El impacto de la covid-19 sobre la educación ha producido daños y costos muy graves y en varios frentes. Hasta antes de esta crisis, a nivel global se calculaba que alrededor de un 95% de la población mundial había pasado en algún momento por la escuela lo que quiere decir que, al menos desde el punto de vista cuantitativo, había progresos observables en las tasas de cobertura en todos los países. La escuela se había convertido ciertamente en un espacio de enseñanza, aprendizaje y conocimiento, pero también de construcción de ciudadanía, civilidad y cultura colectiva. Más aún: había millones de niños que contaban con la escuela para tener acceso a servicios de alimentación, además de ser un espacio protegido para crear lazos afectivos y socioemocionales clave. Hoy todo eso se ha roto. Algunas estimaciones predicen que, en todo el mundo, tal vez unos 10 millones de estudiantes puede que no regresen a las aulas y 24 millones si contamos también la educación superior. Por eso la pregunta clave —y el reto más urgente— es cómo crear las condiciones para evitar esa tragedia.
Pese a la gran cantidad de estudios, informes y reportes preliminares, todavía no hay conclusiones robustas o definitivas basadas en evidencia dura y de gran calidad acerca de las consecuencias reales de la pandemia. Sin embargo, es más que claro que la interrupción de los servicios educativos impactará a mediano y plazo a las economías y las sociedades, en especial las más pobres, en términos de menor crecimiento, menor cohesión social y política, pérdidas de aprendizaje y estancamiento en la búsqueda de educación de calidad y generación de conocimiento.
Por ejemplo, especialistas del Banco Mundial y de Brookings, un think tank en Estados Unidos, estimaron que si cada año adicional de escolaridad equivale a un 10% adicional en ganancias futuras, cuando un país cierra sus escuelas por unos cuatro meses la pérdida en ganancias futuras marginales podría ser del 2,5% anual en la vida laboral del estudiante; aplicando esta premisa a una economía como la de ese país -asumiendo una vida laboral de 45 años, una tasa de descuento del 3% e ingresos anuales promedio de unos 53.490 dólares- la pérdida de valor actual en el aprendizaje sería equivalente al 63% del salario anual a tasas promedio actuales, es decir, que en ese modelo el costo para EE UU de la educación perdida, en términos de ganancias futuras, podría ser equivalente a más del 12% del PIB anual. Como es obvio, el efecto es mucho más acentuado entre la población pobre. Para el caso de América Latina y el Caribe (ALyC) no hay todavía ejercicios parecidos, pero puede deducirse que si, como sugieren reportes de la OEI y Cepal por ejemplo, la desigualdad del ingreso medida a través del índice de Gini podría aumentar entre 3 y 5 puntos porcentuales por la pandemia, una cierta proporción de ello sería producto del cierre de las escuelas y de las pérdidas de aprendizaje. Como dice Rafael de Hoyos: de ser así, 20 años de avances podrían verse borrados de un plumazo.
Ahora bien, muchos centraron el problema básicamente en las carencias previas de los sistemas educativos y se preguntaron en los primeros meses de la pandemia si su impacto pudo haberse evitado. La respuesta tiene algo de razón, pero es más compleja. Una cosa es identificar con precisión el tamaño de los déficits, gracias, entre otros insumos, a las evaluaciones docentes y de logros de aprendizaje y a toda la información censal y estadística, y otra es verlos en vivo, en la realidad de una crisis que nadie, ningún país, se esperaba, y para la cual nadie estaba preparado. Por ejemplo, ya desde antes, a nivel global, el 53% de niños de 10 años en países de ingresos medios y bajos no podían leer ni comprender textos simples y el 56%, entre los 6 y los 11 años, no manejan las matemáticas de manera competente. Lo mismo pasaba con la brecha digital: el 79% de los estudiantes de ALyC que participaron en la prueba PISA de 2018 tenía acceso a internet en casa, pero solo 61% tenía una computadora y solo 30% contaba con software educativo. Y si revisamos los puntajes de los países de ALyC en esa misma prueba, todos sin excepción eran menores al promedio internacional en las tres áreas calificadas, que son matemáticas, lectura y ciencia. Chile, el mejor posicionado en lectura, ocupó el lugar 43 (sobre 79), y Uruguay, el mejor en matemáticas, estaba en el lugar 58. Esas son algunas de las razones por las cuales varios países emprendieron en las últimas décadas reformas educativas sistémicas y estructurales, entre ellos México en la Administración pasada, para tener mejores docentes y mejores logros de aprendizaje, que empezaban ya a dar algunos resultados: las últimas pruebas aplicadas a estudiantes de 3º de secundaria mostraron progresos en 11 de los 32 Estados mexicanos en lenguaje y comunicación, y en 18 para matemáticas, medidos a través del incremento de las puntuaciones alcanzadas entre 2015 y 2017, los años evaluados.
