En 2020, la Real Academia Española incorporó el término “cringe” a su lista de anglicismos, tanto como adjetivo (“vergonzante; referido a escenas y comportamientos ajenos que provocan bochorno e incomodidad en quien las observa”) como sustantivo (“la propia sensación de vergüenza”).
Aunque es una palabra antigua en inglés, hacia 2015 adquirió un significado cultural más profundo, difundida sobre todo en Internet con recopilaciones de vídeos bajo el título “Try not to cringe” (“intenta no cringear”), que mostraban a personas en situaciones muy embarazosas.
Desde hacía años ya se hablaba de la “cringe comedy”, es decir, de películas o series de TV cuya comicidad se basa en generar incomodidad en el espectador —como ocurre, por ejemplo, en The Office—, pero en los últimos tiempos esta categoría se ha convertido en una suerte de encarnación omnipresente del Zeitgeist.
Según algunos estudiosos, desde el punto de vista psicológico el éxito del cringe radica en que permite expresar la hostilidad hacia un individuo o grupo sin sufrir sanción social.
Más que con el sentimiento de vergüenza, el cringe parece vinculado al asco; pero dado que la vergüenza es mucho más “aceptable” socialmente que el asco, calificar algo o a alguien de “cringe” resulta menos arriesgado que declarar abiertamente que lo odias.
Además, el cringe no es una emoción en sí, sino que tiene una dimensión crítica y performativa: al contrario de la humillación, que suele ser sufrida, y de la vergüenza, que se interioriza, el cringe se produce en el instante en que alguien lo enuncia.
A comienzos de año, el músico y humorista Kyle Gordon publicó el sencillo “We Will Never Die”, una parodia de los “himnos” festivos de los años diez, caracterizados por ritmos alegres, palmas y exclamaciones de “¡Hey!”.
En el vídeo, rodado como un flashmob en el espacio diáfano de una empresa tecnológica, Gordon luce un sombrero Fedora, símbolo de la moda hipster. La canción se volvió viral en TikTok, pero pocos captaron que era una parodia: pese a que Gordon ha publicado diversas piezas satíricas sobre otros géneros musicales, gran parte del público de la Generación Z creyó que “We Will Never Die” no solo era auténtica, sino el epítome del cringe.
Las reacciones fueron tan intensas que el comediante se convirtió en un personaje aborrecido, encajando con un timing perfecto en la última tendencia de las redes: odiar a los Millennials.
La rivalidad generacional no es nueva, pero nunca antes hubo un antagonismo tan marcado entre cohortes tan próximas. Además, hasta ahora siempre había seguido el patrón de jóvenes innovadores frente a viejos reaccionarios; hoy, sin embargo, la situación parece invertida.
La Generación Z, de hecho, presenta un perfil sorprendentemente conservador, incluso puritano, no solo en Estados Unidos. Un estudio reciente sobre los valores de esta generación en Italia mostró que, en general, es menos proclive al riesgo y más afín a la estabilidad.
Algunos críticos han empezado a hablar de “puriteen”, pues estas conductas se dan especialmente entre adolescentes, y afectan no solo a sus preferencias políticas (sobre todo en chicos), sino, de manera más global, a su visión del mundo: la Z hace poco sexo, idealiza los “valores tradicionales”, ya no sale a bailar, está obsesionada con la salud y la estética “clean”.
Esta tendencia también influye en sus relaciones: tanto la investigación de ActionAid “Los jóvenes y la violencia entre iguales” sobre adolescentes italianos como el estudio de Save The Children “Las chicas están bien” evidenciaron una visión mucho más rígida de los roles de género en las relaciones románticas de lo esperable.
Incluso el humor de la Generación Z, que a ojos de los adultos parece críptico o incompresible, es en realidad muy conformista: quizá los primeros memes de “Italian brain rot” en Internet fueron disruptivos, pero a la milésima vez que alguien comparte a “Ballerina Cappuccina”, resulta tan revolucionario como un sketch de Paperissima.
Este nuevo conservadurismo no tiene una única causa. Para algunos, es una reacción normal ante la hipersexualización de Internet, que habría engendrado una generación de moralistas. Otros lo atribuyen a un supuesto “exceso woke”.
Para otros, simplemente son secuelas del trauma del confinamiento en años clave para el desarrollo social. Pero tampoco podemos olvidar que esta generación creció bajo la constante sobreexposición en redes, interiorizando que su valor personal depende de la imagen pública e imborrable que dejan en Internet.
