una realidad que ahoga el placer en función del progreso, basado en la constitución de una comunidad eficiente y productiva, sólo puede ser la evaluación constante de nuestro desempeño la que mueva las ruedas. Es el retrato de una sociedad que lo mide todo, obsesionada con la creación de jerarquías en busca de una eficacia cada vez mayor. En este contexto, por supuesto, no es sorprendente que incluso la inteligencia humana se trate a menudo como una capacidad cognitiva unitaria, perfectamente medible de forma objetiva. Sin embargo, cuando establecemos que algunas personas poseen de forma exclusiva una mayor capacidad intelectual que otras, estamos cometiendo un enorme error de aproximación.

Para encontrar las raíces de esta creencia, hay que remontarse a los primeros años del siglo pasado. De hecho, el nacimiento del primer test de inteligencia moderno se remonta a 1905, de la mano del psicólogo francés Alfred Binet. Aunque el propio Binet se dio cuenta de la parcialidad de la información que podía obtenerse de este test, que no hacía justicia a la complejidad de las capacidades creativas y emocionales de los investigados, su trabajo fue la verdadera base para la estructuración de los tests a lo largo del siglo siguiente. Incluso hoy en día, la evaluación de quiénes en la escuela podrían necesitar un plan educativo individualizado se realiza mediante pruebas cognitivas que evalúan el coeficiente intelectual. Seamos claros: esta medición puede ser muy útil para ciertos fines prácticos: sirve, por ejemplo, para identificar la necesidad de más apoyo para ciertos niños, pero también para destacar posibles alumnos superdotados. Sin embargo, hay que aceptar que esta medida es una cifra parcial, especialmente eficaz en nuestro contexto cultural, pero no inequívoca.

En 1983, el psicólogo Howard Gardner publicó un libro titulado Frames of Mind, traducido en Italia como Formae Mentis. Dentro del trabajo, Gardner enunció lo que más tarde se haría famoso como la “Teoría de las Inteligencias Múltiples”. Según Gardner, la detección de la inteligencia en los tests cognitivos se limitaba esencialmente a investigar dos esferas de la inteligencia humana: la inteligencia lingüística y la inteligencia lógico-matemática. Que, de hecho, son las dos áreas clave en torno a las cuales giran los sistemas escolares, en primer lugar el italiano: no es casualidad que el examen final del primer ciclo de enseñanza de este año, con el regreso de dos pruebas escritas, se base esencialmente en una prueba de italiano y otra de matemáticas – a las que se añade una entrevista oral. Sin embargo, el psicólogo estadounidense destacó la presencia de otras formas de inteligencia, mucho más difíciles de medir y raramente valoradas, no sólo en el contexto escolar sino en la sociedad.

Bastante difíciles de medir con números, pero igualmente importantes, son, por ejemplo, la inteligencia intrapersonal e interpersonal. La primera se refiere a la capacidad de conocerse a sí mismo, de comprender su interior, sus afectos, intenciones, emociones y deseos. Una forma de metacognición, en definitiva, decisiva cuando hay que elegir un camino a seguir, por ejemplo, o cuando es imprescindible comprender los propios límites para autorregularse. O, en otros casos, para no desanimarse ante una situación difícil. La inteligencia interpersonal, por su parte, se refiere a la empatía, así como a la capacidad de comprender las intenciones, motivaciones, deseos y sensibilidades de los demás. Sería difícil trabajar eficazmente en un equipo sin poseer este tipo de competencia. Al mismo tiempo, puede representar una forma de inteligencia muy distinta de las que pueden medirse empíricamente, difícil de sondear y compleja de identificar a priori.

Las ideas de Gardner no se apoyaban en pruebas, sino en datos recogidos empíricamente. Como informa Lucia Mason, de la Universidad de Padua, en Psicología del Aprendizaje y la Educación, se utilizaron datos neuropsicológicos para apoyarlos, mostrando que algunos daños cerebrales afectaban a algunas capacidades, pero no a otras. También se encontró que la presencia de individuos con talento en algunas áreas pero no en otras era significativa, lo que demuestra cómo los diferentes tipos de habilidades no están necesariamente relacionados entre sí, especialmente en la fase preescolar. Esta diferenciación intelectual, según Gardner, no impone a la escuela el reto irreal de desarrollar todas estas formas de inteligencia, pero sí de tenerlas en cuenta, conscientes de su existencia y de la necesidad de valorar las peculiaridades de cada una. Todo ello, por ejemplo, a través de una enseñanza innovadora (no necesariamente personalizada) y de metodologías como el flipped classroom, el debate, las actividades en grupo y otras muchas, que evitan el aplanamiento de la clásica lección frontal. Las actividades relacionadas con el debate, el trabajo en grupo y la potenciación de las aptitudes de los alumnos pueden hacer aflorar cualidades de los alumnos que de otro modo no surgirían, reconociendo las diferentes capacidades de cada uno.

En cualquier caso, la teoría de las inteligencias múltiples debe estimular una reflexión que no puede limitarse sólo al mundo de la educación, sino que implica a toda la sociedad. En primer lugar, sobre un aspecto típico de la realidad moderna, que se resume en el concepto de conformismo. “Hemos señalado las condiciones económicas que favorecen en nuestra época el creciente aislamiento e impotencia del individuo”, escribió el filósofo alemán Erich Fromm en Fuga de la libertad, “Examinando los resultados psicológicos hemos demostrado que esta impotencia conduce o bien al tipo de fuga que encontramos en el carácter autoritario, o bien a un conformismo obsesivo en el curso del cual el individuo se convierte en un autómata, pierde su individualidad y, sin embargo, al mismo tiempo en el nivel de la conciencia se imagina libre y sujeto sólo a sí mismo. El proceso de aplanamiento a lo que la sociedad exige que seamos conlleva el riesgo de una pérdida de diversidad y de valorar aquellos aspectos individuales que representan la singularidad de cada uno de nosotros. En una sociedad que nos empuja a observarnos a nosotros mismos y a los demás de una manera única, dar importancia a las diferentes actitudes de cada uno, como sugiere Gardner, sigue siendo uno de los grandes retos del presente.

Además de esto, es crucial reflexionar sobre esa obsesión por la medición que se mencionaba al principio, que lleva al hombre moderno a vivir en una continua perspectiva competitiva. Vivimos en una sociedad que elabora estadísticas sobre todo, que llega a clasificar a los países según la felicidad de sus habitantes, como si fuera un indicador objetivamente medible. Una conocida película de Paolo Virzì, Il capitale umano (El capital humano), terminaba con una breve pista en la que se destacaba cómo es práctica habitual de las compañías de seguros combinar una serie de indicadores para determinar el valor social de una persona, definiéndolo precisamente como “capital humano”. Sin embargo, hay que decir que la realidad es que nada de esto se puede medir científicamente de forma inequívoca. Tampoco lo es la inteligencia: al pensar que podemos definir absolutamente las capacidades intelectuales de una persona, lo único que hacemos es correr el riesgo de proponer una subdivisión jerárquica entre los seres humanos. Gardner nos diría que al pretender evaluar a los individuos que nos rodean de forma objetiva, sólo estamos observando una fracción de lo que realmente son. Al fin y al cabo, como dice una conocida cita atribuida, quizá erróneamente, a Albert Einstein: “Si juzgas a un pez por su capacidad para trepar a los árboles, se pasará toda la vida pensando que es estúpido”.