Tenemos plástico en la sangre. Esta es la inquietante conclusión de recientes estudios internacionales

Tenemos plástico en la sangre. Es lo que descubrieron y, por primera vez, midieron los científicos de la Universidad Libre de Ámsterdam (Vrije Universiteit), en los Países Bajos, cuyos resultados fueron publicados la semana pasada en un estudio que revela que el 77% de las muestras de sangre analizadas contenían microplásticos.

De las 22 muestras, provenientes de donantes adultos saludables, los investigadores encontraron micropartículas de hasta 0,0007 mm, una veinteava parte del grosor de un cabello (para dar una idea de la magnitud).

Ya se sabía que a través de la comida, el agua e incluso la respiración, todos nosotros ingerimos constantemente microplásticos, cuya presencia fue detectada en las heces de adultos y niños en un estudio publicado en septiembre de 2021, así como en la placenta; por lo tanto, era razonable esperar encontrar plástico también en la sangre, pero la investigación reciente pone por primera vez sobre el papel lo que antes solo era una inquietante sospecha y que ahora deja espacio a mayores preocupaciones sobre nuestra salud.

Las implicaciones sanitarias, de hecho, no son aún seguras, pero como comentó al Guardian Dick Vethaak, ecotoxicológo de la Universidad Libre de Ámsterdam, experto en contaminación marina y miembro del equipo de investigación que trabajó en el estudio, es perfectamente razonable mostrar preocupación. Se sabe que los microplásticos causan daños a las células y su presencia en la sangre hace evidente que ahora están en todas partes de nuestro organismo, distribuidas por el sistema sanguíneo a todos los órganos, incluido el cerebro.

Desde el 2020, gracias a técnicas innovadoras de análisis en el campo de la investigación sobre enfermedades degenerativas, un estudio había demostrado la presencia de microplásticos en todos los tejidos y órganos del cuerpo; en todas las muestras analizadas en esa ocasión se encontraron rastros de bisfenol A (BPA), una sustancia muy utilizada en la industria, desde envases de alimentos hasta recibos, considerada un interferente endocrino, con efectos negativos a nivel hormonal y débilmente estrogénicos que ponen en riesgo especialmente el desarrollo de los niños y la fertilidad; los efectos más preocupantes se dan sobre la salud reproductiva masculina y, según algunos estudios –no universalmente aceptados pero bastante inquietantes– que también han detectado trazas de BPA en el 90% de las muestras de leche materna analizadas en una investigación datada del 2015, también afectan al nivel neurológico.

No es casualidad que las primeras víctimas sean los niños, mucho más expuestos que los adultos a la ingestión de microplásticos, ya que muchos objetos hechos de plástico –desde juguetes hasta biberones– con los que los niños están en constante contacto, incluidos los envases de alimentos infantiles, los llevan a la boca.

Los niños alimentados con botellas de plástico ingieren millones de partículas al día, con efectos potencialmente peligrosos para su pequeño cuerpo y su desarrollo. No debería sorprender, por tanto, que la cantidad de microplásticos encontrada en las heces de los niños sea 10 veces mayor que en los adultos: después de todo, ya están expuestos a este tipo de contaminación durante su formación en el útero.

Aunque no todos los efectos de esta omnipresente contaminación plástica son conocidos y, sobre todo, medibles, se sabe que los microplásticos están relacionados con estados inflamatorios –que a su vez están ligados a enfermedades autoinmunes, alergias y enfermedades infecciosas– y con la infertilidad; un problema es el impacto de la plástica en los linfocitos, las células sanguíneas que median la respuesta del sistema inmunitario a las moléculas extrañas: este efecto tóxico es altamente preocupante, ya que está relacionado con la aparición de otras patologías.

Además, algunas sustancias químicas utilizadas para producir plástico se consideran irritantes, carcinógenas y entre las causas de la aparición temprana de la pubertad –lo que a su vez aumenta el riesgo de cáncer–, así como de obesidad y diabetes (entre las enfermedades más comunes de nuestra era); en las vías respiratorias, además, parece haber una conexión con el cáncer de pulmón.

En la mitad de los casos analizados por los investigadores holandeses se encontraron rastros de plástico PET, el comúnmente utilizado en las botellas, mientras que un tercio era poliestireno utilizado para empaquetar alimentos y otros productos; finalmente, una cuarta parte de las muestras de sangre contenía polietileno, el material de las bolsas plásticas: son rastros de los productos que constituyen la mayor parte de los residuos plásticos en el ambiente.

