La renuncia de Joe Biden a la candidatura demócrata a la presidencia de Estados Unidos convierte de nuevo la carrera a la Casa Blanca en una competición abierta. Biden ha sido un buen presidente y supo cerrar el paso a Donald Trump en 2020, pero que no se hallaba ya, en su actual estado de salud, en condiciones de repetir tal cargo.
Su retirada a tiempo como candidato, junto a la gestión presidencial hasta el relevo del 20 de enero, será su último servicio al país y sobre todo a la democracia. A una mejora económica histórica de los EE UU, hay que añadir la recuperación del liderazgo de Washington sobre el plano internacional, su compromiso con Ucrania y sus esfuerzos para alcanzar una tregua en Gaza, evitando además peligrosas escaladas con Rusia e Irán.
Su candidatura se había convertido en insostenible, sobre todo después del magnicidio frustrado contra Trump, aprovechado por el candidato republicano para suavizar sus perfiles más agresivos, una vez exonerado de los múltiples procesos judiciales como primer expresidente convicto por 34 delitos de fraude en documentos públicos y responsable de una grave interferencia en el proceso electoral. Su brutal y despiada respuesta al anuncio de la retirada de Biden —en contraste con el respeto demócrata tras el atentado sufrido por el magnate— demuestra que su apelación a la unidad en la convención republicana fue solo una jugada política.
Tras el último mes y medio, el Partido Demócrata estaba obligado a encontrar la fórmula para llegar a las urnas en condiciones de disputar las mayorías parlamentarias y la presidencia. No es fácil el procedimiento para la nominación de quien sustituya a Joe Biden como candidato a la presidencia a poco de tres meses de las elecciones y apenas unas semanas de la convención demócrata. Biden ha señalado ya a Kamala Harris, pero la estructura del partido deberá organizar el procedimiento y el nombramiento del candidato de la forma más adecuada para mantener la unidad del partido, asegurar que se mantienen los apoyos de los delegados y de los donantes y llegar al último tramo de la campaña en condiciones de vencer a Trump.
Las flagrantes debilidades de este volverán a surgir en las actuales condiciones, una vez desparecido el debate sobre la edad y la salud del presidente. Buena parte de las dificultades atribuidas a Biden valen también para Trump, solo tres años más joven y con una capacidad de falacia retórica muy superior al presidente en funciones.
La renuncia de Biden debe actuar pues como un revulsivo para el deprimido campo demócrata y para las democracias liberales aliadas de Estados Unidos, temerosas de una nueva presidencia de Trump. Si la primera fue el imperio del caos y de la incoherencia, con la hipótesis de una segunda presidencia y el pleno control trumpista del partido republicano quedan pocas dudas respecto al significado de una nueva victoria del trumpismo. Empezaría una etapa aislacionista y proteccionista, marcada por el iliberalismo, la concentración de atribuciones por parte de un presidente protegido por una inmunidad monárquica y el desequilibrio en la distribución de poderes en favor de un tribunal supremo dominado por los jueces más reaccionarios del último siglo, dispuestos revertir todas las conquistas en igualdad y en bienestar social de los últimos 50 años. Es al menos un alivio que los demócratas no den por perdido el combate antes de empezar.