Ante la explotación interminable de ciertos temas en el cine mexicano, es un respiro que la película nacional más comentada hoy en día no muestre rifles de asalto ni torturas ni violencias de cualquier tipo.
El alivio no viene de un cansancio con la actualidad expresada en imágenes; después de todo, el cine es un arma necesaria en la revuelta contra el statu quo, pero las más de las veces la representación viene del oportunismo y de la más absoluta incomprensión de la ética cinematográfica y de los dolores en el México actual.
No vale la pena ahogar a los espectadores con imágenes que derroten su moral y que conviertan la crisis en entretenimiento.
Tótem (2023), de Lila Avilés- el alivio es más grande porque no solo se trata de un ejercicio ajeno a las tendencias más cuestionables, sino que además se distingue por evitar la forma clásica de la narrativa con mensaje y se apega a cierta tradición realista a partir de la crónica.
Tótem es protagonizada por Sol (Naíma Sentíes), una niña curiosa e inteligente que a menudo hace la plática a partir de lo que descubre leyendo en internet, pero pronto el resto de su familia le quita el lugar al centro para representar una comunidad de personajes que en las familias mexicanas hemos conocido de una forma u otra: niños traviesos, tías que se pelean, un gato llamado Monsi para reflejar los gustos de la familia.
Lila Avilés los reúne en un día que culmina con la fiesta de cumpleaños de Tona (Mateo García), el papá moribundo de Sol, quien, al ocupar las conversaciones de los demás, se convierte en el fantasma que el cáncer aún no logra engendrar. La invisibilidad de Tona —la mayor parte del metraje la pasa reposando en su habitación- define el tono y las acciones de toda la familia, empezando por el luto anticipado que vive la niña.
Lila Avilés podría hacer con esta idea lo típico: insertar a su amplio elenco en una película de Robert Altman o de Luis Alcoriza en la que los estereotipos sirvan para esbozar caricaturas de lo mexicano, pero por acertada que pudiera resultar en las generalidades, la técnica sería insuficiente para describir individuos complejos como los que parecen interesarle a la directora y guionista.
Lila Avilés se alejaría de lo que buscó en La camarista (2018), su debut en largometraje, que observaba la cotidianidad de una trabajadora de limpieza en un hotel de la Ciudad de México.
Aquella película destacó porque su denuncia a las condiciones de trabajo de Eve (Gabriela Cartol) no era melodramática o desesperanzadora; al contrario, al mostrarla disfrutando de los privilegios exclusivos para los huéspedes, Avilés la describía como una mujer desobediente que no podía vencer al sistema pero lograba burlarlo de vez en cuando. Eve era una persona de pocas palabras cuya interioridad se expresaba en acciones; para conocerla, Lila Avilés solo podía contemplarla.
La narración en Tótem sigue la misma línea y con mayor compromiso, ya que, siendo una niña, Sol es más impotente que Eve: al no poder hacer mucho para cambiar la salud de su papá, se impone la cotidianidad sobre los grandes eventos dramáticos.
Para su fortuna, los adultos a su alrededor encuentran formas de solidarizarse: no podrán matar a la muerte, pero proporcionan consuelo; sin embargo, Lila Avilés caería en el sentimentalismo si dedicara la película entera a esto, y por ello pasa más tiempo recolectando momentos y actitudes, gestos, que, como ya lo adelantaba, describen a muchas otras familias. Ya desde el comienzo nos encontramos con un encantador remedio casero para destapar un oído: una prima menor de Sol recarga su cabecita en su hombro para sostener con su oreja libre un cono de papel quemándose, mientras su mamá supervisa la cura.
En Tótem, Avilés representa el imaginario supersticioso de los mexicanos a través de esta familia de clase media alta, que más adelante se vuelve a manifestar en una escena en la que una santera le hace una limpia a la casa. En otra más, un hermano de Tona convoca a una terapia cuántica en la que los buenos pensamientos de toda la familia se concentran para intentar salvar al enfermo.
Lila Avilés no busca comprender la mentalidad fetichista o cuestionarla, sino capturarla como síntoma de dos cosas: la desesperación de una familia cansada de la quimioterapia y el amor tan grande que los hace creer en un milagro.
Lila Avilés observa también otros rituales espontáneos y típicos, desde las travesuras de las niñas hasta lugares comunes expresados como objetos, entre ellos las cortinas bordadas y transparentes de la casa, que simbolizan mucho más que una protección contra el sol por ser una convención de los decorados en el país. El lenguaje de las madres en Tótem es también una búsqueda del universo local por la forma en que regañan a sus hijos -“Hazlo como te enseñé, papi: abanico, abanico, abanico”— o también por la manera en que esconden sus dolores para protegerlos. La paternidad se divide entre el tierno Tona -un hombre joven y de temperamento creativo que intenta aliviar la depresión de Sol- y la dureza de su propio padre, que apenas si acepta la homosexualidad del hermano de Tona y expresa su amor más fácilmente con un regalo que simboliza paciencia y trabajo. Quizá por eso Avilés lo hace mudo, incapaz de comunicarse más que mediante una electrolaringe.
La naturaleza observacional de Tótem culmina al distanciarse de una tradición típica en el cine protagonizado por la infancia: la perspectiva de la niñez. De René Clement a Carla Simón, existe en este tipo de películas una tentación de observar el mundo de los protagonistas desde su propio entendimiento; de mirar como lo hace la infancia.
Cineastas españoles como Carlos Saura y Víctor Erice incluyeron hasta las fantasías y memorias de los personajes de Ana Torrent, pero Lila Avilés prefiere observar a Sol y su círculo desde afuera. En Tótem hay un plano que sugiere la perspectiva de la niña cuando espía a su abuelo dando terapia, pero también hay muchas otras escenas que ella no atestigua y que parecen extraídas de un documental filmado con una cámara al hombro al que se le atraviesan la mexicanidad, el luto, el amor y la comunidad familiar.
En su búsqueda de la autenticidad, Lila Avilés encontró una imagen (in)usual del país, que al fin recoge fundamentalmente la ternura y la costumbre.
Si bien sus imágenes no parecen contener una declaración política, su sola existencia es un choque importante con las normas del cine mexicano contemporáneo -una lucha estética, porque permiten a sus espectadores ser representados por una vez como algo más que signos de una Historia contenciosa y sangrienta: gente común que en sus rituales más inconsecuentes nos describen a todos los demás.