Las vías a través de las cuales llegan a nuestra sangre y nuestros órganos son múltiples: por ejemplo, las bebemos. El plástico, de hecho, ha sido encontrado en el agua corriente en todo el mundo (probablemente debido a los sistemas de distribución, a menudo obsoletos), pero esto no es una buena razón para optar por el agua embotellada, al contrario; esta contiene aún más, como es fácil intuir, hasta el punto de que, en promedio, una persona ingiere unas 90,000 partículas de microplástico al año a través del agua embotellada, frente a las “solo” 4,000 si consume habitualmente agua del grifo.

Además, al seguir comprando agua embotellada, se alimenta el círculo del maltrato ambiental: no es casualidad que las multinacionales de bebidas más grandes estén en la cima de la lista de los mayores contaminadores mundiales, con Coca Cola, PepsiCo, Unilever, Nestlé, Danone y Colgate-Palmolive ocupando las primeras posiciones. Y es bien sabido que de las 7 mil millones de toneladas de plástico producidas en el mundo desde la invención de este material, solo el 9% ha sido reciclado, debido a las dificultades en el proceso de reciclaje, pero también por motivos relacionados con el rendimiento técnico y razones de seguridad.

Y luego comemos plástico. Específicamente, entre 39,000 y 52,000 partículas, un dato que varía según la edad y el sexo de los individuos, pero que tiene como principales fuentes de plástico ingerido los peces y los mariscos –ya que la pesca es, a su vez, la principal responsable de la contaminación plástica de mares y océanos– según datos nada alentadores, si se considera que el consumo de pescado per cápita sigue aumentando. Otros animales, desde el pollo, también son fuentes importantes de microplásticos en la mesa, pero estos también se han encontrado en la sal marina e incluso en la cerveza y la miel, lo que atestigua la ubicuidad del problema.

Y, aún más, respiramos plástico, disperso por todo el ambiente y especialmente en las ciudades, donde se han encontrado 15 tipos diferentes de microplásticos, en su mayoría fibras de acrílico, provenientes del sector textil, dispersas en todas las etapas, desde la producción hasta la eliminación, pasando por los desagües de las lavadoras. Pero también empaques, bolsas de plástico, redes de pesca, microesferas de los exfoliantes faciales y pastas dentales, y micro partículas de los neumáticos de los vehículos, cuyo roce con el asfalto dispersa el plástico en el ambiente: son solo algunas de las fuentes plásticas cuya dispersión contribuimos a diario sin darnos cuenta y sin pensarlo.

Los materiales plásticos no son biodegradables, sino fotodegradables, y se someten a diversas tensiones ambientales que terminan por fragmentarlos y dispersarlos. Así es como sus rastros se encuentran prácticamente en todas partes, ya que los sistemas de filtrado de aguas residuales solo pueden detener los fragmentos más grandes, mientras que los más pequeños llegan a nuestra comida y, por lo tanto, a nuestro cuerpo. Y así los respiramos, los inhalamos y los ingerimos.

Obviamente, hay decisiones que cualquiera puede tomar para limitar la cantidad de plástico que introduce en su cuerpo, como evitar el agua embotellada y reducir el consumo de pescado, pero si el cambio no es global y aún más radical, seguiremos respirando plástico y teniéndolo en la sangre. Y mientras se abre un nuevo campo de investigación urgente –el de los efectos a largo plazo sobre la salud–, es indispensable una acción coordinada a nivel internacional.

A pesar de las iniciativas, de hecho, la producción –y por ende la dispersión en el ambiente– de plástico sigue aumentando a un ritmo vertiginoso a nivel global: basta con pensar que cada año se fabrican alrededor de 335 millones de toneladas de nuevo plástico; a este ritmo, la producción podría duplicarse para 2040 y la cantidad que acaba en los océanos incluso triplicarse, si no se toman medidas radicales y compartidas a nivel internacional, tanto para reducir su producción como para gestionar el plástico que ya está en nuestro entorno.

Medidas mucho más radicales que las adoptadas hasta ahora, frenadas por temores relacionados con la seguridad alimentaria, por ejemplo, pero también por la pandemia y los intereses económicos de los productores: todo esto debería quedar en segundo plano, porque el precio a pagar es nuestra propia vida.