Pam Miller es una mujer de Míchigan que fuma sin parar y se gana la vida con el culto a Donald Trump. Lo sigue por todo el país con su camioneta blanca, que tuneó instalando en el techo una gorra con un 45, el lugar que el expresidente ocupa en la lista de los inquilinos de la Casa Blanca. Un número que para sus fieles es como el 23 para los de la leyenda del baloncesto Michael Jordan; no hace falta añadir más.
Miller vende camisetas, viseras y banderas en honor al político republicano allá donde este da uno de sus multitudinarios mítines. “No es un mal negocio, siempre y cuando responda este trasto”, comentaba mientras acariciaba el salpicadero de la furgoneta a las puertas del espectáculo que el candidato ofreció el fin de semana pasado en Rock Hill, en la recta final de las primarias de Carolina del Sur. Desde que empezó con su negocio, durante la campaña electoral de 2020, nunca le ha ido, asegura, mejor que ahora.
Miller es testigo de la caída y el ascenso de Donald Trump desde que dejase deshonrosamente la Casa Blanca, dos semanas después de que miles de sus seguidores se lanzaran, al calor de sus arengas, al asalto del Capitolio el 6 de enero de 2021. Aquello le valió un segundo juicio político (impeachment) y las críticas de destacados líderes del Partido Republicano, que después fueron poco a poco comiéndose sus palabras, rendidos ante la evidencia de que subestimarlo lleva siendo una pésima idea desde que el magnate inmobiliario y estrella de la telerrealidad entrase en escena en 2015, bajando las escaleras mecánicas del rascacielos que lleva su nombre en Nueva York.
Trump parecía en 2021 encaminarse al vertedero de la historia, abandonado por los suyos y convertido en un político vociferante con una menguante base de fieles. Tres años después, se prepara para su nombramiento como candidato republicano a la Casa Blanca, en la repetición del duelo de 2020 que lo enfrentó a Joe Biden y en el que algunas encuestas lo dan como ganador a ocho meses vista frente a un contrincante en horas bajas por las dudas que genera su avanzada edad (81 años). La coronación de Trump (77 años) llegará previsiblemente el Supermartes, cuando se celebran las primarias de 15 Estados, cuyos resultados pueden agotar las excusas para seguir en la pelea de su única rival en pie, Nikki Haley, republicana más moderada que el expresidente.
La que termina ha sido también la semana en la que Trump ha retomado el control total del aparato del partido y de su alma. El lunes anunció su dimisión Ronna McDaniel, presidenta del Comité Nacional Republicano, órgano que el candidato ―que llevaba meses cortando la hierba bajo los pies de McDaniel― necesita que trabaje a todo rendimiento en su campaña. Por si quedaban dudas de esas intenciones, entre los planes del magnate está nombrar como copresidenta del comité a su nuera, Lara Trump.
Aunque el golpe más simbólico llegó dos días después, cuando Mitch McConnell avanzó, a sus 82 años, que no renovará en noviembre como líder conservador en el Senado, cargo que ha desempeñado durante 17 años, más tiempo que nadie en la historia. El político de Kentucky, que llegó a Washington con Ronald Reagan en la Casa Blanca, es la encarnación de la vieja guardia del partido y era, desde el asalto al Capitolio, una de las dianas favoritas de Trump: el Rino definitivo, siglas en inglés de republicano solo de nombre (Republican in name only), etiqueta que no inventó el magnate, pero que ha logrado apropiarse eficazmente como parte de su rentable retórica del enfrentamiento.
McConnell también es un referente de ese conservadurismo al que en Estados Unidos suelen referirse últimamente como “el Partido Republicano de tus abuelos”, para contraponer la herencia de Reagan y los Bush, con su optimismo y su fe en las instituciones, en los mercados y en el papel de la primera potencia como policía del mundo, esa “ciudad brillante en la colina” (en la definición de Reagan) que citó el senador en su discurso de despedida, frente al pesimismo aislacionista y el nacionalismo populista del movimiento MAGA, siglas de Make America Great Again (devolvamos la grandeza a Estados Unidos). Un credo más parecido a los ideales que guiaban al partido conservador en los oscuros años veinte o treinta, cuando algunas de sus facciones flirtearon con el nazismo.
