Para no asumir responsabilidades, hemos normalizado el ghosting, que de “normal” no tiene nada

“Una noche fuimos íntimos y al día siguiente me ghosteó”. Una amiga me contaba su última experiencia con un chico. Se habían escrito por un tiempo, habían salido juntos un par de veces. Intentó contactarlo varias veces, pero él nunca le respondió, ni siquiera con un mensaje breve en el chat.

Reflexioné sobre la violencia de ese gesto, que además venía de un hombre de más de 30 años y no de un adolescente, quien por su juventud podría, hasta cierto punto, verse “justificado” en su incapacidad para asumir ciertas responsabilidades.

Me detuve especialmente en el hecho de que abusar del término “ghosting” y normalizarlo para describir un fenómeno, casi nos hace familiarizarnos con una forma de relación abusiva y potencialmente peligrosa.

Detrás de esa palabra se oculta un comportamiento totalmente antisocial: un adulto, hombre o mujer, debería ser capaz de afrontar una conversación para terminar una relación, aunque haya durado muy poco. Y si quisiera evitar el cara a cara, al menos debería despedirse con un mensaje que comunicara claramente su intención de cerrar el vínculo.

Desaparecer en la nada equivale a negar la existencia del otro y, de pronto, abandonarlo para desrresponsabilizarse. Y esto, a fin de cuentas, es un abuso: puede causar un impacto más o menos negativo en quien lo sufre, aunque ese detalle termina por volverse irrelevante. “Ghostear” aplasta por completo los sentimientos del otro.

Cuando le pregunté a mi amiga cómo lo había tomado, respondió que se había cuestionado las causas de aquel comportamiento, pero que pronto lo había asumido.

Parecía avergonzada de mostrarse herida, como si ese pudor revelara ingenuidad. Porque también sucede que nos acostumbramos a ciertas conductas, las normalizamos, y comúnmente son las víctimas quienes se preguntan qué hicieron mal y se avergüenzan de sus propios sentimientos, no los agresores.

En los últimos años, al mismo ritmo que ha crecido la visibilidad de las relaciones tóxicas, estamos asistiendo a la expansión de lo que podríamos llamar el vocabulario de la disfuncionalidad afectiva: un signo de que los especialistas están prestando por primera vez atención a dinámicas sutiles.

Eso, de un lado, contribuye a aumentar nuestra sensibilidad colectiva, pero de otro lado introduce distorsiones en la opinión pública. Hay muchísimos neologismos que ya forman parte de nuestro día a día y cada vez se usan más —y se sobreutilizan— en conversaciones sobre relaciones. No se debe sólo porque estos comportamientos sean más frecuentes, sino porque los etiquetamos a la ligera con un término rápido para contárselo a nuestras amigas y amigos.

La palabra ghosting es un claro ejemplo. Y a veces parece que, en lugar de comprender a fondo el fenómeno y cómo erradicarlo, construimos a su alrededor un estereotipo, igual que con otros comportamientos abusivos.

Si alguien que ha interrumpido todo contacto con nosotros sigue espiándonos en redes sociales y rondando nuestra vida cotidiana, decimos que está haciendo “orbiting”. Y desde hace poco también se usa “benching” —del inglés to bench, “dejar en la banca”— para referirse a esa relación en la que la otra persona queda en un limbo, sin un compromiso claro pero sin un rechazo manifiesto.

En ambos casos uno se encuentra ante conductas que pueden inducir a la víctima a un estado de confusión y a una montaña rusa emocional por la falta de claridad y de comunicación auténtica. Tanto con el ghosting como con estas otras prácticas, ocurre lo mismo: se somete a la persona a un vaivén emocional.

Si ciertos abusos se convierten en estereotipos, corremos el riesgo de dejar de percibirlos como anomalías, potencialmente peligrosas para el equilibrio psicológico de quien los sufre. Porque, si bien poner nombre a las cosas sirve para conocerlas mejor, las palabras tienen peso y deben escogerse con cuidado.

Esta falta de cuidado nos acostumbra a patrones relacionales disfuncionales. Por un lado, perdemos la capacidad de reconocer cuando es hora de preocuparnos y alejarnos, y por otro, vivimos con miedo a las relaciones y con creciente desconfianza. Además, el ghosting y otras prácticas similares se convierten casi en “moda”; una práctica generalizada que cada vez más personas aplican sin cuestionar su propia forma de relacionarse y de romper.

Este mecanismo se transforma en un círculo vicioso que no favorece la construcción de relaciones sanas, sino que normaliza conductas que de “normales” no tienen nada, porque violan las reglas básicas de una comunicación saludable.

En lugar de ello, más allá de estas tendencias antisociales que se propagan sin freno, debemos ser capaces de asumir la responsabilidad de una relación —incluso si solo dura una noche.

Si un cierto “egoísmo” es saludable porque nos ayuda a evitar dinámicas de dependencia o simbiosis, nunca deberíamos olvidar que la relación con el otro exige un grado de escucha, de empatía y la disposición a afrontar situaciones incómodas. Entre ellas está, por ejemplo, el acto de comunicar al otro que se desea terminar la relación, en lugar de desvanecerse.

Manifestar claramente nuestras intenciones podría ahorrarle al otro los desagradables restos del llamado efecto Zeigarnik, según el cual nuestra mente tiende a volver una y otra vez —a veces de forma obsesiva— a lo que percibe como incompleto: como una relación que acaba sin explicación.

Si comportamientos como el ghosting, el orbiting o el benching son tan frecuentes, no sorprende que aumenten los índices de aislamiento y desconfianza colectiva.

En la red abundan supuestos “gurús del amor” que animan a usar estas “estrategias” para captar la atención de la pareja y generar tensión emocional. Pero es importante entender que, aunque estos trucos puedan parecer eficaces a corto plazo, no existe relación constructiva basada en artimañas psicológicas para controlar al otro.

Para crear un entorno en el que se promueva la confianza, debemos abandonar estereotipos y etiquetas y trabajar en nuestra actitud hacia el otro, fundamentada en la responsabilidad personal.

Esto implica abandonar el mal hábito —ya casi endémico— de negarle al otro un simple diálogo o un mensaje de despedida cuando decidimos cortar una relación.