La mayoría de las historias sobre la pandemia de gripe de 1918, que cobró la vida de al menos 50 millones de personas en todo el mundo, dicen que concluyó en el verano de 1919, cuando la tercera ola de este contagio de las vías respiratorias amainó por fin.
Pero el virus siguió causando la muerte de más personas. Una variante aparecida en 1920 fue tan letal que debería haberse considerado una cuarta oleada. En algunas ciudades, entre ellas Detroit, Milwaukee, Mineápolis y Kansas City, Misuri, hubo más muertes incluso que en la segunda ola, la responsable de la mayoría de las muertes de la pandemia en Estados Unidos. Esto ocurrió a pesar de que la población estadounidense tenía suficiente inmunidad natural contra el virus de la gripe luego de dos años de varias olas de infecciones y después de que la letalidad viral de la tercera ola había disminuido.
Casi todas las ciudades de Estados Unidos impusieron restricciones durante la segunda oleada virulenta de la pandemia, que llegó a su punto más álgido en el otoño de 1918. Ese invierno, algunas ciudades volvieron a aplicar controles cuando estalló una tercera oleada, aunque era menos mortífera. Sin embargo, en casi ninguna ciudad hubo una respuesta en 1920. La gente estaba cansada de la gripe, al igual que las autoridades. En los periódicos abundaban noticias aterradoras sobre el virus, pero a nadie le importaba. La gente de esa época ignoró la cuarta ola, y los historiadores hicieron lo mismo. El virus mutó y se convirtió en la gripe ordinaria de temporada en 1921, pero el mundo ya había pasado página desde mucho antes.
No debemos repetir ese error.
Es cierto que justo en este momento tenemos muchos motivos para estar optimistas. Para empezar, el número de casos de ómicron va a la baja en algunas partes. En segundo lugar, pronto casi toda la población en Estados Unidos habrá estado infectada o habrá sido vacunada, por lo que su sistema inmunitario estará fortalecido para combatir al virus tal como lo conocemos ahora. En tercer lugar, aunque la variante ómicron es muy hábil para infectar el tracto respiratorio superior —razón por la cual es tan transmisible— parece menos hábil que variantes previas para infectar los pulmones, por lo que es menos virulenta. Es muy posible y quizás incluso probable que, enfrentado con una mejor respuesta inmune, el virus siga perdiendo su capacidad de causar la muerte; de hecho, existe una teoría que sostiene que el causante de la pandemia de gripe de 1889-92 en realidad fue un coronavirus llamado OC43, que estos días provoca el resfriado común.
Todo esto hace que la imprudencia, la indiferencia y el agotamiento, después de dos años de batallar contra el virus —y entre nosotros—, son un peligro.
Las señales de este agotamiento —o esperanza insensata— se observan por todas partes. Aunque en Estados Unidos más del 70 por ciento de la población adulta ya tiene las dosis necesarias de la vacuna, las campañas de vacunación se han estancado y hasta finales de enero solo el 44 por ciento había recibido el refuerzo, que da protección vital para no enfermar de gravedad. A pesar de que la mayoría de nosotros, en especial los padres de familia, queremos que las escuelas sigan abiertas, los padres solo han vacunado a alrededor del 20 por ciento de los niños de 5 a 11 años. Como sucedió en 1920, la gente está cansada de tomar precauciones.
Esta actitud le cede el control al virus. Así, aunque la variante ómicron parece ser menos virulenta, el promedio de muertes diarias por COVID-19 en la última semana de enero en Estados Unidos se ubicaba por encima de las cifras más elevadas registradas para la variante delta a finales de septiembre.
Peor aún, es posible que el virus no haya terminado con nosotros. Aunque es razonable pensar que las variantes futuras serán menos peligrosas, las mutaciones son aleatorias. Solo sabemos con certeza que las variantes futuras, para tener éxito, buscarán la manera de evadir la protección del sistema inmunitario, por lo que podrían ser más peligrosas.
Eso sucedió no solo en 1920 con el último aliento del virus de 1918, sino también en las pandemias de gripe de 1957, 1968 y 2009. En 1960 en Estados Unidos, cuando gran parte de la población ya estaba protegida por haberse infectado y recibido una vacuna, una variante causó que las cifras más altas de muertes superaran los niveles de la pandemia de 1957 y 1958. Durante el brote de 1968, una variante causó más muertes en Europa el segundo año, aunque, también en este caso, ya había una vacuna y muchas personas se habían infectado.
Durante la pandemia de 2009, también surgieron variantes que causaron infecciones posvacunación; un estudio en el Reino Unido reveló una “mayor carga de enfermedades graves en el año posterior a la pandemia”, pero “mucho menor interés del público en la gripe”. Los investigadores responsabilizaron al enfoque del gobierno de esa actitud. En el primer año, la respuesta del sistema de salud pública fue “muy asertiva”, en especial en lo referente a brindar información; no hubo confinamientos. En el segundo año, según descubrieron, “el enfoque fue de relajamiento”. Como resultado, “hubo un gran número de muertes, pacientes en terapia intensiva y admisiones hospitalarias, y en muchos casos los pacientes eran personas sin ningún otro problema de salud y de edad laboral”.
Estos precedentes deberían instarnos a actuar con cautela. Las vacunas, el nuevo fármaco antiviral Paxlovid y otros más podrían ponerle fin a la pandemia en cuanto miles de millones de dosis estén disponibles en todo el mundo y si el virus no desarrolla resistencia a ellos. Por desgracia, el fin no está en el futuro próximo. El futuro inmediato todavía depende del virus y de la forma en que utilicemos nuestro arsenal actual: vacunas, cubrebocas, ventilación, el fármaco antiviral remdesivir, esteroides y el único tratamiento monoclonal que todavía funciona contra la variante ómicron, además del distanciamiento social y evitar las muchedumbres.
Como sociedad, la mayoría ha decidido ignorar las medidas de salud pública incluidas en esta lista. Como individuos, todavía podemos actuar.