¿Qué hace realmente la DEA en México?

La DEA es una agencia del Departamento de Justicia de los Estados Unidos encargada de investigar delitos de orden federal relacionados con la producción, transporte y consumo de drogas. Su personal es de unos 10 000 funcionarios, de los cuales más o menos la mitad (4 924) son agentes antinarcóticos. A pesar de concentrar casi todos sus recursos en acciones policiacas en Estados Unidos, la DEA mantiene unos 500 agentes antinarcóticos distribuidos en 91 oficinas en 68 países. Ninguna otra agencia civil estadunidense, con la posible excepción de la CIA, asigna tantos recursos humanos y económicos a tareas no domésticas. 

En México, la DEA mantiene oficinas en Tijuana, Ciudad Juárez, Nogales, Hermosillo, Monterrey, Matamoros, Mazatlán, Guadalajara, Mérida y Ciudad de México. La mayoría de estas oficinas, normalmente establecidas en los consulados estadunidenses, se fundaron en la década de los años setenta y continúan activas.

La respuesta a la pregunta por la cantidad de agentes de la DEA que trabajan en México no es obvia. Tenemos que hacer una distinción, por un lado, entre agentes de la DEA que operan permanentemente en México y que están asignados a alguna de las citadas oficinas en México, y, por otro lado, a los agentes que, como parte de alguna de las más de doscientas oficinas que la DEA tiene en Estados Unidos trabajan sobre casos que involucran organizaciones de tráfico de drogas mexicanas y que, como parte de sus investigaciones, viajan temporalmente a México.

Los primeros están (en principio) acreditados ante la Secretaría de Relaciones Exteriores y mantienen contacto formal e institucional con agencias policiacas y de inteligencia en México. El acuerdo en papel —históricamente incumplido— indica que los agentes no deben estar armados y deben informar al gobierno mexicano sobre sus acciones, contactos y movimientos. El número apenas supera la media centena. Estos agentes realizan operaciones encubiertas, las famosas buy and bust (compras simuladas de droga para recabar evidencia); cultivan y pagan informantes (que pueden ser expolicías, traficantes de drogas, inspectores de aduanas etc.); intervienen teléfonos; redactan reportes dirigidos a sus jefes en Washington; y establecen relaciones que pretenden ser duraderas con policías y burócratas mexicanos. 

Los segundos son más escurridizos; su presencia es temporal —quizás algunas semanas, pero nunca más de un par de meses— y de esta no siempre tienen notificación las autoridades mexicanas. Así, por ejemplo, la oficina de la DEA en Phoenix desarrolló durante varios años una investigación independiente sobre transportistas y vendedores de droga asociados a la Organización de Sinaloa. Aunque el punto de venta final de la red era Arizona, los agentes de Phoenix viajaron a México varias veces para entrevistar informantes, intervenir teléfonos y realizar operaciones encubiertas. Es imposible determinar, incluso para el gobierno de Estados Unidos, el flujo de agentes que van y vienen de un lado a otro de la frontera. Por lo general, estos agentes no comparten con ninguna autoridad mexicana la información recabada en sus investigaciones. 

En México, como en casi todos los países en los que trabajan, el mayor reto de los agentes de la DEA es el de encontrar socios confiables con los que cuales trabajar. Se trata de un problema histórico y que se ha intentado solventar sin mucho éxito. En las décadas de los años setenta, ochenta y noventa, el principal contacto de la DEA era la Policía Judicial Federal (PJF). Harta de la corrupción en esa corporación y de las fugas de información que ocurrían constantemente, en 1996 la DEA creó el programa de Unidades de Investigación Sensibles (SIU). El programa tenía el objetivo de crear fuerzas operativas locales entrenadas a partir de las prácticas, técnicas y estrategias favoritas de la DEA y, de esta manera, evitar filtraciones a grupos criminales. Además de México, el programa estuvo dirigido a otros tres países: Bolivia, Colombia y Perú.

Con la anuencia del gobierno de Zedillo, en 1996 se constituyó la primera SIU en México. Todos sus miembros fueron entrenados por la DEA y pasaron por un proceso de escrutinio y veto que, en principio, debería haber garantizado fiabilidad y confianza. Desde entonces se crearon grupos en varias corporaciones: la antigua Unidad Especializada en Delincuencia Organizada (UEDO) de la Fiscalía Especializada para Delitos contra la Salud (FEADS), en la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SIEDO, después SEIDO), en la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) y finalmente en la División Antidrogas de la Policía Federal. 

