Bernard Arnault siempre quiso ganar. De niño fue el primero de clase. Más tarde, el que superaba los exámenes más exigentes para acceder a los estudios más exigentes. Dicen que llegó a tocar muy bien el piano, pero, como sabía que no iba a ser el mejor con el piano, lo dejó, y ahora solo es una afición. Conserva un piano de cola en una sala junto a su despacho en el 22 de la avenida de Montaigne, en París. A veces se acerca, interpreta una sonata. O el mejor o nada. El propietario de las mejores marcas: el emperador del lujo. El coleccionista de arte, el filántropo. Y la persona que se disputa con Elon Musk el cetro de la más rica del mundo.
La clasificación fluctúa: esta semana, tras ostentarlo durante buena parte del año, ha perdido el trono en favor del dueño de Tesla y Twitter, según el índice de millonarios de Bloomberg. Pero que el amo de LVMH se haya convertido en la primera fortuna del planeta tiene una lógica.
“Siempre fue el primero en todo”, dice Nadège Forestier, una periodista de Le Figaro que lo trató con asiduidad durante los años de su ascenso y en 1990 publicó, junto a Nazanine Ravaï, la que probablemente sea la biografía más completa de sus años iniciales, Bernard Arnault ou le Goût du pouvoir (Bernard Arnault o el gusto del poder). “Pienso que él encuentra normal ser el más rico del mundo, puesto que siempre estuvo por encima de los demás”.
Arnault (Roubaix, 74 años), presidente del grupo LVMH, es una anomalía en el capitalismo global. Un hombre de una industria artesanal y elitista, la de los productos de lujo, en la era de los milmillonarios de Silicon Valley y del populismo tecnológico. Un francés en un club tradicionalmente monopolizado por estadounidenses, acaso chinos en el futuro, y a la altura, o por encima, de Musk o Jeff Bezos. Los superó a finales de 2022 y, desde entonces, ha consolidado su posición. Su fortuna, dopada por el aumento en los ingresos, los beneficios y el valor de las acciones, ha superado esta primavera en algunos días los 200.000 millones de euros, mayor que el presupuesto anual de la Unión Europea. Según el más reciente recuento de Bloomberg, el viernes, ahora se sitúa en unos 187.000 millones de euros. Arnault tiene más del 40% de las acciones de LVMH, compañía que en los últimos cinco años se ha revalorizado en Bolsa un 166% y vale 410.000 millones de euros.
“Su talento consiste en tomar una marca que existe y darle un increíble golpe de acelerador”, resume el ensayista y consultor Alain Minc, que conoce bien a Arnault. Pero no puede dormirse en los laureles. En realidad, no es la competencia lo que le quita el sueño. LVMH (propietario de marcas como Louis Vuitton, Dior, Tiffany & Co., Moët & Chandon y un total de 75 maisons o casas en la moda, los cosméticos, la joyería, las bebidas alcohólicas) domina un sector imparable: el número de millonarios aumenta, aunque la clientela no se limita a este segmento.
A Arnault tampoco le quita el sueño ser impopular en su país, aunque este invierno, durante las manifestaciones contra la reforma de las pensiones, figuraba como uno de los destinatarios predilectos de los eslóganes de los manifestantes. No tan odiado como el presidente Emmanuel Macron, ni de lejos, pero sí aparecía como símbolo de las desigualdades e injusticias sociales. “Francia va mal por distintos motivos”, lamenta el diputado de izquierdas François Ruffin, némesis de Arnault en el debate público en Francia. “La divisa republicana es ‘Libertad, igualdad, fraternidad’, y pienso que, desde hace 40 años, Francia está herida en la igualdad”.
