Cuando en las parejas y jóvenes familias se enfrenta a la vieja pregunta de “quién lava los platos en casa” o “quién cambia los pañales”, si el hombre admite que se encarga de estas tareas domésticas, hay una profusión de halagos y felicitaciones, porque en el pensamiento más común son tareas que no le corresponden, por lo que encontrar una pareja que se preocupe por las condiciones higiénicas en la base de la vida en común parece como ganar la lotería.
No hace falta decir que las dinámicas de cada pareja son diferentes, al igual que las personas: hay quien encuentra satisfacción en la limpieza y el orden, quien prefiere hacer el Camino de Santiago de rodillas antes que cocinar algo que no sean quesadillas, y quien cree que el trabajo doméstico y de cuidados debe estar repartido de forma equitativa y organizado con horarios de turnos incuestionables.
Sin embargo, en la mayoría de los casos son las mujeres las que tienen que ocuparse de las tareas domésticas y del cuidado de los niños y los ancianos. Según los últimos datos de la OCDE, los hombres trabajan una media de 41 horas semanales, mientras que las mujeres 34. Pero si añadimos a estos datos el trabajo no remunerado, como el doméstico, el escenario se invierte: las mujeres trabajan 64 horas semanales frente a las 53 de los hombres. Esto se debe a que, por término medio, las mujeres dedican unas 26 horas semanales al trabajo doméstico y de cuidados, frente a las 9 de los hombres. Según la Organización Internacional del Trabajo, el trabajo que las mujeres realizan a diario de forma gratuita representa el 76,2% de todo el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado. A escala mundial esto se traduce en 11 billones de dólares no pagados, mientras que en Italia el trabajo doméstico de las mujeres supone entre el 4 y el 5% del PIB.
Estas cifras son especialmente significativas en el ámbito del cuidado de los niños, cuyo 65% se confía a las mujeres, como señala Darcy Lockman en el New York Times. Si seguimos a este ritmo, pasarán 75 años antes de que la carga de trabajo se distribuya equitativamente en la pareja. Todo esto ocurre a pesar de la aparición de lo que los sociólogos llaman “cultura de la paternidad”: a medida que la sociedad ha ido evolucionando, se ha impuesto un nuevo modelo de paternidad, alejado del autoritario y estricto sustentador que mantenía una relación distante y jerárquica con sus hijos. Los padres modernos son interesados, afectuosos y se implican, juegan con sus hijos y se preocupan activamente por su educación. Aparte de los varios Diego Fusaro que consideran que un hombre cambiando pañales es el “suicidio ridículo de Occidente”, y que ni siquiera vale la pena hablar de ello, parece que últimamente muchos hombres se han dado cuenta de que ser padre y cuidar de los hijos es hermoso y satisfactorio, lo que ha dado lugar a un florecimiento de libros, películas y artículos de prensa sobre las alegrías de la paternidad. Está la campaña social #IoCambio para fomentar la presencia de cambiadores en los baños de hombres, que tanto ha horrorizado al turbo-filósofo, y diversos movimientos y asociaciones de padres de ‘nuevo concepto’. Todo esto es muy positivo, pero esta conciencia colectiva aún no se traduce en un verdadero cambio de mentalidad.
En general, los sociólogos han observado que la imagen de la paternidad en los medios de comunicación ha ido en una dirección, la del “nuevo padre” presente y afectuoso, pero en realidad los hombres son muy reacios a aceptar este nuevo modelo. Lo que llama la atención es que no son los padres conservadores y tradicionalistas los que más se resisten a un reparto más equitativo del trabajo de cuidados, sino los más progresistas, como demuestra un amplio estudio realizado por Michele Adams y Scott Coltrane publicado en Gender and Families. Según los dos autores, esto ocurre por una razón muy sencilla: el interés.
Es bien sabido que existen enormes disparidades entre hombres y mujeres en el mundo laboral. No sólo en términos de salario, sino también y sobre todo en la forma en que las mujeres viven su vida profesional en comparación con los hombres: trabajan menos, tienen contratos más precarios, están empleadas en trabajos menos prestigiosos y luchan por alcanzar los puestos más altos. Cuando una pareja decide entonces traer un hijo al mundo, las cosas se complican aún más: las graves carencias de la asistencia social italiana llevan a menudo a las mujeres a elegir la familia en lugar de la carrera, reforzando así un escenario conocido. Los maridos se van a trabajar, las mujeres se ocupan de la casa y de los niños sin cobrar. Cuando los padres llegan a casa, pueden incluso comprometerse a cambiar algunos pañales, pero la mayor parte del trabajo de cuidado sigue siendo responsabilidad de la madre. Incluso si la mujer no abandona su carrera, la situación cambia poco, estadísticamente hablando.