Invariablemente las SIU fueron corrompidas. Muchos de los mandos y contactos operativos que habían pasado por todos los controles de confianza imaginables y que forjaron relaciones de amistad y complicidad con agentes de la DEA fueron asesinados o están presos en los Estados Unidos acusados de tráfico de drogas. A raíz de ese fracaso, la DEA recurrió a una estrategia alterna que ha traído mejores resultados: cultivar una relación de trabajo fértil con la Marina mexicana. En yuxtaposición a las fuerzas civiles y al Ejército, a la Marina se le percibía (y percibe todavía hoy) como confiable, eficaz y menos corrupta. Esta colaboración que llevó, entre otras cosas, a la detención de Joaquín Guzman Loera en 2014, comenzó en el sexenio de Felipe Calderón y se afianzó durante el periodo de gobierno de Enrique Peña Nieto. 

Los años del gobierno de Felipe Calderón fueron especialmente fértiles para la presencia de la DEA en México. Como nunca, la DEA tuvo injerencia en la forma en que el gobierno determinó su política de drogas. La agencia fue una de las principales promotoras del “notable compromiso” de Felipe Calderón en su estrategia contra el crimen organizado. Durante su periodo, bajo el paraguas de Iniciativa Mérida, se crearon dos “Oficinas Binacionales de Inteligencia” o “Centros de Fusión” en Ciudad de México y Monterrey. Desde ahí, funcionarios de la DEA y otras agencias estadunidenses trabajaron en tareas de inteligencia con autoridades mexicanas. Además, se permitió la presencia extendida de agentes antinarcóticos en México, el vuelo de drones en cielos mexicanos y la facultad informal de la DEA para vetar perfiles de funcionarios en cargos importantes.

Ya en el sexenio de Enrique Peña Nieto algunos oficiales de inteligencia de la DEA fueron expulsados de los “Centros de Fusión” y se abolieron las pruebas de polígrafo impuestas por parte de la agencia norteamericana a mandos altos y medios mexicanos (adicionales a los controles internos). La Secretaría de Gobernación, por su parte, buscó asumir el control de toda la relación de seguridad entre ambos países. Todo esto, en el marco de una política más general que buscó disminuir el enfoque predominante en seguridad de la política exterior mexicana.  Sin embargo, el cambio de estrategia nada cambió en lo fundamental: México continuó librando su propia lucha contra el tráfico de drogas bajo los términos y paradigmas deseados por la DEA. 

Durante los primeros años del gobierno del presidente López Obrador se ha reducido aún más la colaboración entre mexicanos y estadunidenses. Aunque en el papel la DEA ha trabajado de la mano con la Agencia de Investigación Criminal, la Policía Federal Ministerial y la Guardia Nacional, lo cierto es que los funcionarios estadunidenses reconocen que la relación está inserta en un ambiente de desconfianza, misma que se agravó tras el fallido operativo de captura de Ovidio Guzmán en octubre de 2019. Prueba del estado actual de la relación es la testimonial participación de autoridades mexicanas en el proyecto más ambicioso de la DEA por mermar la capacidad operativa del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) en Estados Unidos y que ha llevado a más de setecientos arrestos y a la confiscación de 15,000 kilos de metanfetamina —la llamada Operación Pyhton. 

La detención del general Cienfuegos en Estados Unidos debe leerse en este contexto de desconfianza y molestia por parte de la DEA por el desinterés del gobierno de México en permitir una influencia extendida de la agencia en la forma en que se piensa, ejecuta y evalúa la política antinarcóticos en México. Es previsible que la detención de Cienfuegos, inédita por el personaje en cuestión y por su agresivo unilateralismo, tendrá consecuencias significativas a corto y mediano plazo. 

A corto plazo la DEA gana una detención que complace a los congresistas y políticos conservadores que le exigen confiscaciones y detenciones a cambio de recursos y mayor presupuesto; a largo plazo, sin embargo, la detención de Cienfuegos es un tiro en el pie y daña los fundamentos de la relación bilateral. ¿Qué mando mexicano querrá colaborar con la DEA cuando sabe que su teléfono podría estar intervenido? ¿Puede darse algún grado de cooperación en un ambiente de desconfianza estructural?

La DEA quemó un cartucho que, en la persecución de un golpe efectista, mermará gravemente las posibilidades de cooperación bilateral en el futuro. Las primeras señales son visibles. El presidente López Obrador llamó a examinar el papel histórico de la DEA en México y el canciller anunció un proceso de “revisión” de la relación con la agencia.

La detención de Cienfuegos será, como lo fue el asesinato del agente Enrique Camarena en 1985, un punto de inflexión en la relación entre la DEA y el gobierno mexicano. Esperamos que esta vez, a diferencia de lo que sucedido hace 35 años, el desenlace traiga en México un proceso de reflexión que aleje al país del Régimen de Prohibición promovido por la DEA y que es, en última instancia, el principal responsable de la expansión de dinámicas violentas, corrupción extendida y socavación del estado de derecho. Si el presidente quiere impulsar verdaderamente un proceso de pacificación nacional, tal como ha prometido, el primero paso es alejarse de las métricas, prácticas y objetivos de la DEA. El momento es inmejorable.