Cinco hijos
Si algo ocupa a Arnault estos días, si algo podría torcerlo todo, es otra cosa: la sucesión. Es una historia particular y eterna. Un patriarca y cinco hijos de entre 48 y 24 años, dos de un primer matrimonio con Anne Dewavrin (Delphine y Antoine) y tres del segundo con Hélène Mercier (Alexandre, Frédéric, Jean). Trabajan en el negocio. Todos, sobre el papel, podrían sucederlo. Él se ha dado hasta los 80 años para seguir al frente, aunque nada le impide aplazar la jubilación. Se tomará su tiempo para decidir.
“Bernard Arnault se ha esmerado para que se mantenga el equilibrio entre los hijos y para que no haya batallas entre ellos”, explica la periodista de Le Monde Raphaëlle Bacqué, coautora junto a Vanessa Schneider de Successions. L’argent, le sang et les larmes (Sucesiones. El dinero, la sangre y las lágrimas). Todo va bien, en apariencia. Pero Bacqué, que entrevistó para su libro al patriarca y a sus hijos, y accedió al sanctasanctórum de la avenida de Montaigne, precisa: “Hay rivalidades que no se expresan”. Todo empieza en Roubaix, en la frontera franco-belga y el norte industrial, una galaxia alejada de la avenida de Montaigne con sus tiendas de Fendi, Celine, Givenchy, Dior, Vuitton. Esto es el norte de Francia, el viejo pulmón industrial del país. A partir de los años setenta y ochenta, esta región sufrió el vendaval de la globalización y el cierre de las fábricas y de las minas. El bastión obrero de la izquierda se convirtió en una de las principales bolsas de votos de la extrema derecha. Hijo y nieto de empresarios de la construcción en Roubaix, Arnault pertenece a una familia de la burguesía de provincias. A los siete años, su abuelo lo llevaba a visitar las obras. Una obsesión, ya entonces: la educación. Cuando muere su abuelo, agarra el boletín de notas, en el que los profesores lo felicitan por el excelente trabajo, y lo mete dentro del ataúd. Es su homenaje.
Hay algo muy francés en este hombre: lo que Bacqué llama “la religión del diploma”. Si la Escuela Nacional de la Administración, la ENA, forma a los altos funcionarios, él opta por otro camino, el de la ingeniería: las exigentes Escuela de Minas y Politécnica. Décadas después, intentará que sus hijos sigan el mismo currículo. No siempre con éxito. “Para él, lo único que cuenta es la Politécnica”, dijo Antoine, el mayor de los hijos varones, al mando del holding que controla LVMH, a Bacqué y Schneider en Successions. “Yo entendí enseguida que no estaba hecho para esto. Le decía: ‘No debes intentar esculpirme a tu imagen y semejanza”.
La devoción por el diploma y por la Politécnica explican que, en las quinielas sobre la sucesión, se señale a veces al cuarto hijo, Frédéric, de 28 años, responsable de la marca de relojes TAG Heuer. “No solo le sale todo bien, sino que es modesto y bastante simpático”, analiza Bacqué en un café de Montparnasse. “Y es politécnico”, añade, “como Bernard Arnault”. El mayor del segundo matrimonio sobresale también: Alexandre, de 31 años y ejecutivo en Tiffany & Co., muy expuesto en redes sociales y medios de comunicación. Sin olvidar a la primogénita, Delphine, de 48 años, jefa de Dior y casada con el empresario francés de las telecomunicaciones Xavier Niel. Y el benjamín, Jean, de 24 años, que trabaja en la división de relojes de Louis Vuitton.
Pero volvamos al joven Bernard Arnault, quien, recién salido de la Politécnica, regresa al norte y entra en Ferret-Savinel, la empresa familiar. Pronto Jean, su padre, le cede el mando. El 10 de mayo de 1981, François Mitterrand gana las elecciones presidenciales y un escalofrío recorre las capas más adineradas del país. Por primera vez desde 1958, cuando en plena guerra de Argelia el general De Gaulle fundó la V República, un socialista llega al Elíseo. ¡Y aliado con los comunistas! Un ministro de Valéry Giscard d’Estaing, el presidente saliente, proclamaba unos días antes de la elección que, si ganaba Mitterrand, los tanques rusos desfilarían por los Campos Elíseos.