Esto, según Darcy Lockman, ocurre porque los hombres son educados desde la infancia con la idea de que el trabajo y la carrera son lo más importante. Por eso dedicarán los primeros treinta años de su vida a una profesión satisfactoria. Sólo más tarde, si tienen una esposa o pareja y deciden tener una familia, un hijo será un añadido a su realización personal. Puede que se relacionen con el niño de forma afectuosa, responsable y con la mejor de las intenciones, pero sin embargo relegarán gran parte del trabajo de cuidado real (alimentación, cuidado de la higiene, limpieza del entorno, educación) a la madre. Y esto se aplica a todo el mundo, incluso a los hombres más progresistas o sensibles al género. Para una mujer, en cambio, tener un hijo significa renunciar a algo o tomar decisiones y buscar un equilibrio entre los distintos aspectos de su vida. También será educada para comprometerse con su trabajo, pero también con el “deber” de ser madre. Si no quiere o no puede ser madre, todo el mundo le preguntará por qué, o la señalará como egoísta y orientada a su carrera (cosa que no ocurre con los hombres que deciden no tener hijos). Si elige la carrera, será juzgada como una madre ausente o irresponsable. Si elige a la familia, será acusada de ser una fracasada.
La desigualdad en la carga del trabajo de cuidados se explica por estas razones culturales, pero también por ciertas cuestiones logísticas que impiden a los padres participar activamente en la vida familiar. Baste pensar en el problema del permiso de paternidad, una medida que en Italia corresponde a sólo cinco días que deben pasarse dentro de los cinco primeros meses de vida del niño, lo que deja como única alternativa el permiso parental opcional, para el que, sin embargo, hay un recorte salarial del 70%. Como en la mayoría de los casos es el hombre el que gana más, la baja sólo se solicita en el 6% de los casos, lo que obliga a la mujer a dejar de trabajar, aunque sea temporalmente.
Pero no es sólo una cuestión de género. Un amplio estudio sobre el reparto de las tareas domésticas en las parejas del mismo sexo reveló que, si bien las tareas del hogar (limpieza, lavandería, cocina) se reparten por igual entre los dos miembros de la pareja, cuando se trata de la crianza de los hijos la carga de trabajo recae en el miembro de la pareja que gana menos. Toda la estructura del bienestar se basa en una idea de la familia nuclear, de un solo ingreso, que hace tiempo ha quedado obsoleta. Tal vez lo que debe cambiar no es sólo la sensibilidad de los padres individuales que tienen que asumir más responsabilidades, sino también, a un nivel más profundo, toda la institución familiar y la forma en que se concilia con el trabajo. Se podría pensar, por ejemplo, en una idea de familia en la que los niños sean educados no sólo por sus padres, sino por toda la comunidad en la que viven, de modo que nadie se sienta obligado a renunciar a nada, ya sea a una carrera o a pasar tiempo con sus hijos. Otra solución es la reducción de la jornada laboral, que -según los resultados de un experimento realizado en Suecia con una jornada de seis horas en lugar de ocho- mejora mucho la calidad de vida. De este modo, todos tendrían tiempo para ocuparse de sus familias, sin tener que sacrificar sus carreras.
Los estudios demuestran que las mujeres heterosexuales que tienen la mayor carga de trabajo doméstico y de cuidados sobre ellas son las más infelices. Pero también demuestran que no es un reparto del trabajo al 50% entre las dos partes lo que garantiza una mayor tranquilidad para la familia, sino una distribución que tenga en cuenta la voluntad, la disponibilidad y las capacidades de ambos. Nadie, hombre o mujer, quiere trabajar 64 horas a la semana. Por eso es necesario que la sociedad se replantee su forma de entender la familia y la paternidad, abriéndose a una nueva idea de comunidad y ofreciendo herramientas concretas para conciliar la vida y el trabajo para todos y no sólo para las mujeres, sino también para que los individuos estén dispuestos a cuestionarse para que los padres, no perfectos, pero al menos útiles, no sigan existiendo sólo en los libros de autoayuda.