Un cartel de lona cuelga sobre una reja metálica roja. En ella se lee: “Nosotros, los de los pies de barro, estamos por encima del gigante de los pies de hierro”. A través de los barrotes se asoma, a la distancia, la torre Arcos Bosques l (de 162 metros), mejor conocida como El Pantalón, uno de los iconos de la acaudalada zona de Santa Fe, al oeste de Ciudad de México.
La pancarta se encuentra justo en la puerta de entrada al barrio de Palo Alto, una cooperativa de viviendas creada en los setenta por hijos de migrantes michoacanos que trabajaron en las canteras de arena que abundaban ahí. El auge de las inmobiliarias de lujo y la reconversión de lo que antes eran minas y vertederos a un circuito de rascacielos han arrinconado a los vecinos, presionados desde hace décadas para que vendan su terreno.
La historia de Palo Alto se resume en un mural que adorna una de sus plazas principales, encima de la tortillería que Rodolfo Mejía regenta desde hace 25 años. En la colonia los vecinos no son solamente los dueños del terreno y las viviendas, sino también de los negocios, como Mejía.
Las calles empedradas, las casitas coloridas de un nivel, con las puertas abiertas en las noches, y los niños jugando solos en los subibajas, dan la sensación de que el tiempo quedó congelado y que aquel México de las vecindades nunca se fue. Los primeros pobladores llegaron en los treinta. Entre ellos estaba el padre de Amada Martínez, que a sus 94 años aún recuerda las condiciones en las que vivían. Los trabajadores hicieron chozas de pasto con suelo de petate. Incluso, según recuerda la nonagenaria, muchos dormían en cuevas: “Si usted hubiera visto eso… eran otros tiempos”.
Cuando la mina cerró, en 1969, el dueño del terreno decidió acercarse a las inmobiliarias, que ya habían desarrollado la zona de lujo de Bosques de las Lomas, a un costado de las chozas. Pero los jóvenes, hijos de los trabajadores, presionaron. Gracias a la ayuda de familias ricas de los colegios privados de la zona, y su cercanía con la entonces Regencia del Distrito Federal, los vecinos se hicieron con las 4,6 hectáreas, que pasaron a ser posesión de una cooperativa que habían creado entre ellos.
Carmen Morales, de 72 años, fue parte de esa batalla: “Creímos que iba a ser fácil, pero fue necesario el apoyo de mucha gente”, dice mientras muestra un álbum de fotos. De hecho, uno de los que más ayudó a la comunidad fue el sacerdote Rodolfo Escamilla, asesinado en 1977 por causas aún desconocidas, y cuyo rostro aparece en un mural.
Un barrio en medio de gigantes
Ya con la posesión del terreno, los cooperativistas comenzaron a construir —literalmente— las casas y áreas comunes. Morales, que además es la primera presidenta de la Asamblea del barrio, cuenta que las mujeres tuvieron un papel importantísimo. Contrarias a la percepción machista de la época, las socias de Palo Alto salieron a trabajar para ayudar a pagar los gastos de la construcción. Morales remacha: “Nosotras tomamos las riendas, fuimos el sostén de la cooperativa”.
Con música de banda de fondo que emana de un pequeño radio, Pedro García corta, con una sierra de mesa, un pedazo de madera. A su taller fácilmente le puede hacer sombra El Pantalón. Edificios como ese, o el de Live Aqua Urban Resort, rodean la colonia, haciendo una especie de sándwich. El carpintero, de 55 años, tiene una de las vistas más cercanas. García ha vivido toda su vida en Palo Alto, pero desde hace décadas que sus padres —que son socios fundadores— y sus hermanos abandonaron el barrio. Desde finales de los ochenta, 42 de los poco más de 200 asociados exigieron la venta de sus casas, algo imposible ya que el título de la propiedad no es individual. Era la época en la que Santa Fe se comenzó a convertir en una zona exclusiva.
