Si cada vez gastamos más en cosas sin valor es porque ya no creemos en el futuro

En 2009, cuando tenía 28 años, el economista Demetri Kofinas descubrió que padecía un raro tumor cerebral: el craneofaringioma. Se trata de un tumor benigno que se origina desde la gestación y que puede tener consecuencias muy graves para la salud… o ninguna. 

Hasta ese momento, Kofinas había estado bien, pero en los años siguientes vivió sin prácticamente retener nada en la memoria. A los 30 años, se comportaba como una persona mayor con alzhéimer. Decidió someterse a una operación para extirpar el tumor y así recuperar la vida normal. 

Con las funciones cognitivas ya restablecidas, Kofinas se encontró de pronto en una realidad completamente distinta de la que había perdido casi una década entera. El presidente de Estados Unidos ya no era Barack Obama —aunque durante su amnesia estaba convencido de que se llamaba Denzel Washington—, sino Donald Trump, a quien él sólo conocía como un millonario empresario convertido en estrella de la telebasura. 

Kofinas tenía que reaprender las reglas de una economía que ya no se parecía en nada a la que había estudiado en la New York University, cuando era un firme defensor del libre mercado. Aquella teoría de la autorregulación del mercado le resultaba ahora refutada por un capitalismo aparentemente desbocado y sin lógica. En 2020, bautizó este nuevo escenario como “nihilismo financiero”. 

Esta expresión Kofinas la define como “una filosofía de inversión que ve el objeto de la especulación como intrínsecamente carente de valor”. Es decir: ya no se invierte porque se confíe en que algo genere más valor con el tiempo, sino porque se cree que nada vale realmente nada. 

Los movimientos de capital responden únicamente al deseo de enriquecerse fácil y rápidamente. Cualquiera que invierta lo hace no sólo por la posibilidad de obtener una ganancia, sino también porque existe una narrativa que convence de comprar unas acciones sobre otras en nombre de un futuro determinado. 

Según Kofinas, este relato ahora ha tomado el mando y no describe ya el hype de un producto o sector concreto, sino del mercado en su conjunto. Es una narración casi apocalíptica: el futuro es una ilusión. Nada importa, así que mejor volverse rico ya. 

Los principales defensores de esta filosofía parecen ser los jóvenes nacidos entre 1997 y 2012, criados en un clima de profunda desconfianza hacia las instituciones y el mañana. Al contrario de lo que se piensa, hablamos de una generación incluso más acomodada que la de los Millennials, que sufrió en primera persona la crisis de 2008. 

El bienestar de cierta parte de la Generación Z procede de dos causas: haber heredado parte de la riqueza de generaciones anteriores y mostrar una gran propensión a invertir. Pero el modelo de inversión no es el “clásico” de poner a trabajar el capital a largo plazo: es más bien una apuesta sin evaluar riesgos, salvo el de hacerse rico en el corto plazo. 

Por eso se habla también de “nihilismo económico”, no sólo en la bolsa, sino en la relación general con el dinero. En los últimos años han explotado las apps de trading, las criptomonedas y las “meme stocks“: democratizaron los mercados, sí, pero también banalizaron la inversión.

Al mismo tiempo, ha surgido un desinterés casi cínico por el dinero: fraccionar un pago de 50 dólares (1 000 MXN) o no ahorrar ni un solo centavo para la jubilación podría interpretarse como irresponsabilidad juvenil, pero es síntoma de algo mucho más profundo. No sólo refleja los bajos salarios que impiden pagar una renta, sino una visión del mundo en la que ya no vale la pena pensar en el mañana. 

A la Generación Z se le ha apodado “la generación que lo compra todo y no posee nada”, que entiende el dinero en “vibras” y no como algo que realmente marque la diferencia en la vida de una persona o en la sociedad. 

Esta ausencia de horizonte a largo plazo, que impide mejorar mediante el trabajo o la inversión tradicional, lleva a los jóvenes a apostar. El 37% de los adolescentes, de 14 a 19 años, apostó en algún juego de azar en el último año. Y el 14% lo hace más de una vez por semana. El 64% de esas apuestas fueron online y, mayormente, deportivas. 

La normalización del juego en internet —con gamification en e‑commerce que ofrece cupones al girar una ruleta, o apps como Robinhood que regalan una acción al registrarse— ha convertido la inversión en una suerte de lotería virtual. Muchos creen que el day trading es puro juego de azar. A diferencia de la inversión tradicional, que tiende a crecer a largo plazo, el day trading depende de oscilaciones diarias: donde la inversión clásica combina habilidad y suerte, en el day trading pesa casi todo a la suerte. 

Un estudio con traders brasileños mostró que sólo el 1.1% obtuvo un rendimiento neto anual superior al salario mínimo. La mayoría habría ganado más con un trabajo de ocho horas al día, según Bloomberg. Quizá precisamente la perspectiva poco atractiva de un empleo fijo de día —no porque “los jóvenes no quieran trabajar”, como repite el tópico— hace tan seductoras estas alternativas: han dejado de creer que tiene sentido. 

La periodista Elizabeth Lopatto sostiene que Robinhood “ha sabido monetizar el nihilismo financiero”, al presentarse como la alternativa democratizadora única al enriquecimiento sin trabajo: la bolsa. Pero esa democratización no es general: se limita a un grupo socioeconómico bastante estrecho, sobre todo jóvenes blancos norteamericanos. 

En EE.UU., el 90.5% de los day traders son hombres y el 66.3%, blancos. “Los comportamientos financieros de hombres y mujeres difieren por la socialización de género en familias y escuelas”, explica la economista Azzurra Rinaldi. “Los hombres suelen asumir más riesgos para mostrar virilidad frente a otros hombres, mientras que a las mujeres históricamente se les ha tildado de renuentes al riesgo. Pero la investigación actual muestra que la cautela no es debilidad, sino signo de inteligencia, emocional y financiera”. 

Si, como dice Kofinas, el nihilismo económico brota del nihilismo social, su prevalencia entre hombres jóvenes blancos muestra la “crisis de la masculinidad” de esta generación, que la vuelve más conservadora. Para el economista Santiago Niño‑Becerra, el nihilismo económico señala además la crisis del capitalismo: un sistema atascado, incapaz de generar innovación o progreso, sólo beneficios para unos pocos. 

Muchas iniciativas “anti‑élite”, como las criptomonedas, acabaron siendo absorbidas por ese mismo sistema. Así, el nihilismo financiero se convierte en profecía autocumplida: el futuro no vale nada, nada importa… así que mejor hacerse rico ya. Sólo que, al final, los ricos siguen siendo los mismos.