Somos esclavos a la idea de que cuanto más ocupados estamos y menos nos relajamos, más valemos como personas

Si siempre estamos muy ocupados, en teoría esto significa que estamos demandados y somos competentes y nuestro valor aumenta en consecuencia. Se trata de la espiral del “busy bragging”, la tendencia a presumir de que siempre estamos ocupados y que nos lleva a sentirnos satisfechos con nosotros mismos solo si no tenemos ni media hora de tiempo libre.

El “busy bragging” es un fenómeno extendido en las redes sociales y ha crecido en los últimos años, impulsado por el ritmo de la revolución tecnológica. Este, junto con las exigencias de nuestro sistema socioeconómico, requiere que los trabajadores y productores sean cada vez más rápidos y dedicados a la producción.

En este circuito, que es una verdadera trampa mental, todos corremos el riesgo de caer: si la sociedad nos instrumentaliza, nos pide que hagamos mucho y que nos demos prisa, pensamos que sólo valemos si respondemos a esas exigencias, basando nuestra identidad en nuestra capacidad de producir sin parar y en la cantidad de compromisos que conseguimos acumular y sobrellevar. Sin embargo, esta tendencia, como muchos ya saben, es un boomerang que afecta a nuestra eficiencia y salud psicofísica.

Silvia Bellezza -profesora de psicología del marketing en la Columbia Business School- se centró recientemente en el tema del “busy bragging” y publicó un estudio en el Journal of Consumer Research. Bellezza llevó a cabo un experimento en el que pidió a un grupo de personas que calificaran las publicaciones de desconocidos, y descubrió que los que están ocupados se consideran en realidad de mayor categoría, ya que su valor de mercado aumenta y están más cerca del éxito empresarial. Sin embargo, esta creencia puede convertirse en una trampa.

Según Bellezza, quienes se quejan en redes sociales de estar sobrecargados de trabajo suelen hacerlo con orgullo. Para ella, presumir de estar ocupado se ha convertido en el nuevo símbolo de estatus del milenio, y detrás de esas quejas se esconde una forma de simulación. “Me he dado cuenta”, comenta Bellezza, “de que los famosos en Twitter dedican gran parte de sus publicaciones a presumir de lo ocupados que están”.

Bellezza también señala que la percepción social del ocio y la abstención del trabajo ha cambiado en los últimos años. En su obra de 1899, La teoría de la clase ociosa, el sociólogo Thorstein Veblen escribió que “la ostentación flagrante de la ociosidad era el signo convencional de un estatus pecuniario superior”. No obstante, esto ha cambiado en parte.

Hoy, si trabajar mucho y estar constantemente ocupado eleva nuestro valor social, tener mucho tiempo libre puede percibirse, en ciertos casos, como un síntoma de baja demanda. “Los símbolos tradicionales de estatus”, explica Bellezza, “como los relojes de lujo o los yates, tienen el poder de hacernos sentir parte de una élite, pero siguen siendo objetos externos. En cambio, estar en demanda está más ligado a nuestra identidad personal”.

Sobre este tema, la periodista y escritora estadounidense Brigid Schulte llevó a cabo un estudio que culminó en su libro Overwhelmed: Work, Love and Play When No One Has the Time. Basándose en su experiencia en una empresa de ritmo acelerado, Schulte observó que los directivos premiaban no tanto a los empleados que obtenían mejores resultados, sino a aquellos que mostraban una dedicación total en términos de tiempo. En esa empresa, quienes aceptaban no tomarse nunca un descanso y renunciar al ocio haciendo horas extras, sin garantizar necesariamente mejores resultados, eran igualmente recompensados.

Esta tendencia comenzó en los años 80, durante la crisis económica que impulsó a los trabajadores de cuello blanco a aceptar ritmos de trabajo que absorbían gran parte de su tiempo libre y vida personal. No obstante, Schulte demuestra que este sistema no garantiza la eficacia de los trabajadores; al contrario, según un estudio del psicólogo sueco K. Anders Ericsson, lo compromete.

Motivado por entender qué atributos conducen a la excelencia en cualquier campo, Ericsson realizó un experimento en Berlín en 1993, que culminó en el artículo El papel de la práctica deliberada en la adquisición de un rendimiento experto. Tras estudiar los hábitos de un grupo de músicos, descubrió que los más capaces eran aquellos que no practicaban más de noventa minutos seguidos y que descansaban entre sesiones para recuperar energía.