El cambio del perímetro que rodea a Palo Alto fue vertiginoso. Según explica en el teléfono Patricia Olivera, catedrática de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y máster en Urbanismo, la depredación del oeste de la capital no fue improvisada.
En 1984 se realizó el primer vuelo comercial en el aeropuerto de Toluca, a unos 40 minutos de la zona. Además, el catastrófico sismo de 1985 terminó por rematar al centro de la ciudad, que antes era donde se concentraban las oficinas. “Estos eventos coinciden con el plan del Gobierno de construir una zona comercial, corporativa y habitacional de lujo en el poniente”, señala Olivera. Para los noventa, las montañas de basura y de arena ya se habían transformado en enormes edificios. Hoy, el precio por metro cuadrado puede superar los 3.000 dólares, uno de los más altos del continente, según el sitio especializado Inmuebles24.
La tentación de vender por millones
Tras abandonar sus casas, tapiadas y resguardadas por el barrio, los 42 disidentes comenzaron una batalla legal para que se les liquide. Esto llevó a un juez a ordenar en 2003 la creación de una comisión encargada de buscar una solución económica para quienes abandonaron la colonia. Sin embargo, este órgano no cuenta con la simpatía de los vecinos porque está integrado por socios que desertaron y gente ajena a la colonia.
Anastasio García, de 68 años, no puede contener su disgusto: “Lo normal es que nosotros, al ser la mayoría, tengamos presencia”. La cooperativa, como figura legal, ya ha desaparecido por orden judicial. Esto ha impedido que se construyan más viviendas y ha empujado a las familias a vivir, en algunos casos, hacinadas: “Hemos visto hasta cuatro familias en un mismo lugar”, continúa García.
La última propuesta de la comisión liquidadora ha hecho que salten las alarmas. El órgano puso sobre la mesa la venta parcial —por ejemplo, la tortillería de Rodolfo Mejía— o total del terreno. Y a cada socio le ofreció cuatro millones de pesos (unos 197.000 dólares) para abandonar la cooperativa. El monstruo inmobiliario había mostrado sus fauces y las presiones habían vuelto como nunca antes. Pero también sirvió para que los vecinos hicieran resistencia.
Es imposible caminar por las calles sin encontrar una vivienda con un letrero que diga: “Mi casa no está en venta” o “la cooperativa no se vende”. Esos mismos carteles fueron sostenidos el 29 de junio por los vecinos que se organizaron en la entrada para evitar que se hiciera una valoración económica de la colonia, por orden de un juez. El juzgado dio un paso atrás de último momento. Luis Márquez, vecino y uno de los abogados que lleva el caso, admite que este episodio ha servido para despertar el espíritu combativo del barrio: “La diligencia cimbró Palo Alto y le dio la fuerza que necesitaba”.
El seductor cheque de cuatro millones ha creado discusiones fuertes sobre qué es lo mejor: vender y hacerse de mucho dinero o preservar una tradición y un modelo de vida. Juan Pablo Pérez, de 22 años, cree que los jóvenes no tienen el mismo sentido de pertenencia que los socios fundadores. Para otros, como un hombre de 40 años que prefiere que no salga su nombre, no se le tiene que dar tantas vueltas al asunto y se debe respetar si hay quienes prefieren cobrar sus millones: “Están en su derecho”. Según estiman los vecinos, hay al menos 10 habitantes en Palo Alto que ya han dicho abiertamente que aceptan la propuesta de la comisión.
En un anuncio del Residencial Agwa Bosques, que incluye cuatro torres de hasta casi 50 pisos, se puede ver una toma aérea de la zona. Los rascacielos, como El Pantalón, destacan. Palo Alto no aparece en la publicidad, sino un bosque. En otro simplemente se oscurece el barrio, es casi imperceptible. Márquez lo tiene claro: “Para el gran capital, nosotros no cabemos aquí. Ven un campo de golf, ven un desarrollo en potencia, pero nunca una cooperativa”.