París siempre se ha considerado una isla dentro de Francia: una ciudad global en un país históricamente agrícola, hogar tanto de inmigrantes como de familias de élite que han mantenido sus propriedades durante siglos.
La extrema derecha francesa tradicionalmente ha desconfiado de la capital. Los suburbios, llamados banlieues, proliferaron tras la Segunda Guerra Mundial, pero siempre estuvieron separados de la ciudad. París estaba protegida por una muralla medieval y, desde los años 70, la circunvalación Périphérique se encarga de mantener esa separación. Los parisinos rara vez se aventuran más allá de la Périphérique hacia las banlieues, en parte porque las conexiones de transporte son malas. La mayoría de los suburbios se construyeron con prisa, con muy pocas líneas de tren para su creciente población de trabajadores.
El proyecto de tránsito del “Gran París” no tiene nada que ver con los Juegos Olímpicos, salvo que éstos fijaron un plazo para la entrega de la primera fase. El proyecto tiene su origen en Nicolas Sarkozy. Cuando llegó a la presidencia en 2007, quiso reinventar París, como suelen anhelar la mayoría de los dirigentes franceses. Mientras que los desarrolladores privados dieron forma a capitales como Ciudad de México y Londres, París es la creación de siglos de planificación estatal.
Sarkozy consideró que París debía ser una metrópolis global que compitiera con sus rivales anglosajones. ¿Pero cómo? La ciudad de 2 millones de habitantes del Périphérique carecía de masa crítica. No había otra opción: los casi 10 millones de banlieusards, junto con todas las empresas, universidades e institutos de investigación de las afueras, tendrían que ser rescatados del aislamiento y debidamente conectados no solo con París, sino también entre sí.
Un siglo después de que en 1913 se redactara el primer plan para el “Gran París”, que fue casi instantáneamente suspendido por la Gran Guerra, el proyecto por fin se puso en marcha.
Sarkozy puso al frente del proyecto al ex alto funcionario y ejecutivo Christian Blanc. En octubre de 2008, Blanc le visitó en el Palacio del Elíseo para elaborar los planes. Pero había estallado la crisis financiera mundial, el teléfono de Sarkozy no paraba de sonar y no hubo ocasión de hablar. Finalmente, Sarkozy preguntó: “¿Qué haces este fin de semana?”.
Blanc se ofreció a pasar para charlar. Sarkozy le preguntó: “¿Podrías venir a China?”. Varios jefes de gobierno estaban celebrando conversaciones sobre la gestión de la crisis en Pekín. Sarkozy explicó: “En el vuelo de ida estaré monopolizado por los preparativos de la reunión, pero podemos hablar a la vuelta”. Y así, escribió Blanc más tarde, “en algún lugar sobre las estepas de Asia central, pasamos unas diez horas trabajando sobre el futuro del Grand Paris”.
Este siglo, París se ha convertido aún más en una isla de las élites. Sus beaux quartiers -los bellos barrios céntricos cercanos al río- albergan a los dirigentes del Estado, los negocios y la cultura, que casi se han desconectado del resto de Francia. El demógrafo Jérôme Fourquet cuantifica su conquista de la ciudad: la proporción de ejecutivos y trabajadores de profesiones intelectuales en la población activa de París pasó del 25% en 1982 al 46% en 2013.
La autosatisfacción de la élite francesa que aprueba exámenes la encarna Emmanuel Macron, el antiguo banquero de trajes a medida, rostro suave y dicción sobreeducada con la que da órdenes a los subordinados del país.
Desde 1789, todas las revoluciones francesas han comenzado en París. Pero los “gilets jaunes” lanzaron en 2018 una revolución contra París. Sábado tras sábado, los “chalecos amarillos” marcharon sobre la ciudad, saqueando sus tiendas de lujo y otros símbolos de la riqueza parisina. El Rassemblement National captó más tarde gran parte de esta energía antielitista.
Las encuestas pronosticaban que se convertiría en el partido mayoritario del parlamento francés, posiblemente con mayoría. Su fracaso sigue un esquema característico de Francia. Los votantes tienden a expresarse de manera radical, pero a actuar de forma conservadora. Su retórica revolucionaria suele entenderse mejor como una pose estética, una reverencia a la tradición francesa. Muchos de los que votan a partidos extremistas, o dicen que lo harán, desean en silencio que gane un graduado remilgado de la École Nationale d’Administration. Saben que eso es lo que ocurre siempre. Así podrán pasarse cinco años despotricando contra él.