Arnault hace las maletas y se instala con la familia en Nueva Rochelle, cerca de Nueva York. Invierte en operaciones inmobiliarias en Florida y prepara los próximos movimientos. Escriben las biógrafas Forestier y Ravaï que un día, de compras en los almacenes neoyorquinos Bloomingdale’s, busca una bata de noche y un traje. Elige Dior. “Y entonces”, relatan las biógrafas, “piensa: ‘No hay nombre más bello. En Estados Unidos, el presidente de Dior es más conocido que el presidente de la República Francesa”.
Es la hora de regresar. En 1983 Mitterrand ha rectificado sus políticas económicas, los tiempos parecen más propicios para emprender en Francia. Compra por un franco simbólico Boussac, imperio textil al borde de la quiebra. En los seis años siguientes Arnault eliminará 8.000 empleos. Lo que le interesa es la joya de Boussac: Christian Dior. Será la primera piedra del imperio. “¿Hay riesgos graves?”, preguntó el padre al hijo en el momento de la compra, según contó, al morir Jean Arnault en 2010, el diario Les Echos, también propiedad de LVMH. “Sí”, respondió el hijo. El padre replicó: “No se hacen buenos negocios sin arriesgarse. ¡Vamos a ello!”. Cinco años después, apenas cumplidos los 40, se hace con LVMH, Louis Vuitton Moët Hennessy, que ya entonces era el primer grupo mundial del lujo.
“Hasta entonces, el lujo era patrimonio de pequeñas maisons muy prestigiosas, sin cifras de negocios enormes”, dice Nadège Forestier, biógrafa de Arnault, en el salón de su apartamento, cerca de la Torre Eiffel. “Él vio que había una población en el mundo entero de gente que podría acceder a esto y que se les podía hacer soñar y, a la vez, que había en el mundo entero un potencial de riqueza”. Forestier añade: “Recuerdo que estábamos acabando el libro y le preguntamos: ‘¿Qué hará usted en 20 o 30 años? Nosotras estábamos convencidas de que se dedicaría a la banca, a las finanzas. Jamás pensamos que seguiría al frente de un grupo dedicado al lujo únicamente”.
Observa Raphaëlle Bacqué: “Él regresó de Estados Unidos con la idea de que, siendo europeo y siendo francés, lo que para el resto del mundo es Francia es la gastronomía y la moda. Y esto es exactamente aquello sobre lo que ha construido LVMH”. Y añade: “Lo interesante es la idea de un lujo que no se dirige solo a los ricos, sino también a las categorías populares que compran sus pintalabios o un chisme con el logo de Dior. Entendió que no solo los ricos compran esto, sino que las clases medias quieren participar del lujo también”.
Que Francia, la Francia permanentemente angustiada por su declive, la Francia igualitaria que es uno de los países más redistributivos del planeta, produzca al hombre más rico del planeta es una de las paradojas del fenómeno Arnault. Un misterio, pues este no es el país más innovador, ni —si se hace caso del discurso político e intelectual— el más apegado al libre comercio y al capitalismo, ni tampoco tiene una industria potente.
Alain Minc explica la paradoja con una metáfora. “Mire un mapa del mundo e imagínese, por un instante, que California haya sido devorada por un terremoto”, plantea. “¿Cuál es el lugar del mundo donde están los mayores capitalistas? ¡La pequeña Francia! Es decir, si uno prescinde de la gente de la tecnología, Francia es el único país que ha producido a grandes capitalistas en los últimos años. Arnault, el primero, pero no solo él: también Pinault, Bolloré, Niel… Y, además, las familias que han heredado empresas y que las han hecho crecer formidablemente: Dassault, L’Oréal, Hermès”.
