“Estoy convencido de que toda política económica debe realizarse con base en evidencia […] y libre de todo extremismo, sea éste de derecha o izquierda. Sin embargo, durante mi gestión las convicciones anteriores no encontraron eco”. Esas fueron las palabras de Carlos Urzúa en su carta de renuncia a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), el 9 de julio de 2019.
Es una declaración muy importante para entender cómo funciona el gobierno presidido por Andrés Manuel López Obrador, porque la escribió la persona que en ese momento tenía más y mejor información sobre la situación de la política fiscal mexicana, es decir, sobre los ingresos y gastos del sector público nacional.
Un secretario de Hacienda debe “proponer, dirigir y controlar” la política financiera y fiscal del gobierno federal. Se debe hacer cargo de que los ingresos, el gasto y la deuda se manejen correctamente para que la población reciba los bienes y servicios públicos en aspectos fundamentales, como la salud, la educación, la seguridad; también se encarga de que las personas los reciban en un ambiente estable, de crecimiento económico sustentable, confianza y transparencia.
La Secretaría de Hacienda tiene que hacer que los ingresos sean los máximos posibles y que cada peso rinda. Por eso, quien ocupa ese puesto siempre debe ser una persona con conocimientos técnicos y con mucha claridad sobre la multitud de necesidades sociales a la que el gobierno hace frente con recursos bastante escasos. La SHCP elige entre proyectos que compiten entre sí por financiamiento y, por lo tanto, debe priorizar los que tengan más beneficios para la gente.
Nada de lo anterior significa que hay una sola respuesta para organizar las finanzas públicas: hay distintos enfoques y orientaciones políticas, pero que el entonces secretario Urzúa haya señalado la falta de evidencia con que se tomaron decisiones como cancelar el aeropuerto en Texcoco, construir la refinería en Dos Bocas y algunas claves en el plan de negocios de Pemex, como aislar más a esta empresa de las asociaciones estratégicas con el sector privado, nos permite ver que el presidente quería un secretario que se limitara a ejecutar sus visiones, y no uno con iniciativa y propuestas o un conductor de la política fiscal.
Sería ingenuo imaginar que los presidentes no interfieren, por motivos políticos, en la conducción de la política económica, y es habitual que tengan una perspectiva distinta a la de los miembros de su gabinete.
Lo extraño es que estas diferencias se ventilen públicamente y que, en ello, el presidente aparezca como un censor de sus colaboradores. Así ocurrió el 11 de marzo de 2019. El secretario de Hacienda Arturo Herrera dijo que se retrasaría el inicio de la construcción de la refinería en Dos Bocas y que se usarían esos recursos para impulsar la producción de crudo. Al día siguiente, el presidente negó lo dicho por él. Poco menos de un mes más tarde, el 8 de abril, el mismo Arturo Herrera expuso que para aumentar los ingresos que el gobierno recauda con impuestos, la SHCP estaba estudiando la posibilidad de que el cobro de la tenencia de los automóviles fuera federal –y no por entidad federativa–. Una vez más, el presidente lo refutó enseguida.
Con este tipo de relación entre el presidente y dos secretarios de Hacienda –y entre varios cambios luego de las elecciones del pasado 6 de junio–, llega el doctor Rogelio Ramírez de la O, como tercer relevo. La noticia no alarmó a los mercados de capital, puesto que se le considera conservador en materia fiscal, es decir, se cree que no expandirá el gasto público ni los impuestos.
Pero ¿qué ideas tiene Ramírez de la O sobre la política económica?
Un buen resumen se puede leer en un artículo de 2017 de su autoría, publicado por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias. Creo que es conveniente contrastar tres de ellas –el libre mercado, el balance presupuestario y las prioridades del gasto público– con las posturas del presidente.
En primer lugar, Ramírez de la O criticó las reformas estructurales de 2013, propuestas por Enrique Peña Nieto, pero no por los principios detrás de ellas, sino por su implementación.
El nuevo secretario reconoce su potencial transformador en el largo plazo y en varios sectores, pero “la evolución insuficiente en las instituciones políticas deja [a las reformas] incapaces de cumplir con sus resultados esperados”. Esas expectativas falsas, por cierto, fueron exacerbadas por el gobierno de Peña Nieto; al no cumplirse, hubo un gran descrédito, que fue aprovechado por López Obrador durante su campaña de 2018.
A diferencia de López Obrador, Ramírez de la O, doctor en Economía por la Universidad de Cambridge, asegura que “México ha andado un largo camino en las reformas pro mercado, muy largo como para una discusión de reversión fundamental o intentos de volver a viejos modelos”. Sin embargo, el presidente y algunos miembros prominentes de su equipo –en particular, la secretaria de Energía Rocío Nahle y el titular de la CFE Manuel Bartlett– tienen otra visión sobre los sectores petrolero y eléctrico.
Las reformas a las leyes de hidrocarburos y de la industria eléctrica son intentos por reducir la competencia y volver al viejo modelo de monopolios de Estado. El campo Zama, descubierto por una empresa privada pero entregado a Pemex, refuerza este mensaje del gobierno federal a los inversionistas.
Al respecto, Ramírez de la O comenta, en el artículo citado, que debe hacerse un examen crítico para identificar cuáles políticas, de las establecidas en el sexenio anterior, son válidas de acuerdo con la realidad nacional y global, y cuáles deben cambiar.
Pero su postura, al menos en el papel, se parece más a la del exsecretario Urzúa que a la del presidente: para él, la evidencia debe sustentar la definición de la política económica.
