A veces parece difícil de creer, pero Andrés Manuel López Obrador es capaz de cambiar el rumbo. También es difícil de creer que el presidente mexicano sea capaz de responder a estímulos económicos negativos. De hecho, si algo ha causado temor en Palacio Nacional en este sexenio es un shock económico repentino.
La palabra clave es “repentino”. Las devaluaciones de los años 70, 80 y 90 tienen un impacto psicológico fuerte en el presidente, cuya disciplina financiera para evitar una en su sexenio, fue incluso recompensada con una mayor confianza de inversionistas en la moneda mexicana, que simpatizantes de López Obrador presumían como el superpeso.
Ahora el superpeso está en problemas por la desconfianza causada por la pretendida reforma al Poder Judicial que planteó el presidente saliente y parece que la presidenta entrante, Claudia Sheinbaum, seguirá al pie de la letra.
Pero el problema no es el tipo de cambio sino la imagen que proyecta. Hay razones para pensar que el actual movimiento del peso no es preocupante. Pero también las hay para ver más allá de la realidad, a la percepción.
Cierto, dos semanas después de la elección, el dólar cuesta dos pesos más que en la víspera del 2 de junio, pero esta no es una devaluación en el sentido al que los mexicanos estamos acostumbrados, cuando al despertar un día el dólar valía 50% más que cuando nos acostamos la noche anterior.
Tampoco es que el peso haya tenido una pérdida significativa. El tipo de cambio estaba debajo de los 20.44 pesos por dólar cuando arrancó el actual gobierno, por lo que López Obrador todavía podría convertirse en el primer presidente en la historia que deja la moneda más fuerte de como la recibió.
Ya no recordamos que el dólar llegó a estar arriba de los 25 pesos al inicio de la pandemia de covid-19 y que bajó hasta convertirse en ese superpesotan celebrado porque desmentía todos los temores de que el presidente López Obrador iba a jugar con la economía para perseguir sus objetivos políticos.
López Obrador no lo hizo durante casi seis años y es posible que el presidente no sienta el efecto de la caída del peso y minimice el temor de inversionistas por la amenaza a la independencia de jueces que representa la reforma judicial.
La posición actual del peso todavía tiene espacio para moverse antes de que la turbulencia financiera sea una catástrofe, pero el problema será la percepción. La etiqueta de “error de septiembre” que ya circula en medios es muy poderosa en buena medida gracias a que López Obrador, en sus tiempos de opositor, ayudó a popularizar el “error de diciembre”, la devaluación de 1994, como uno de los grandes fracasos de la política económica neoliberal.
López Obrador sabe bien el impacto psicológico que una devaluación tiene en la población mexicana, particularmente la mayor de 40 años de edad, que es la que tiene memoria de los colapsos del peso, particularmente los que se daban en los cambios de presidente, en 1976, 1982,1988 y 1994.
La realidad es que un dólar a 20 pesos no es nada del otro mundo. De hecho, hay aspectos positivos: las empresas exportadoras venden mejor, o quienes reciben remesas tendrán un poco más de pesos por los mismos dólares enviados. La percepción es que un dólar dos pesos más caro que hace dos semanas indica incertidumbre de lo que viene.
Esa incertidumbre es parte esencial de los temores por la reforma judicial. El control partidista de jueces, magistrados y ministros reduce la independencia que deben tener para garantizar que la ley se imparta sin distingos. Esto pega al corazón de un factor crucial para que inversionistas decidan dónde ponen su dinero, la seguridad jurídica, la certeza de que las normas no van a cambiar por capricho político.
Esto, a su vez, le da un golpe duro a una parte central del discurso de campaña de Claudia Sheinbaum: el nearshoring, la atracción de empresas que relocalizan sus cadenas más cerca de Estados Unidos. En ese discurso, estas inversiones son la palanca para generar riqueza y aumentar el ingreso fiscal que financian los programas sociales y las obras de infraestructura.
Pero sin confianza no hay nearshoring y sin percepción de seguridad jurídica no hay nuevas empresas generadoras de empleo y pagadoras de impuestos. Esto sin mencionar que las señales contradictorias entre López Obrador y Sheinbaum sobre los tiempos y la ejecución de la reforma también provocan dudas sobre quién realmente va a mandar en el Poder Ejecutivo a partir de octubre.
Lo que el momento actual nos dice sobre la reforma judicial es que hay maneras de hacerla para solucionar la corrupción y sus deficiencias, sin afectar el carácter esencial que debe tener toda judicatura: la independencia de intereses políticos, y sin darle un golpe innecesario a la economía.
López Obrador es capaz de cambiar el rumbo cuando ve una amenaza económica. En 2019 dejó de lado sus bravuconadas contra Donald Trump y su discurso sobre la soberanía, y accedió a convertir a México en el muro fronterizo de Estados Unidos cuando Trump amenazó con aplicar aranceles a productos mexicanos, lo que hubiera sido un desastre para la economía mexicana.
En ese entonces, López Obrador percibió un peligro inminente. No es el caso de la reforma judicial, por ahora. Lo que no sabemos es hasta dónde están dispuestos a ir el presidente que sale y la presidenta que llega para averiguar el riesgo.