La foto del expresidente de los Estados Unidos Donald Trump, con el puño cerrado, sangrando en la cara por una herida sufrida durante un mitin en Pensilvania, con el gorro rojo Make America Great Again, pasa a formar parte de la historia política estadounidense, cambia el clima de las elecciones a la Casa Blanca de 2024 y ofrece a la Convención Republicana, que se inaugura el lunes en Milwaukee, un mensaje político diferente y más profundo, obligando a los demócratas del presidente Joe Biden a ponerse cada vez más a la defensiva.
Cuánto afectará el ataque a Trump, es imposible determinar. La parálisis de los demócratas para resolver la cuestión de la edad de Biden probablemente los dejará hundirse en la inercia hacia la derrota. La violencia política socava la democracia, síntoma de una nación confundida.
El acontecimiento corre el riesgo de llevar a un país, que en los últimos años se ha vuelto más amargado, polarizado y propenso a la violencia, en una dirección aún más sombría. La responsabilidad de la clase política estadounidense de reafirmar la importancia de la calma política nunca ha sido tan importante.
La violencia no tiene cabida en una democracia. El socavamiento de la libertad de expresión y la tolerancia política, y el aumento desenfrenado de la desinformación en las redes sociales, han sido una característica de la política estadounidense durante la última década. La división partidista entre demócratas y republicanos no ha hecho sino aumentar y volverse más tóxica. Esto se ha acompañado de una mayor disposición al uso de la fuerza física. Entre los estallidos esporádicos de violencia de los últimos cuatro años se incluye el ataque del 6 de enero de 2021 contra el Capitolio de Estados Unidos por parte de partidarios de Trump.
Los hechos del sábado no son una anomalía en el largo experimento de los Estados Unidos con la gobernanza democrática. Los intentos de asesinato o los complots contra presidentes, candidatos presidenciales y otros líderes políticos son hechos recurrentes.
La forma en que las democracias responden a momentos como éste es la verdadera evaluación de su temple. Es de temer que los acontecimientos del sábado no hagan sino exacerbar aún más la encarnizada retórica entre los políticos. Algunos republicanos, entre ellos JD Vance, el senador de Ohio -un aspirante a ser compañero de fórmula de Trump- se apresuraron a atribuir la culpa del incidente a la campaña de Joe Biden. “La premisa central de la campaña de Biden es que (…) Trump es un fascista autoritario al que hay que detener a toda costa”, afirmó en X.
El propio Trump ha recurrido a un lenguaje incendiario durante sus discursos, incluso durante la campaña electoral de 2024. Se le acusa de haber incitado los disturbios del Capitolio, tras negar el resultado de las elecciones de noviembre de 2020. Su intento de asesinato corre ahora el riesgo de enfurecer a sus partidarios más fervientes.
Históricamente, los asesinatos o intentos de asesinato han supuesto una llamada de atención para el sistema político estadounidense, permitiendo que las voces de la razón se reafirmaran. Un ejercicio necesario hoy más que nunca. Los políticos de ambos lados del espectro tienen la gran responsabilidad de instar a la calma y poner fin al vitriolo. Cualquier declaración pública debe redactarse con cuidado. Los republicanos deben alzar la voz y evitar la tentación de utilizar el acontecimiento como un grito de guerra. Al ex presidente se le oyó gritar “lucha” mientras era conducido a un lugar seguro. El tono moderado inicial que imprimió en las publicaciones de su plataforma Truth Social es de enaltecer.
El mensaje claro que debe surgir de este lamentable episodio es que la violencia es inaceptable, y que un país dividido que recurre a la fuerza física para resolver sus problemas es, sin duda, un país más débil.
Si Estados Unidos puede estabilizar su caótico discurso público, debe reflexionar sobre cómo ha llegado hasta aquí. Resulta chocante que cerca del 60% de los adultos estadounidenses en una encuesta reciente estuvieran de acuerdo en que las elecciones no resolverían los problemas políticos y sociales más fundamentales del país. Los sórdidos acontecimientos del sábado son un recordatorio más de que hay una podredumbre más amplia en Estados Unidos que necesita arreglo, y de que la democracia nunca debe darse por sentada.