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Trabajamos demasiado y estamos siempre exhaustos. El burnout es el síndrome de nuestra generación

En 1952, el escritor y anarquista sueco Stig Dagerman publicó en una revista un monólogo que tituló Nuestra necesidad de consuelo. Son páginas dolorosas en las que Dagerman relata la condición de profunda asfixia y ansiedad interpretativa a la que se sintió sometido durante toda su vida. Se sentía esclavo de su nombre y de su talento hasta tal punto que “no hacía uso de ellos por miedo a perderlos” y arremetía contra quienes, sobre todo en el mundo editorial, le exigían un rendimiento constante: “No tiene sentido afirmar que el mar existe para mantener flotas y delfines. Lo hace manteniendo su libertad. Y es igualmente absurdo afirmar que el hombre existe para otra cosa que no sea vivir. Claro que acciona máquinas o escribe libros, pero podría hacer cualquier otra cosa. Lo esencial es que hace lo que hace manteniendo su libertad y con la clara conciencia de que tiene dentro de sí -como cualquier otro detalle de la creación- su propia finalidad. Descansa en sí mismo como una piedra en la arena”.

En este breve artículo, Dagerman denuncia las jaulas modernas de la sociedad capitalista, incluido el propio trabajo, en el que “un reloj cronométrico” y un “controlador del tiempo de producción” miden la valía de un hombre y los intereses económicos prevalecen sobre los derechos inalienables del individuo. Realiza una reflexión no sólo lúcida sobre su tiempo, sino también actual y clarividente de las distorsiones del actual sistema capitalista, en el que el trabajo prácticamente ha monopolizado nuestras vidas, llevándonos al colapso psicológico.

De hecho, según una reciente encuesta de Eu-Osha (Agencia Europea para la Seguridad y la Salud en el Trabajo), el 46% de los trabajadores europeos se sienten expuestos a una sobrecarga de trabajo y temen no tener tiempo suficiente para realizar las tareas requeridas; cerca del 36% muestran síntomas de ansiedad relacionados con la escasa comunicación y cooperación dentro de la empresa, mientras que el 50% temen que revelar un problema de salud mental pueda afectar negativamente a su carrera profesional. 

En nuestro país, las cosas no van mejor: el Informe Global sobre el Lugar de Trabajo de Gallup -publicado en 2022- reveló que alrededor del 60% de los trabajadores mexicanos experimenta un sentimiento de mediocridad e insatisfacción al pensar en su trabajo, sólo el 4% se siente afectado por su trabajo, y cerca de la mitad se ha acostumbrado al estrés (49%) y a la preocupación constante (45%). Esta cultura tóxica no sólo empuja a cada vez más personas a trabajar muchas horas, sacrificando su vida privada, su tiempo de ocio y su salud psicofísica, sino también a hacerlo aceptando salarios indignos, precariedad y formas de trabajo inestables, o en todo caso demasiado bajas en relación con sus competencias.

A pesar de lo que se creía en el siglo pasado, el desarrollo tecnológico y la abundancia de recursos no nos han permitido recuperar nuestro tiempo, ni han mejorado las condiciones de los trabajadores. Al contrario, la digitalización de nuestra existencia ha trastocado aún más las fronteras entre la vida profesional y la privada, haciendo en muchos casos imposible distinguir entre trabajo y no trabajo, tiempo libre y tiempo productivo. La disponibilidad constante que proporcionan los teléfonos inteligentes y los ordenadores personales nos ha condenado a un trabajo continuo no remunerado: consultamos correos electrónicos y plataformas de comunicación fuera del horario de oficina y esperamos que nuestros compañeros hagan lo mismo. Incluso el trabajo inteligente -originalmente un recurso valioso para empresas y empleados-, debido a la falta de regulación, se ha convertido con el tiempo en la última de las muchas herramientas en manos de los empresarios para explotar y robar mano de obra adicional: de hecho, para disipar el prejuicio generalizado de que trabajar desde casa equivale a no trabajar en absoluto, el 25% admite pasar incluso más tiempo del que debería delante de la pantalla del ordenador. En un sistema perverso, controlado y controlador llegan a confundirse y se convierten en una misma cosa: tal y como escribió Michel Foucault en vigilar y castigar, no saber si uno está controlado o no produce, como efecto, una introyección del aparato de control.

La sociedad capitalista ha conseguido hacernos creer que el trabajo era un valor en sí mismo, una actividad capaz por sí misma de propiciar la elevación espiritual y permitir la plena realización. Toda situación de precariedad existencial es normalizada y narrada como un sacrificio necesario para alcanzar el éxito profesional. El tiempo libre se monopoliza porque la inactividad no es rentable: en la sociedad de la eficiencia, si no “produces” lo suficiente no existes, por lo que el trabajo coincide cada vez más con nuestra vida y el currículum se convierte en el único parámetro para determinar nuestra esencia.