Una ciudad sigue siendo casi inmune al Rassemblement National. El domingo pasado, el partido no obtuvo ningún representante en París ni en sus suburbios. La burguesía del oeste de París apoyó mayoritariamente a Macron, mientras que los barrios obreros y de moda del este votaron a partidos de izquierdas o verdes. Muchos barrios pobres que apoyaron la Comuna revolucionaria de París en 1871 votan ahora a la extrema izquierda. La RN sólo obtuvo escaños en las zonas rurales más alejadas del Gran París.
Esto se debe en parte a que es un partido anti-París. Al igual que el voto a favor del Brexit permitió a la Inglaterra provinciana vengarse del Londres rico y cosmopolita, el Rassemblement National ejerce el mismo atractivo en Francia. Se opone a la convivencia multicultural (con bolsas de segregación) que caracteriza a la mayor ciudad de la Unión Europea. El Rassemblement National describe las banlieues como infiernos «islamistas» donde los franceses de a pie (es decir, blancos) no pueden salir con seguridad. En una región de 12 millones de habitantes, siempre hay algún crimen horrible que el partido puede utilizar como «prueba».
Las banlieues sólo aparecen en las noticias por disturbios o crímenes, pero eso desmiente la monótona tranquilidad de la mayoría de estos lugares. Con el tiempo, contrariamente a la narrativa del Rassemblement National, las banlieues se han vuelto más seguras. La tasa de homicidios de la región parisina se redujo en casi tres cuartas partes entre 1994 y 2022, hasta situarse en 1,3 homicidios por cada 100.000 habitantes, aproximadamente la misma tasa que la de Londres.
Para hacerse una idea de la variedad demográfica de las banlieues, hay que seguir la ruta del tren de cercanías RER desde el aeropuerto Charles de Gaulle hasta París. Pasa por Aulnay-sous-Bois, ciudad natal de Aya Nakamura, nombre artístico de la cantante franco-maliense que podría cantar en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos, una posibilidad que ha provocado ataques racistas contra ella en las redes sociales. Dos paradas más tarde llega Drancy, donde Jordan Bardella, de 28 años y Presidente de la Rassemblement National, creció con su madre soltera. Bardella describe su educación como dura, pero en realidad su padre, empresario, le pagó colegios privados. El tren se adentra en el norte de París, pasando por el barrio natal del querido judoka francés Teddy Riner, que llegó con sus padres desde el Caribe francés. Otros héroes del deporte francés, como el futbolista Kylian Mbappé o el genio del baloncesto Victor Wembanyama, son mestizos de las banlieues: Los orígenes de Mbappé se sitúan en Camerún y Argelia, mientras que el padre de Wembanyama es de origen congoleño y su madre es francesa blanca.
El Rassemblement National parece considerar ilegítimos a los banlieusards no blancos. Planea dejar de conceder la ciudadanía automática a las personas nacidas de padres extranjeros en Francia, lo que implica que cualquiera que se haya convertido en francés de esa manera no es verdaderamente francés. Al parecer, las personas con doble nacionalidad tampoco cuentan como franceses de pleno derecho, porque el RN les prohibiría ocupar puestos “estratégicos”. Y la política de “preferencia nacional” del partido, que da a los ciudadanos franceses el primer derecho a la asistencia social y la vivienda, convierte a los no franceses en habitantes de segunda clase. El Rassemblement National parece soñar con volver a convertir en huevos la tortilla multicultural que es el Gran París.
La extrema izquierda -parte del bloque de izquierdas que ahora es el grupo más numeroso en la Assemblée Nationale- tiene sus propios problemas con París. Aborrece la ciudad de lujo que ha surgido con Macron. Uno de sus primeros actos presidenciales fue eliminar el impuesto sobre el patrimonio, lo que le valió el apodo de “presidente de los ricos”. En la actualidad, tres de las seis mayores empresas europeas por valor de mercado son grupos de lujo franceses con sede en el Gran París. El mayor de ellos, LVMH, es el principal patrocinador local de los Juegos.
La izquierda quiere subir los impuestos a los ricos en Francia, casi todos los cuales viven en París. El Brexit ha provocado una afluencia de banqueros internacionales. Ahora ni siquiera necesitan aprender francés -el centro de París se está convirtiendo en una ciudad de negocios bilingüe casi como Ámsterdam- y sus hijos pueden ir a colegios de habla inglesa. Y también restaurantes y hoteles carísimos. Esta plutocratización molesta a la extrema izquierda, a pesar de que cerca de una cuarta parte de los parisinos viven en viviendas sociales, casi el doble que a principios de siglo. La alcaldesa socialista de París, Anne Hidalgo, pretende aumentar aún más esa proporción.