¿Y por qué este éxito? “Esta gente aprendió a gestionar en un momento en el que gestionar era muy difícil, puesto que éramos un país ‘socializante”, responde Minc. “Cuando usted ha aprendido a correr los 100 metros con un saco de arena en la espalda, el día en que le quitan el saco de arena corre muy bien”. Es otra manera de decir que no era un país para capitalistas, pero algo cambió hace unos 15 años, con la llegada de Nicolas Sarkozy al Elíseo, y después François Hollande y Emmanuel Macron. Ya era fuerte antes; después multiplicaron su force de frappe, su pegada.
“Siempre ha tenido buenas relaciones con los presidentes desde Jacques Chirac y ha vestido a todas las primeras damas desde Bernadette Chirac”, explica Bacqué. “Hace lobby sobre la fiscalidad: los derechos de sucesión, el impuesto sobre las fortunas”.
La relación de muchos franceses con sus ricos es ambivalente,como lo es con el lujo: una mezcla de odio y admiración, rechazo y orgullo. El 13 de abril, unas decenas de manifestantes en huelga contra la reforma de las pensiones entraron con bengalas en la sede de LVMH.
La imagen dio la vuelta al mundo: los de abajo conquistando la fortaleza de los de arriba. El símbolo no es nuevo. El diputado Ruffin dedicó a Arnault en 2015 un documental al estilo de Michael Moore, Merci, patron! (¡Gracias, patrón!), que empezaba con imágenes de fábricas abandonadas de la textil Boussac y recordaba la polémica en 2012 cuando Arnault pidió la nacionalidad belga y el diario Libération tituló en portada: ‘¡Lárgate, rico gilipollas!’. Años después, el diputado denunció que fue objeto de vigilancia por parte del antiguo jefe de los servicios secretos interiores, el turbio Bernard Squarcini, que por entonces trabajaba como consultor para LVMH.
Dice Ruffin: “No albergo ningún sentimiento de venganza hacia Bernard Arnault como individuo. Simplemente, creo que a esta clase social hay que ponerle los pies en el suelo y, si no lo hace por iniciativa propia, obligarlo a ponerlos: en el terreno fiscal, social, ecológico”.
Arnault, que finalmente renunció a la nacionalidad belga, suele responder a las críticas recordando que LVMH tiene unos 40.000 trabajadores en Francia, de los 175.000 mundiales, y más de 100 centros de producción en el país. E insiste en que LVMH es el primer contribuyente en impuesto de sociedades en Francia. Respecto a Ruffin, afirmó ante el Senado en enero 2022: “El señor Ruffin es alguien muy brillante que es de extrema izquierda y para quien LVMH, desde siempre, es un espantajo”.
Un gran escualo
La comparecencia ante el Senado, durante una comisión de investigación sobre la concentración de los medios de comunicación, es una de las pocas declaraciones públicas recientes de este hombre “tímido, pero seguro de sí mismo, extremadamente bien educado pero muy frío, glacial”, según Nadège Forestier. “Físicamente es particular”, describe la periodista Raphaëlle Bacqué, que lo entrevistó para su libro. “Es muy alto, longilíneo, parece que se deslice sobre el suelo… Parece un gran escualo”.
Una vez al mes, Bernard Arnault almuerza con sus hijos en el 22 de la avenida de Montaigne. Pasan juntos las vacaciones. Les ha colocado en puestos estratégicos. Hablan casi cada día. “Todo lo tiene en cuenta”, subraya Bacqué. “La capacidad para dirigir la empresa, pero también el equilibrio psicológico, la capacidad de trabajo. El carácter”.
“Los pone a prueba, los pone en competición, pero nada dice que el día que elija a uno, los otros lo vayan a aceptar”, dice Minc. “Como los cinco están en la empresa y como todos son buenos, la decisión no es límpida. Los cinco podrían sucederle. Así que va a ser complicado. Además, los cinco salen de dos matrimonios distintos, lo que lo complica también. Así que el único problema es la elección del sucesor. Pero él está en plena forma, juega al tenis cada día, considera que seguirá muchos años”.