Es pronto para saber cómo se moverán estos indicadores cuando pase la fase crítica de esta pesadilla, pero un informe de marzo pasado del Banco Mundial estima que si tomamos como línea de base el porcentaje de estudiantes que ya estaban por debajo del “nivel mínimo de rendimiento” antes de la covid, o sea, la pobreza de aprendizajes —porcentaje de niños de 10 años incapaces de leer y comprender un relato simple— que era del 55%, después de la pandemia podría llegar al 71% calculando escuelas cerradas por 10 meses; si el cierre es de 13 meses aumentaría a 77%. Y si esos niños hicieran ahora la prueba PISA en lectura, su puntaje bajaría, en el caso de los niños pertenecientes a los dos deciles de ingreso más pobres y con escuelas cerradas por 10 meses, de 362 puntos a 321, y en el caso de los niños de los dos deciles más ricos, también bajaría de 456 a 426 puntos. Es decir, el impacto en ambos casos es a la baja, pero naturalmente es menor para los niños de hogares con mayores ingresos. Para el caso de ALyC no hay un ejercicio de simulación similar, pero no hay razones para pensar que pudiera ser distinto, considerando que, según Unicef, entre marzo de 2020 y febrero de 2021 las escuelas han estado cerradas entre 180 y 211 días. De hecho, 11 de los 20 países más afectados son de esta región.
Por otra parte, la evidencia preliminar indica que la pandemia ha tenido un enorme impacto psicológico, afectivo y emocional sobre los alumnos y también sobre segmentos relevantes de los docentes, manifestados por ejemplo en los niveles de estrés, tristeza, depresión, ansiedad; en el incremento en los niveles de violencia doméstica; en el embarazo adolescente, el abuso, la violencia sexual y otras disfunciones, en especial entre la población más pobre y marginada. Por ejemplo, investigadores de Harvard (The Wall Street Journal, abril 9 de 2021) que han estado siguiendo a 224 niños de 7 a 15 años encontraron que alrededor del 67% de ellos tenían síntomas clínicamente significativos de ansiedad y depresión, así como problemas de comportamiento como hiperactividad y déficit de atención, entre noviembre de 2020 y enero de 2021. Esta proporción supone un incremento muy significativo desde el 20% o 30%, respectivamente, que mostraban esos mismos trastornos antes de la pandemia, los cuales, naturalmente, fueron más acentuados entre niños con un miembro de su familia hospitalizado o muerto por covid, o bien cuyo padre o madre perdió el trabajo.
Todas estas son razones del mayor peso para volver a la escuela y es urgente contar con una hoja de ruta clara, realista, eficiente y decidida. Diversas instituciones han hecho esfuerzos por clarificar acciones y recomendaciones para trabajar, primero, en el retorno a la presencialidad en condiciones seguras; después en la evaluación, medición y diagnóstico de los costos psicológicos y socioemocionales y de aprendizaje con que los estudiantes y los docentes regresarán a la escuela; más tarde en la remediación de lo perdido en términos de las adaptaciones curriculares necesarias, la flexibilización y/o ampliación de los calendarios y la jornada escolar, las intervenciones tutoriales, el establecimiento de sistemas de monitoreo oportuno, apoyo y prevención ante conductas de riesgo o la incorporación gradual de la educación socioemocional al currículo de manera sistemática, entre otras cosas, y finalmente retomando la agenda en favor de una educación de calidad y el desarrollo de conocimiento orientada hacia las próximas dos décadas al menos.
Desde luego que habrá tensiones, dudas y contradicciones entre los formuladores de política acerca de este mapa de navegación, que entre otras cosas requiere más dinero, pero ninguna debe impedir afrontar el gran desafío de reabrir, ya, las escuelas. De lo contrario, millones de niños y jóvenes pagarán los costos de la indecisión.