¿Qué tienen en común los buses eléctricos en Chile, los bonos azules en Ecuador y la construcción de la primera planta de papel sin uso de combustibles fósiles en Brasil? Todos ellos son ejemplos de la capacidad de innovación de América Latina y el Caribe para reducir su huella de carbono. Y si hoy todas las miradas están puestas en Dubái, donde 70.000 personas se reunirán para la nueva Cumbre del Clima, la COP28, es importante resaltar las razones por las que la región debe tener un papel protagonista en la transición global hacia una economía verde.
En primer lugar, por su urgencia: aunque América Latina y el Caribe solo aporta el 10% de emisiones de gases de efecto invernadero del mundo, ya sufre los efectos devastadores del calentamiento global. Desde los incendios en Chile, las sequías en Uruguay, Argentina, y Brasil, las inundaciones en Perú, hasta las temperaturas récord en el sur de Brasil o en el Caribe, la región está siendo golpeada por eventos climáticos extremos, cada vez más frecuentes, y con consecuencias más devastadoras.
Los desastres climáticos también pueden agravar aún más las desigualdades existentes en la región. Se calcula que estas catástrofes han provocado la pérdida de alrededor del 1,7% del PIB cada año, y que podrían empujar a la pobreza extrema a entre 2,4 y 5,8 millones de personas de aquí a 2030en la región. Ello implica que no solo es necesario mitigar las emisiones, sino adaptar las economías y la sociedad a los efectos del cambio climático.
La cuestión de la Amazonia es más apremiante que nunca. Durante los últimos treinta años, la deforestación, los incendios forestales y la creciente actividad humana en la ecorregión han puesto en jaque a este bien público global. El río Amazonas transporta el 20% del agua dulce del mundo, el bioma contiene el 40% de la selva tropical que queda en el mundo y el 10% de la biodiversidad conocida del mundo. Ahora los científicos advierten que corre peligro de convertirse en una sabana. ¿Pueden imaginarse las consecuencias que esto podría tener?
La pregunta obvia en este contexto es: ¿qué podemos hacer en esta carrera contrarreloj en la que nos encontramos? Según diferentes estimaciones, para que la región alcance sus objetivos de desarrollo sostenible es necesaria una inversión anual de unos 150 mil millones de dólares, algo que requiere actuaciones e inversiones inequívocas por parte del sector público y del sector privado.
El sector público debe jugar un papel fundamental, creando las políticas, los marcos regulatorios y los incentivos necesarios para lo que va a ser una histórica transformación de los modos de producción y, en cierta medida, de vida. Ello implica, por ejemplo, una revisión completa de las políticas públicas, de la asignación de recursos, y una reevaluación de las políticas de subsidios e incentivos existentes, especialmente en sectores como la agricultura, la energía, el transporte o la construcción. El Grupo Banco Mundial está desarrollando estudios concretos en decenas de países que pretenden identificar de forma mucho más concreta estas actuaciones.
Pero jamás podremos alcanzar los objetivos pretendidos si no conseguimos movilizar el capital privado que permita financiar esos volúmenes de inversión: el Fondo Monetario Internacional calcula que el capital privado deberá aportar en torno al 80% de las inversiones necesarias. América Latina y el Caribe tiene la capacidad de innovación, los medios y los activos que permiten pensar que es posible.
Por ejemplo, la región ya cuenta con una riqueza excepcional en energías renovables, como la capacidad hidroeléctrica de Paraguay, la eólica de México y la solar de Brasil. Además, dispone de un tercio o más de las reservas mundiales de cobre- un componente esencial de los circuitos eléctricos- y de litio, necesario para un futuro bajo en carbono. Esto son solo ejemplos que ponen de manifiesto la riqueza natural que existe en la región y que puede hacer posible la transición hacia una economía verde. Pero es necesario más, y sobre todo conseguir hacerlo a una escala suficiente para realmente modificar las pautas diarias de consumo a lo largo y ancho del continente.
Ello va a requerir una colaboración mucho más estrecha entre el sector público y el privado, con la utilización de instrumentos financieros que permitan esa suerte de efecto multiplicador entre “las dos caras de la misma moneda” que se produce cuando los incentivos se alinean para conseguir el mismo objetivo.
Buen ejemplo de ello es la utilización de asociaciones público-privadas, las cuales han sido fundamentales para atraer inversión privada y acelerar la implementación de proyectos a gran escala en esta región y en muchas otras.
La parte positiva es que, en la región, la mayor parte de países ya cuenta con marcos regulatorios sólidos que pueden generen la confianza necesaria para atraer inversión a largo plazo en proyectos intensivos en capital. El reto es acelerar su diseño e implementación, ya que el tiempo es oro. Ello debe ocurrir no solo en mercados grandes, que ya reciben la atención de los principales inversores globales, sino también en mercados más pequeños, que inicialmente pudieran considerarse menos atractivos, pero donde proyectos de asociaciones público-privadas bien diseñadas y focalizadas pueden ser transformacionales. Ese es el caso, por ejemplo, del parque eólico Lamberts, en Barbados. Con el objetivo de ayudar al país a alcanzar su objetivo de transición a un 95% de energías renovables para 2030, este proyecto pone de manifiesto como en el Caribe también se pueden desarrollar modelos de asociaciones público-privadas efectivas que sirvan de referencia a nivel global.
Por último, y no menos relevante, resulta la necesidad de diseñar estándares y taxonomías que unifiquen con un lenguaje común los activos e inversiones que pueden etiquetarse como sostenibles, verdes, azules o vinculados a la biodiversidad. Estos criterios facilitan la comparación de proyectos, garantizan homogeneidad conceptual, proporcionan transparencia y evitan el greenwashing en el mercado financiero. Con proyectos de taxonomías verdes en varios países, América Latina y el Caribe se ha posicionado como un faro en la materia, y puede inspirar a otras regiones.
América Latina y el Caribe se encuentra en un punto de inflexión. En 2025, acogerá la cumbre del clima COP30, y muy simbólicamente, será en Belém, en el corazón de la Amazonia. Esperamos que sea una oportunidad para demostrar que la visión y el liderazgo del sector privado, respaldados por una gobernanza efectiva y el compromiso de la sociedad civil, puedan transformar los desafíos en oportunidades. La región no puede ser solo observadora de la transición verde, tiene la capacidad y la responsabilidad de liderarla. El futuro es verde.