“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. La frase que le dice el joven Tancredi a su tío, el príncipe Fabrizio Corbera, en la novela El Gatopardo es el germen de un concepto que los expertos en ciencias políticas suelen llamar gatopardismo. La idea es tan sencilla como retorcida. Cada cierto tiempo, el poder debe iniciar una transformación supuestamente revolucionaria para que, en la práctica, solo se altere la parte superficial de las estructuras del poder. La coronación de Carlos III, celebrada el sábado 6 de mayo en la abadía de Westminster, fue un gran ejercicio de gatopardismo. El rey británico ha transformado las apariencias de la institución milenaria que encabeza para que perdure otros mil años.
El palacio de Buckingham y su poderoso aparato de publicidad llevan meses bombardeando a la prensa con noticias sobre los cambios que ha hecho el rey para modernizar su ceremonia de entronización y coronación. El monarca redujo la lista de invitados de los 8.000 de su madre, Isabel II, a poco más de 2.000; acortó la duración del rito; invitó a otras cabezas coronadas; sustituyó a la nobleza británica por representantes de la sociedad civil —de todas las profesiones y condiciones sociales—; introdujo por primera vez en la historia un coro góspel; eligió música coral de nueva composición cantada en las distintas lenguas de las islas, y lució prendas históricas recicladas en aras de la sostenibilidad y la eficiencia. Incluso decidió que su consorte, Camila, no estrenara corona, como marca la tradición, como gesto de empatía con la crisis económica y social que atraviesa el Reino Unido. Ni los floristas se salvaron de la aparente revolución carolina, ya que tuvieron que confeccionar los arreglos prescindiendo de plásticos y espuma floral, un material que no es ni compostable ni biodegradable.
Pero lo cierto es que no ha ocurrido nada novedoso en la coronación de Carlos III. La ceremonia se ciñó a un guion escrito hace más de 600 años en el Liber Regalis, un manuscrito medieval que contiene los detalles de este rito. El rey fue ungido con óleo santo entre bambalinas, para que sus súbditos no vieran su momento de comunión con Dios. Y luego fue investido con toda la parafernalia simbólica de la institución: las espuelas de caballos, que se remontan a los tiempos de Ricardo Corazón de León; la corona de San Eduardo, una réplica de la que encargó Eduardo el Confesor; los cetros y varas con diamantes expoliados durante la época del imperio; el orbe del soberano; la Silla de San Eduardo y la Piedra del Destino, una roca en la que, según la tradición, el Jacob del Génesis vislumbró la escalera que conecta el cielo con la tierra.
Tras la ceremonia, entre lo divino y lo profano, los septuagenarios reyes se montaron en una carroza dorada con 260 años de antigüedad y regresaron a Buckingham, un palacio con otros 260 años de historia, para protagonizar “el momento balcón”. Siguiendo la tradición, salieron a saludar al pueblo, tal como lo hizo Isabel II durante sus 70 años de reinado, y tal como lo hicieron antes que ella Jorge VI, Jorge V, Eduardo VII y la reina Victoria. El martes, cuando las joyas vuelvan a la Torre de Londres y los británicos regresen al trabajo, Carlos III seguirá disfrutando de los inmensos privilegios que amasaron sus ancestros y continuará con su cometido: cambiar todo para que todo siga igual.