Hace unos meses, en Buenos Aires, estuve sentada en un desfile a metros de Jordan Belfort, el famoso “Lobo de Wall Street”. Sí, parece uno de esos sueños semi psicodélicos, pero no lo es. El por qué se encontraba allí (más tarde descubriría que su esposa, Cristina Invernizzi, es argentina) me resultaba una incógnita. Mi mente, acostumbrada a asociar a Belfort con Leonardo Di Caprio y el personaje que éste creó en el cine, tardó en acostumbrarse al nuevo rostro que debería adjudicar al ex corredor de bolsa, ahora ex convicto y conferencista motivacional.
Entre las escenas más famosas de la película dirigida por Martin Scorsese, replicada ad infinitum en Tik Tok por esas cuentas cuyos usuarios son, por lo general, una combinación de las palabras “éxito”, “millonario”, “mentalidad” y “hábitos”; se encuentra la conversación que Belfort tiene a bordo de su yate con un agente del FBI. “Mira lo que encontré en mi bolsillo: el salario de un año, justo aquí”, le dice con un fajo de billetes de cien dólares en la mano, “¿sabes cómo los llamo? Fun coupons [cupones de diversión]”, agrega luego de un intento de soborno rechazado y una invitación a retirarse poco amigable. Y, uno a uno, los hizo llover sobre la cabeza del agente que se retiraba.
Muchas de las frases de “El lobo de Wall Street”, que nacieron de lo que el propio Belfort escribió en su libro del mismo nombre publicado en 2003, son parte del léxico de un club de obsesionados con el éxito, el trabajo, el mérito y el emprendedurismo. Para este grupo, el checklist de la vida ya no pasa por plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro; sino por crear un negocio, comprar un yate y trabajar 80 horas por semana. No te rindas. Piensa en grande. Cree en tí mismo. Ama lo que haces. La fórmula es lineal: persevera y triunfarás. Que el 1% de millonarios a nivel mundial no te desaliente, tú puedes ser uno de ellos si lo sigues intentando.
De Wall Street a Silicon Valley, el culto a los grandes CEOs es una parte fundamental de la cultura del hustle. Sin embargo, son los gurús de la tecnología, como Steve Jobs, Larry Page y Bill Gates, con sus hábitos particulares y leyendas fundacionales, los que generan un fanatismo cuasi religioso entre sus seguidores. Compartir la imagen deificada del rostro de Jobs sobre un fondo blanco, seguir dietas como las de Jack Dorsey, ex CEO y cofundador de Twitter, en las que la privación del alimento es vista como un método para alcanzar la híper concentración, o despertar a las 4 a.m. como Bill Gates son algunos de los comportamientos en los que incurren en busca de pertenecer de manera simbólica a este selecto grupo de empresarios exitosos.
El elemento fundamental de la glamourización del esfuerzo, el trabajo incesante y la privación del placer es su carácter performativo. El acto de poner el despertador antes del alba no está completo sin su socialización, sea entre amigos, otros miembros del “club” o a través de las redes sociales. Es decir, el espectáculo del ultra rendimiento solo existe en función de su audiencia: sin público, sin un otro que valide el actuar, el objetivo está incompleto. Vivir como un CEO de la tecnología es, en este grupo de referencia, equivalente a practicar un deporte, ser un escritor que efectivamente escribe (sorprendería la cantidad de escritores que no escriben) o ser un buen amigo en otros ámbitos y sistemas de valores. Las redes sociales no hacen más que amplificar estos círculos y expandir la dinámica a dimensiones antes imposibles, creando una vidriera para mirar y ser mirado.
En una era desprovista de sentido, la espiritualidad encuentra nuevas formas y lenguajes. Figuras poderosas, casi míticas, como los grandes CEOs de las empresas tecnológicas son el epítome del éxito moderno y se convierten en una guía cierta, una promesa de lo posible. El mito que los rodea, que nace de aquellas costumbres que están en los límites de lo humano y en el campo de lo extraordinario, recalca esa distancia entre ellos y el resto de los mortales.