La gran mentira
“Los sectores más tradicionales han llegado a la conclusión de que lo necesitan para ganar, que no es posible hacer mucho para echarlo, y que solo queda esperar a que se desintegre él solo”, opina en una entrevista telefónica David M. Drucker, analista del medio conservador The Dispatch. Drucker publicó a finales de 2021 In Trump’s Shadow (A la sombra de Trump), libro en el que aventuraba, a partir de decenas de entrevistas, el mapa de la batalla por suceder al expresidente en las elecciones de 2024. “Claramente, fue un error de cálculo”, admite Drucker dos años y medio después.
“Cuando empecé a trabajar en el libro, en 2020, estaba entre las opciones que perdiera, pero nadie podía imaginar que convencería a la mayoría de los votantes republicanos de que en realidad no había perdido y que le robaron las elecciones. Eso le ha permitido presentarse de nuevo, con la fuerza de un presidente que busca la reelección, y no como un perdedor empeñado en volver a intentarlo. Cuando entró en escena, hace nueve años, el tipo de republicano populista que él representa era marginal en un partido dominado por un establishment moderado. Ahora, el establishment es él”.
En descargo de Drucker, hay que decir que no fue el único que subestimó a Trump. Tal vez el punto más bajo del expresidente llegó a mitad de la legislatura de Biden, con las elecciones legislativas de noviembre de 2022, en las que los republicanos, que anticipaban un triunfo por goleada, tuvieron que conformarse con ganar el Congreso por la mínima, mientras veían a los demócratas ampliar su representación en el Senado. Los análisis coincidieron entonces en culpar a Trump por apoyar en Estados decisivos a candidatos extremistas, que ahuyentaron a los votantes moderados. Esa certeza, unida a la aparición de una estrella en ascenso por el horizonte de Florida, el gobernador Ron DeSantis, llevó a los medios a empezar a preparar el papeleo de la defunción política de Trump. Algo más de un año después, DeSantis se reveló como una estrella fugaz, que se apagó en enero pasado, tras los caucus de Iowa.
El profesor de la Universidad de Berkeley Dan Schnur, que ha trabajado como estratega en cuatro campañas presidenciales, considera que si DeSantis no hubiese tardado varios meses en lanzarse al ruedo, podría haber tenido alguna oportunidad. “Los resultados de las primarias y el apoyo a Haley [que registró sus mejores cifras, un 43% en New Hampshire, y un 40% en Carolina del Sur, su Estado natal] indican que hay una minoría considerable de votantes que quieren volver a un conservadurismo más tradicional al estilo de Reagan. Sin embargo, Haley tampoco ha logrado ampliar esa base, lo que sugiere que el trumpismo dominará la formación mientras Trump esté en danza”.
Pocos lo habrían dicho, reconoce Schnur, cuando el expresidente lanzó su campaña rumbo a 2024. Lo hizo, en otra huida hacia delante, a los pocos días del batacazo de las legislativas. Fue en un acto airado y desabrido en Mar-a-Lago (Florida), su residencia en Palm Beach. Después, la campaña languideció durante meses y entretanto el comité de la Cámara de Representantes que investigó el 6 de enero publicó su demoledor informe, que recomendaba procesar al exmandatario por cuatro delitos, incluido el de insurrección.
Su suerte cambió un sábado de marzo de 2023 con un mensaje en su red social, Truth, en el que alertaba de que lo detendrían el martes siguiente en Nueva York por una vieja cuenta pendiente con la justicia: el supuesto pago en negro en 2016 para comprar el silencio de la actriz porno Stormy Daniels sobre una relación extramatrimonial entre ambos que él niega. En su nuevo libro sobre Trump, Tired of Winning, el veterano periodista de Washington Jonathan Karl cuenta que el magnate soltó aquel mensaje sin pruebas más sólidas que haber visto a las seis de la mañana en un programa sin apenas audiencia de la cadena MSNBC la reposición de la declaración de un comentarista, realizada dos días antes, que daba por hecha una imputación en Nueva York.
