El desencanto que parte de la comentocracia ha expresado con respecto a Xóchitl Gálvez en el debate me recuerda la desilusión teñida de reclamo que los cronistas deportivos suelen echar en cara a la selección mexicana porque fuimos eliminados en octavos o cuartos de final en la copa del Mundo. Ambos casos, Gálvez o el Tri, son cuestionados acremente por analistas y columnistas que, por razones que solo ellos entienden, asumieron que candidata o equipo de futbol tenían una oportunidad real de ganar una elección o llegar a la final del Mundial.
Que Xóchitl Gálvez no lució presidenciable; que no fue capaz de asestar el golpe de nocaut que necesitaba; que estaba demasiado nerviosa, que tenía que haber impedido que Claudia Sheinbaum rehuyera sus acusaciones. Algo me recuerda a los reclamos que suelen hacerse a los Miguel Herrera o a los “Chuky” Lozano, porque no fueron los Modric o Mbappé que se habían imaginado.
En el caso del reclamo a la selección me parece que hay, sobre todo, una incapacidad para aceptar la realidad de nuestro nivel, más allá de la espuma generada por la necesidad comercial que rodea al futbol para levantar expectativas (y auditorios) en los meses previos. Pero en el caso de Xóchitl Gálvez me parece que hay también algo de ingratitud.
Por supuesto que Santiago Creel (el precandidato del PAN), Enrique de la Madrid o Beatriz Paredes (opciones del PRI) habrían tenido un desempeño más “presidenciable” en el debate. Cualquiera de ellos tenía la experiencia y las “tablas” para presentar una argumentación más armada o sólida por lo menos en términos de un relato ordenado y lógico, más parecido al tono utilizado por Claudia Sheinbaum (hablo de la forma, no del contenido político o ideológico).
Pero, para empezar, tampoco ellos habrían sido los golpeadores eficaces, de hablar fresco, espontáneo y coloquial capaces de asestar el mazazo necesario para cambiar el destino de las elecciones. No parecen darse cuenta de la contradicción que supone acusar a Xóchitl Gálvez de no haber proyectado una imagen presidencial, al mismo tiempo que la critican por no haber sido suficientemente rijosa para arrinconar, ridiculizar, humillar o sacar de sus casillas a Sheinbaum.
No se puede exigir que ahora luzca como estadista a quien reclutaron del Senado porque se disfrazaba de dinosaurio y era la única en la oposición que poseía una jerga populachera capaz de hablarle a la calle.
El desencanto que comienza a generarse respecto a Gálvez, entre dirigentes de la oposición y círculos periodísticos críticos a la 4T, tiene mucho de desahogo y algo de buscar a quien culpar por el descalabro que solo ellos no veían venir. Asumir la derrota como una responsabilidad de Xóchitl Gálvez equivale a creer que no llegamos más lejos en el Mundial porque nos equivocamos en la convocatoria para integrar a la selección: si hubiéramos llevado a fulano en la delantera o a zutano en la defensa habría sido otra cosa.
No sé por cuántos votos vaya a perder Xóchitl, no serán pocos. Pero estoy convencido de que la competencia ya habría terminado si los candidatos hubieran sido algunos de los preferidos de las dirigencias de los partidos, Santiago Creel o Enrique de la Madrid, más sólidos, sin duda, pero invendibles para el grueso de los mexicanos. ¿Cuántos votantes habrían creído que los programas sociales serán mantenidos en caso de que llegara a la presidencia alguno de ellos?
El problema no reside en Xóchitl Gálvez. A ella simplemente le tocó ser el rostro que asumió la derrota de la oposición en su recta final. Pero esta se había fraguado prácticamente hace cinco años cuando, ante los resultados de 2018, la oposición fue incapaz de entender que algo mucho más de fondo había cambiado. La inconformidad de las mayorías respecto al modelo obligaba a una redefinición del proyecto y de los partidos políticos opuestos al obradorismo. Estaban tan ofuscados con la personalidad de López Obrador que fueron incapaces de advertir que había un malestar mucho más profundo que simplemente “un engaño populista” que había que desnudar. En lugar de que la derrota derivara en una refundación en el PRI y en el PAN o al menos un lavado de cara profundo, ambos partidos dieron un salto para atrás.
Alito Moreno y Marko Cortés, respectivamente, encabezan la peor versión histórica de esos partidos. No solo fueron incapaces de hacer los cambios que se habrían necesitado cara a un electorado inconforme con los gobiernos anteriores, tampoco permitieron el acercamiento de nuevos cuadros porque eso habría puesto en riesgo su poder personal.
Sin programa para competir contra la popular narrativa obradorista y sin candidatos atractivos que ofrecer, tuvieron que recurrir a Xóchitl Gálvez, in extremis, porque era lo que menos se parecía a ellos, la única que por estilo y origen podía moverse en los terrenos en los que su rival era el rey. Pero eso no quita que, todo el tiempo, haya tenido que jugar como visitante, en la cancha del obradorismo. Nada lo expresa con mayor nitidez que el mantra al que ha tenido que acogerse en las últimas semanas: comprometerse a mantener los programas sociales introducidos por la 4T.
En esta columna he expresado en más de una ocasión las razones por las cuales Xóchitl Gálvez no me parece que tenga atributos para gobernar este país. Pero también creo que, en su desesperación y falta de argumentos políticos para competir, los dirigentes del PRI y el PAN recurrieron a lo menos malo que pudieron encontrar ante las campañas y a un escenario claramente desfavorable. Frente a lo inevitable hoy comienza a advertirse una especie de desencanto que deriva en la necesidad de encontrar un chivo expiatorio para exculpar la propia incapacidad. Es más fácil acusar a Gálvez de carecer de las cualidades que nunca tuvo o de desperdiciar las oportunidades que no existieron, que revisar las causas profundas y la irresponsable ceguera y mezquindad que en realidad explican la derrota que está por llegar.