Está científicamente comprobado que, en cualquier ámbito, el trabajador que se somete a jornadas laborales largas e ininterrumpidas pierde eficiencia y creatividad. Schulte también cita el ejemplo de los empleados del Pentágono, quienes hace unos años sufrían por el frenético ritmo laboral. Un cambio en el entorno de trabajo mejoró tanto su rendimiento como redujo el estrés. Schulte sostiene que los empresarios deberían exigir a sus empleados que respeten las horas laborales establecidas y disfruten de su tiempo libre para regenerarse, aunque esto rara vez ocurre; más bien sucede lo contrario.

Para trazar la historia del “busy bragging”, Schulte entrevistó a Ann Burnett, quien ha estudiado los efectos del lenguaje en la realidad. Burnett concluyó que, desde mediados del siglo pasado, ha aumentado el uso de palabras que hacen referencia al frenesí, la velocidad y la atemporalidad, como si estas ideas representaran una identidad compartida. “La gente compite por estar ocupada”, dice Burnett. “Si estás ocupado, eres importante; llevas una vida plena y digna”. En este contexto, algunas personas han empezado a huir del ocio, considerado ahora una actividad degradante.

Parece que no tener nada que hacer es uno de los mayores miedos de las últimas décadas. El escritor e ilustrador Tim Kreider, en su artículo The Busy Trap (La trampa de la ocupación), afirma que “la ocupación sirve como una especie de seguridad existencial”. Para Kreider, llenarse de tareas y compromisos equivale a sentirse importante, necesario y útil para los demás y para la sociedad. Sin embargo, advierte que esta actitud es peligrosa, ya que nos roba el tiempo libre, esencial para el bienestar psicológico.

Greg McKeown, experto en liderazgo y estrategia empresarial, apunta que una de las causas del “busy bragging” es la sobrecarga de información y el fácil acceso que, gracias a las redes sociales, tenemos a las vidas de los demás. Al ver todo lo que otros hacen en el día, nos sentimos obligados a hacer al menos lo mismo. Isaiah Hankel, experto en liderazgo empresarial, también aborda este fenómeno en su libro The Science of Intelligent Achievement (La ciencia del logro inteligente), donde explica que el exceso de compromiso es una tentación. Hacer cosas, aunque no sean importantes, libera dopamina, lo que aumenta nuestra felicidad momentánea. Sin embargo, Hankel subraya que estar ocupado satisface al ego por razones socioculturales, pero socava el rendimiento.

Hacer demasiadas cosas agota nuestra energía, reduce la concentración y nos lleva a ser mediocres en todo lo que hacemos. Además de retrasar nuestros objetivos, nos predispone al estrés psicológico y nos hace más vulnerables a la manipulación de otros, quienes jugarán con nuestro sentido del deber y culpa. Hacer demasiado, lejos de ser un motivo de orgullo, es una forma de autosabotaje. Por ello, es necesario redescubrir el valor del ocio.

En la antigua Roma, el otium, en contraste con el negotium, era el tiempo dedicado a actividades que regeneraban cuerpo y mente tras los esfuerzos de la vida pública y política. Estas actividades incluían la lectura, la escritura y la reflexión, así como el cuidado personal. El otium era un privilegio tan importante que estaba vedado a los esclavos, cuya identidad era negada y destinada a la explotación material. Catón ya diferenciaba entre inercia y otium, subrayando la importancia de este último al igual que el tiempo dedicado al trabajo. Catulo y Lucrecio, por su parte, proponían un modelo de intelectual que practicaba la abstención de la vida política para sumergirse en lo que hoy llamamos ocio creativo.

Más recientemente, Paul Lafargue, en su panfleto de 1880 El derecho a la ociosidad, defendió el ocio en respuesta a la exaltación marxista del trabajo y la alienación que genera. Bertrand Russell, en su ensayo de 1935 Elogio de la ociosidad, destacó la importancia del conocimiento no práctico frente al práctico. Según él, quienes logran escapar de la máquina del trabajo incesante son quienes hacen los avances más importantes en los descubrimientos culturales y en la actividad intelectual.

Hoy, en una época en la que el estrés emocional y psicológico ha alcanzado niveles alarmantes, el tiempo dedicado a actividades no necesariamente productivas es más necesario que nunca. Para evitar el burnout, agravado por la difusa frontera entre trabajo y vida privada, debemos desenmascarar el mecanismo perverso de la fanfarronería ocupada. Nuestro valor personal no aumenta por la cantidad de compromisos que acumulamos; debemos revalorizar el ocio como una elección consciente, no como algo de lo que avergonzarse.