Y quizá el miedo a ser etiquetados de cringe por la vigilancia —externa y autoimpuesta— de las redes haya alimentado su conformismo. La adolescencia es, de suyo, una etapa embarazosa; hoy, sin embargo, esa vergüenza ya no puede borrarse.
Cuando la autenticidad se vuelve riesgosa, el estilo personal se tacha de “cheugy” (de mal gusto) y cualquier idea “delulu” (de “delusional”, delirante), desplazarse libremente por lo digital se vuelve muy difícil.
La socióloga Caroline Brody define el “cringe content” como un dispositivo de control: al principio, los vídeos virales mostraban a gente grabada sin consentimiento haciendo cosas extrañas o francamente bochornosas en espacios públicos.
Brody afirma que el cringe content “no solo humilla a quienes han violado una norma social, sino que también moldea la auto-percepción del espectador. Al subir, compartir o dar ‘me gusta’ a un vídeo, uno se distancia del comportamiento mostrado. Es una forma de condenar e interiorizar simultáneamente lo que es apropiado y lo que no”.
Pero luego el cringe content cambió: empezó a apuntar a usuarios comunes y los límites entre vigilantes y vigilados se difuminaron. Cualquier contenido en línea, incluso subido voluntariamente, puede ser considerado cringe.
Así, el juicio pasó de los actos al ser mismo de la persona. Los Millennials, que llegaron a Internet en la adolescencia o al entrar en la adultez, fueron la primera generación en construir su identidad mediante la exhibición de su estética y sus consumos culturales en el espacio digital.
Por eso resultan tan cringe a la Generación Z, que no puede ni ver Sex and the City ni escuchar a Eminem sin sentir bochorno. Y aunque alguno experimente nostalgia por aquella supuesta edad de oro de la web —romantizada e idealizada—, prevalece la incomodidad ante las muestras de júbilo, felicidad y espontaneidad de aquella época.
La “positividad tóxica” fue sin duda un problema de la cultura Millennial, y no es casualidad que Kyle Gordon se burle de ella, pero resulta curioso que pocos pensaran que una canción cuyo estribillo reza “Nunca moriremos, ninguno de los que conozco morirá, tu mamá y tu papá nunca morirán” pudiera ser irónica.
Brody sostiene que el blanco del cringe es la libertad, o más bien, cierto tipo de libertad. En el Post-scriptum sobre las sociedades de control, Gilles Deleuze ya escribió en 1992 que la libertad requiere movilidad y mutación constantes para imponerse; vivimos una libertad cuyos límites, sin embargo, dictan sistemas de control: contraseñas, códigos QR, publicidad segmentada, burocracia digital, etc. Al publicar nuestros reels en las praderas infinitas de las redes sentimos poseer esa libertad, sin darnos cuenta de que nos internamos cada vez más en el mecanismo de vigilancia, tanto como vigilados como vigilantes.
No solo seremos “juzgados”, sino que nuestros momentos más cringe quedarán grabados para siempre en la piedra de los metadatos de Internet. Los Millennials lo han sufrido en carne propia y la Generación Z no piensa correr ese riesgo. A costa, eso sí, de limitar enormemente su libertad de expresión.
El impacto político de este cambio de sensibilidad puede ser enorme, como vimos en las últimas elecciones de Estados Unidos, donde el puritanismo cultural de las nuevas generaciones se tradujo en preferencia por Donald Trump, o en las de Alemania, donde los nuevos votantes respaldaron principalmente a partidos conservadores e, incluso, de extrema derecha.
Por ahora el fenómeno se da casi exclusivamente en hombres jóvenes, pero las cifras son preocupantes: el 62 % de los chicos de la Generación Z desearía que en su país todo volviera “a como era antes”.
En Brasil, el 47 % de los jóvenes varones piensa que el lugar de una mujer está en casa; entre los baby boomers ese porcentaje es del 33 %. El riesgo es que incluso quienes no abrazan posturas abiertamente conservadoras acaben menos dispuestos a involucrarse, reduciendo así la construcción de narrativas alternativas.
Esta retirada del debate, sin embargo, también puede traer efectos positivos: la Generación Z comienza a experimentar rechazo hacia las pantallas, la sobreexposición en redes y a sentir nostalgia por la conexión real.
Para usar un meme, quieren volver a “tocar el césped”. Y quizá, lejos de los debates polarizados e infructuosos de Internet, redescubran una dimensión comunitaria donde el cringe deje de ser un espantajo y se convierta en esa libertad tan denostada por la sociedad del control.