Ahora, al estrés político de París se suma el estrés olímpico. Carteles de servicio público en el metro advierten a los viajeros que “se preparen para los Juegos” como si fueran una especie de epidemia. Los parisinos buscan obsesivamente en Google las carreteras que estarán cerradas. Los habitantes de las inmediaciones del Sena temen verse sometidos a un encierro al estilo del Muro de Berlín durante los días próximos a la ceremonia, sin poder recibir visitas ni ir al supermercado sin pases especiales. El propio Sena está pensado para acoger las pruebas de natación al aire libre, pero puede que no esté lo bastante limpio. Y la ciudad más densa de Europa debe acoger de alguna manera a millones de visitantes olímpicos.
Gran parte de París ya está bloqueada, lo que crea atascos épicos. Todo el mundo se preocupa por el terrorismo, el trauma moderno de la ciudad. La ceremonia de inauguración, a orillas del río que atraviesa el centro de París, con todo el mundo mirando, es el objetivo terrorista más obvio que se pueda imaginar. ¿Se pueden derrumbar por la noche los balcones de Haussmann bajo el peso de los espectadores?
¿Dónde está la alegría en todo esto? “La alegría llegará”, promete el vicealcalde Emmanuel Grégoire. Pero no se puede animar a los parisinos diciéndoles que los Juegos Olímpicos harán de su ciudad el centro del mundo. París ya se cree el centro del mundo. Esto no es Barcelona, Atlanta o Atenas. París no necesita los Juegos.
Sin embargo, podría decirse que las banlieues sí. Los Juegos Olímpicos de París se entienden mejor como Juegos Suburbanos. Su epicentro está a unos minutos al norte de la ciudad, en Seine-Saint-Denis, punto de llegada de muchos inmigrantes de origen africano. Es el departamento más pobre de la Francia metropolitana, donde la izquierda ocupa los 12 escaños parlamentarios. Aquí se encuentra el Stade de France, el estadio olímpico y, al otro lado de una pasarela, el nuevo Centro Acuático. A unos cientos de metros, la Villa Olímpica y la flamante estación de metro que, de aquí a 2030, se convertirá en el principal nudo de comunicaciones de la región: Saint-Denis-Pleyel.
El 24 de junio, Macron inauguró la ampliación de la línea 14 de metro, que ahora va desde el aeropuerto de Orly, al sur de la ciudad, hasta el barrio olímpico. Los habitantes de los alrededores de Pleyel se encuentran ahora a 15 minutos del centro de París. Las nuevas estaciones son las primeras de un total de 68 -todas en los suburbios- que se inaugurarán a principios de la década de 2030. Los nuevos trenes de metro sin conductor conectarán las banlieues entre sí, sin pasar por París.
El proyecto pretende dotar a París de múltiples centros, en lugar de uno solo. Una vez que la mayoría de los habitantes de las afueras ya no necesiten el coche, la ciudad podrá suprimir por fin el Périph. Se prevé que la carretera de circunvalación pierda varios de sus carriles y se convierta en un bulevar urbano, bordeado de árboles y (en el toque parisino por excelencia) cafés.
El proyecto del Grand Paris Express cuesta actualmente unos 42.000 millones de euros. Las autoridades del Gran París esperan construir tantas viviendas en las nuevas estaciones y en torno a ellas -los núcleos de los futuros barrios- que no suban los precios de la vivienda en la región. El Estado francés, con sus poderes casi chinos, tiene un mejor historial de construcción de infraestructuras que muchos de sus pares europeos.
La arquitectura de las banlieues ha mejorado. Las autoridades han dinamitado algunos monstruosos bloques de pisos de los años sesenta (aunque muchos antiguos residentes quedaron desolados al perder sus felices recuerdos familiares).
Dominique Perrault, urbanista jefe de la Villa Olímpica, es tan parisino que lleva una bufanda perfectamente enrollada incluso en pleno verano. Cree que la transformación que se avecina gracias al transporte superará a la de Haussmann. “Haussmann convirtió una pequeña ciudad en una gran ciudad. Pronto tendremos un mapa mental completamente nuevo de la ciudad”.
A la pregunta de si, algún día, los habitantes de Seine-Saint-Denis dirán que viven “en París”. “No”, responde Perrault, “creo que dirán “Gran París”. La referencia de París [la ciudad dentro del Périphérique] es Haussmann”. La mayoría de los parisinos sólo esperan que las Olimpiadas transcurran sin desastres; quizá esta época parisina, en retrospectiva, se parezca a la de Haussmann. Casi todas las noticias de su época han caído en el olvido. Lo que sobrevive es la ciudad que creó.