El segundo punto clave es el balance presupuestario. Como un economista que vivió y estudió con cuidado los problemas macroeconómicos de México en los años ochenta y noventa –la crisis de deuda, la inflación, los problemas cambiarios–, no sorprende que Ramírez de la O prefiera la estabilidad fiscal: “La expansión del gasto público, al tiempo que la economía sufre de un bajo crecimiento, debe ser visto como una aberración […], pues mayores ingresos presupuestarios son difíciles de materializar en [ese] ambiente”.
Se constata aquí un acuerdo fundamental en términos de política fiscal entre el nuevo secretario y López Obrador: no incurrir en un gran endeudamiento, sino procurar un superávit primario, que ocurre cuando la diferencia de los ingresos y los gastos de un gobierno es positiva (aunque no se cuenta el costo financiero de la deuda pública ni los pasivos garantizados por el gobierno federal).
Esa fue la postura fiscal de México hasta 2008. Luego, por diferentes razones –casi siempre relacionadas con la producción o los precios del crudo, la débil recaudación tributaria o el incremento del gasto corriente– se incurrió en déficits fiscales hasta 2016.
Durante el gobierno de López Obrador, a pesar de que la deuda pública ha aumentado, se mantiene el superávit primario. Pero es importante advertir por qué: si bien la deuda no fue tan cuantiosa, la magnitud del superávit se debe, en parte, a que Pemex recibió aportaciones del gobierno federal que se contabilizan como ingresos petroleros de la empresa, a pesar de que no provienen de sus actividades.
Más importante todavía es que se drenó casi por completo el Fondo de Estabilización de los Ingresos Presupuestarios (FEIP), un activo que debía utilizarse para compensar una disminución en los ingresos del gobierno –siguiendo ciertas reglas establecidas en la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria–. El FEIP pasó de casi 280 mil millones de pesos al cierre de 2018 a tener apenas 9.5 mil millones de pesos en diciembre de 2020. Gastar los ahorros no es lo mismo que pedir prestado, pero también deteriora las finanzas públicas.
En tercer lugar, el doctor Ramírez de la O afirma –en el mismo artículo al que me he referido– lo siguiente: para que la economía crezca, la inversión pública debe fortalecerse.
En los últimos años, incluidos los dos primeros de la administración actual, el sector energético ha recibido 1% del PIB como inversión; buena parte se destinó a la refinería en Dos Bocas, un proyecto que el propio exsecretario Urzúa ha criticado, mientras que el secretario Herrera consideró que debía posponerse, como mencioné antes. El resto de los sectores han recibido entre 1.6% y 1.8% del PIB; esto incluye los otros megaproyectos e inversiones en hospitales, escuelas, carreteras, vivienda y demás.
El reto, entonces, es doble: tanto de cantidad de inversión como de calidad de los proyectos. Tiene razón Ramírez de la O cuando dice que “haber abandonado la inversión pública en infraestructura y energía va en detrimento del crecimiento potencial de la economía”, pero en vez de invertir en las seis refinerías existentes, se construye otra y se compra una más; en vez de invertir en almacenamiento y transporte de gas natural y gas LP para mejorar los precios, el gobierno quiere distribuir cilindros; en vez de ampliar las redes de transmisión eléctrica e invertir en generación con fuentes renovables para bajar los precios de la luz, el gobierno quiere incrementar la generación con energías caras y contaminantes.
Para concluir este análisis, reproduciré las palabras de Ramírez de la O respecto a los subsidios y las transferencias:
“El incremento en subsidios se explica por un largo periodo de bajo crecimiento y falta de oportunidades de empleo para la mayoría de la población que vive en pobreza. El consenso político ha [sido] aumentar las asignaciones presupuestarias a programas sociales, a pesar de su ineficacia para reducir la pobreza. Como beneficiarios permanentes de tales programas, un parte importante se han convertido en clientes electorales de la política pública actual”.
Estas líneas hacen un fuerte contraste con las prioridades de López Obrador: en vez de fortalecer las inversiones en las capacidades de las personas, es decir, en educación, salud y acceso a servicios de todo tipo, se incrementan al máximo las transferencias directas, y más en época electoral.
Las personas en México en condición de pobreza podrían haber aumentado entre 9 y 10 millones, de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social; este número podría subir hasta 15 millones, según el Instituto de Investigaciones para el Desarrollo con Equidad.
Además, el número de personas sin acceso al sistema de salud se ha incrementado en alrededor de 6.5 millones de personas entre 2015 y 2020. Las transferencias directas ayudan a que la situación pobreza sea menos severa para la gente vulnerada por ella, pero no la resuelven ni mucho menos transformarán la vida pública en México porque no mejoran el potencial de la economía si no se acompañan de mejores servicios que ayuden al desarrollo y protección de las personas durante el curso completo de sus vidas.
La política fiscal, que está a cargo de la Secretaría de Hacienda, debe servir para mejorar la vida de la población por medio de la estabilidad, la inversión sustentable y el gasto social eficaz. En cambio, la presión en las finanzas públicas, las inversiones cuestionables tanto en términos ambientales como financieros y el gasto clientelista no son lo que México necesita, pero es lo que ha hecho el gobierno de López Obrador. Ninguna señal nos permite anticipar un cambio de rumbo en la segunda mitad de este sexenio, ni siquiera el cambio de Arturo Herrera por Ramírez de la O. El presidente, como ya lo hizo con sus dos antecesores, reafirmará su poder y querrá asegurarse de que su proyecto político continúe. El problema de su visión sigue siendo él mismo: no es un proyecto económico viable.