La narrativa celebratoria del trabajo no sólo ha permitido el sometimiento total al mito de la productividad a cualquier precio, sino que también ha conllevado un enfoque utilitarista del conocimiento en el que el desarrollo humano queda subyugado a la lógica del mercado. A la vivencialidad del estudio, a la idea del título como vía de enriquecimiento personal, el capitalismo ha sustituido la competencia, el individualismo y la obsesión por los resultados. Un claro ejemplo de ello es la corporativización radical que ha sufrido la escolarización en los últimos años, con su insistencia en la selectividad, en la “didáctica por competencias” (el proyecto de alternancia escuela-trabajo es un ejemplo de ello) y en la necesidad de favorecer los cursos Stem o los institutos técnicos superiores, más capaces de responder a las necesidades del mercado laboral. Una vez más, basta pensar en el hecho de que la propia aula -por el papel central que se sigue atribuyendo a la nota- es a menudo el primer lugar donde se forma a una mentalidad competitiva y a una actitud instrumental y nocionista hacia el conocimiento.

El sistema universitario no es, desde luego, menos exigente: licenciarse sólo tiene sentido si se alcanzan las cualificaciones exigidas por las empresas y, al hacerlo, lo que se valora es, ante todo, el tiempo empleado: hay que terminar los estudios lo antes posible, optimizar los recursos y encontrar un método que permita presentarse al mayor número posible de exámenes en poco tiempo. Desde este punto de vista, las propias relaciones sociales son un obstáculo: el Otro es un enemigo, alguien que puede hacer un “rendimiento” mejor que el tuyo, llegar a la meta antes que tú y robarte el protagonismo. Por el contrario, quienes no logran sostener los rígidos parámetros establecidos por nuestra sociedad y acaban fuera de curso son automáticamente apostrofados como fracasados u holgazanes y a menudo se ven inmersos en un perverso mecanismo de presión social y culpabilidad que puede conducirles a la muerte. 

Este modelo económico y social empieza a mostrar su verdadero rostro. Nos sentimos cada vez más cansados, agotados e incapaces de escuchar nuestro ritmo interior. El mecanismo competitivo nos obliga a rendir cada vez más, a explotarnos a nosotros mismos y a los demás hasta el consumo físico para ver certificada socialmente nuestra identidad. 

El listón de la autorrealización y la gratificación se aleja cada vez más, condenando a la angustia y la culpa a quienes no se adaptan al ritmo de producción. Por eso no es de extrañar que cada vez más personas presenten síntomas de estrés elevado y trastornos mentales y que la prescripción de antidepresivos y ansiolíticos en México se haya más que duplicado respecto a hace veinte años, rozando porcentajes alarmantes precisamente en México, donde más del 7% de las personas los utilizan y, entre ellos, muchos son jóvenes o incluso adolescentes. O que, de nuevo, en los últimos años se está observando a nivel mundial un aumento exponencial de los casos de renuncia al trabajo: un fenómeno que en Estados Unidos es el motivo de unos 4 millones de ceses laborales al mes y que -según revelan los datos trimestrales del INEGI- también está afectando a nuestro país, con 1,6 millones de solicitudes y un aumento del 22 % respecto a los datos registrados en el mismo periodo de 2021. 

Estos datos son la prueba de que el burnout, ya sea por trabajo o por estudios, no es un problema personal, sino colectivo. Tratarlo como si fuera un asunto privado, a resolver por vías individuales, puede servir al individuo, pero exime de toda responsabilidad a la colectividad y al sistema político y social en el que está inmerso. El capitalismo nos ha hecho creer que sólo se puede existir y alcanzar la plenitud en la producción, que la existencia es una eterna performance, que hay que superar los límites biológicos naturales aun a costa de ver comprometida la propia salud mental. Hemos interiorizado la cultura de la hiperproductividad y del ganar a toda costa, hasta tal punto que cuestionarlas ahora significa también cuestionar nuestra propia humanidad y el sentido de la vida misma.

Seguir comportándonos como autómatas al servicio de la maquinaria opresora capitalista no puede ser la solución. Trabajar con pasión es algo bueno: creer, sin embargo, que sólo a través del trabajo es posible realizarse y ennoblecer el propio ser es peligroso, porque lo convierte en una especie de religión a la que hay que ser pasivamente fiel, e independiente de cualquier otra consideración. El trabajo se convierte en un favor concedido graciosamente, una oportunidad -ofrecida por un empresario con corazón de oro- para escalar por fin una pirámide de poder que en realidad sólo recompensa siempre a los mismos privilegiados.

La introducción del salario mínimo legal de 172 pesos diarios, la semana laboral corta o la reducción de la jornada laboral por el mismo salario son soluciones viables y sin duda permitirían al trabajador ser menos dependiente del trabajo y más libre para dedicarse a su familia o a aquellas actividades consideradas improductivas. El temor, sin embargo, es que corran el riesgo de no ser más que un paliativo en una sociedad que aún no parece tener intención de cuestionarse seriamente la sostenibilidad de un modelo productivo que, para dar la débil impresión de funcionar, está llevando cada vez a más gente al colapso.