El abejorro cumple 25 años. “El euro es como un abejorro. Es un misterio de la naturaleza, porque no debería volar, pero lo hace”, dijo Mario Draghi en el verano de 2012, al final del discurso del whatever it takes, cuando parecía que la eurozona estaba destinada a ser un cadáver pasado por el hacha de Jack el Destripador. Los apocalípticos ya eran legión hace un cuarto de siglo, cuando Europa decidió darse una moneda común y acabar con marcos, francos, pesetas y demás reliquias monetarias. Los economistas anglosajones, capitaneados por varios premios Nobel, predijeron que aquello no volaría. “Es un gigantesco error histórico”, bramó en su día Ken Rogoff, del FMI.
Durante la crisis del euro volvieron a sonar las trompetas de Jericó: “El apocalipsis llegará muy pronto”, avisó Paul Krugman, pesimista jefe contra la Unión Económica y Monetaria. Pero ahí sigue el euro, desafiando las leyes de la gravedad. Porque tiene serios defectos de fábrica: una unión monetaria sin unión fiscal ni bancaria, por no hablar de unión política, es algo inherentemente frágil.
El euro tiene fallos difícilmente subsanables de incompatibilidad entre culturas políticas, económicas e industriales de los distintos países. Ha protagonizado una guerra de baja intensidad entre acreedores y deudores; siempre ha sido un amaño entre las reglas alemanas y la discrecionalidad francesa. Pero domina el arte de ir tirando.
Tras dos guerras calientes y una fría, el euro acabó siendo la respuesta más radical del europeísmo. “Europa comenzó como un proyecto elitista que creía que solo era preciso convencer a los que tomaban decisiones; esa fase de despotismo benigno se acabó”, dijo entonces el recientemente fallecido Jacques Delors. El euro fue el precio que los franceses pidieron por la unidad alemana; a cambio, Berlín exigió que la moneda se construyera a imagen y semejanza del marco, y acabó imponiendo su ley: Alemania era y es el gran beneficiario de la eurozona (pese a que está sumida en una grave crisis de modelo).
Delors erró el tiro: el despotismo benigno sigue ahí. La primera década de la moneda fue una marcha triunfal. Jean-Claude Trichet, jefe del BCE, lo calificó 10 años después de nacer de “éxito notable”; Joaquín Almunia, entonces en la Comisión, dijo que era “un foco de estabilidad”. Los dioses castigan con saña el pecado de hybris: se suponía que el euro iba a poder reciclar los excedentes del Norte en el Sur, pero justo cuando Trichet y Almunia se daban ese baño de complacencia todo ese dinero fácil estaba hinchando burbujas colosales y acabó provocando problemas en toda la periferia. La gestión de la crisis fue insoportablemente mediocre: una crisis financiera de libro se gestionó como una crisis fiscal, en uno de los mayores gatos por liebre de la historia. Berlín, Bruselas y Fráncfort impusieron ajustes draconianos y la eurozona estuvo a un paso de romperse; la magia de Draghi la mantuvo a salvo.
El euro, en fin, es duro de pelar. Pero el cisne esconde bajo las aguas unas patas de monstruo: quienes pensaron que la integración económica traería unión política estaban equivocados; quienes pensaban que bastaba con un puñado de reglas escritas en bronce estaban equivocados; quienes pensaban que el euro sería una máquina de fabricar convergencia estaban equivocados. Y sin embargo, a pesar de los pesares, el abejorro sigue volando.