El título del libro de Karl es un homenaje a una de las más famosas fanfarronadas de Trump, pronunciada en abril de 2016: “Vamos a ganar tanto que incluso os cansaréis de ganar”. “Su derrota más visible fue la de 2020, pero ya perdía antes de llegar a la Casa Blanca y lo ha seguido haciendo después”, escribe Karl. “Aunque sí hay un área en la que Trump se ha demostrado como un ganador infalible. Una y otra vez, ha vencido a los republicanos en otro tiempo prominentes que trataron de tumbarlo, y en ese proceso, ha rehecho el partido a su imagen”.
El preso PO1135809
Con la imputación de Nueva York, Trump empezó a sacar brillo al discurso del mártir y a repetir en sus mítines variantes de esta frase, dirigida a los suyos: ”Cuando vienen a por mí, vienen en realidad a por vosotros, pero no os preocupéis, porque yo me mantengo firme en mi camino”. Con cada nuevo lío judicial, su popularidad fue creciendo y con ella, la recaudación de fondos y la variedad de artículos del universo MAGA (un verdadero derroche de imaginación): entre los que mejor se venden están los que juegan con la foto del preso PO1135809, tomada en agosto pasado, cuando lo ficharon en Atlanta por el pucherazo electoral que trató de consumar en Georgia.
Además de este caso y el de Stormy Daniels, Trump se enfrenta a otros dos juicios, 91 delitos penales en total: en Florida, por los papeles de Mar-a-Lago, cajas y cajas de documentos confidenciales que se llevó indebidamente de la Casa Blanca; y en Washington, por tratar de revertir el resultado de las urnas de noviembre de 2020 y por los hechos que condujeron a la insurrección del 6 de enero. De momento, la estrategia de dilatar los procesos está funcionando a sus abogados, gracias (en otra de las noticias de la semana) a la decisión del Tribunal Supremo de revisar a finales de abril si la inmunidad presidencial le asistía en esos últimos meses en la Casa Blanca. Con suerte, los juicios llegarán tras las elecciones.
“Una de las cosas más inusuales de Trump es que sus simpatizantes no lo responsabilizan de ninguno de sus fracasos”, apunta Drucker. “Siempre es culpa de otros: de los republicanos demasiado blandos, de los demócratas, de los medios… Nunca es suya. Es una mezcla extraña: lo ven como a un hombre fuerte, capaz de casi todo, que, sin embargo, cuando se muestra incapaz de algo es porque no podía hacer nada al respecto”. Si pierde en noviembre, Drucker no descarta que se vuelva a presentar, ya quizá con su propio partido, en 2028. “Y si no gana entonces, en 2032. A menos que haya muerto″, añade.
Su caso es tan excepcional en la política estadounidense que hasta eso parecería posible. Otro asunto es que su caída y ascenso puedan estudiarse en las escuelas de liderazgo político: sus trucos se antojan inimitables, las argucias de un mago cómodo en la improvisación y el caos.
En los manuales de historia tampoco abundan los precedentes a la jugada de regresar a la Casa Blanca cuatro años después que Trump pretende: “El único ejemplo remotamente relevante hay que buscarlo en Grover Cleveland, el único presidente que cumplió mandatos no consecutivos a finales del siglo XIX. Theodore Roosevelt intentó hacerlo y no le salió”, recuerda en un correo electrónico el historiador presidencial Russell Riley. El experto coincide en que lo “especialmente inusual” de Trump es su condición de “perdedor en serie”, cuyo partido no trata como tal. “Lo único seguro a estas alturas”, dice, “es que la forma en que lo ha logrado mantendrá ocupados a los historiadores durante mucho tiempo”.
Todo indica que también seguirá dando trabajo a Pam Miller y a su vieja camioneta blanca errante con el número 45 impreso en el techo.