La noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014, el grupo criminal Guerreros Unidos y la policía, respaldados por una corrupta red de instituciones locales, estatales y federales, secuestraron a 43 estudiantes de la normal rural Isidro Burgos, de Ayotzinapa.
Los jóvenes intentaban trasladarse en cinco autobuses desde la ciudad de Iguala hacia la capital del país para la conmemoración de otra masacre estudiantil, la del 2 de octubre 1968 en la plaza de Tlatelolco, cuando fueron atacaron a balazos.
Después de una década, y de dos Gobiernos que han revisado el caso —el del priista Enrique Peña Nieto, y el del saliente Andrés Manuel López Obrador— todo lo que se ha recuperado de los 43 jóvenes desaparecidos, han sido tres trozos de huesos de tres de ellos. El país se prepara para masivas protestas por la masacre y el curso en el que ha derivado la investigación.
Los normalistas, estudiantes de las escuelas normales rurales, proceden de los estratos más humildes de México. Las escuelas nacieron con la Revolución mexicana con el objetivo de formar como maestros a los hijos de los campesinos. Para muchos de ellos, las normales rurales constituyen la única oportunidad de estudiar.
Sobre ellas ha pesado siempre el estigma por sus ideas izquierdistas, a pesar de la opinión del presidente, y su cercanía a la guerrilla, que las hizo blanco de la guerra sucia del PRI y el Ejército de finales del siglo pasado. Ya antes de la desaparición de los 43, los asesinatos y la persecución política de sus alumnos a manos de las fuerzas de seguridad del Estado eran habituales.
Con las relaciones rotas entre los familiares de los 43 de Ayotzinapa y el Gobierno, Andrés Manuel López Obrador se ha dirigido a ellos en el décimo aniversario del crimen de Estado.
El presidente de la República ha hablado brevemente de la desaparición forzada de los jóvenes a manos de la policía y el grupo criminal Guerreros Unidos al final de su conferencia diaria de prensa de este jueves, que ha durado tres horas: “Que les quede muy claro, se los digo de manera sincera, con todos mis sentimientos, no hay impunidad para nadie. Hicimos todo por encontrar a los jóvenes y a nadie se le protegió. Queríamos saber todo, se complicaron las cosas, están enredadas, complicadas por intereses, pero la verdad siempre se abre paso y la justicia tarda pero llega. Hay que seguir adelante. Eso es lo que puedo decir”.
En una intervención de cuatro minutos, el presidente ha prometido que la investigación continuará con su sucesora, Claudia Sheinbaum, también del partido Morena, que tomará posesión del cargo en cinco días tras ganar las elecciones de junio. “Estamos nosotros todavía en lo que nos queda trabajando para encontrarlos y como les expresé en la carta que les escribí, que les envié, Claudia Sheinbaum, la próxima presidenta es una mujer muy sensible y le va a dar continuidad a la investigación”. López Obrador se refiere a un escrito que mostró este miércoles en la Mañanera, coincidiendo con la publicación del tercer informe de la comisión presidencial del caso Ayotzinapa.
En el informe, cuyo contenido rechazan los familiares de los 43, López Obrador achaca la parálisis de la investigación sobre el paradero de los 43 a los malos usos del Gobierno anterior del priista Enrique Peña Nieto (2012-2018), bajo el que sucedió el crimen y que planteó un relato de los hechos, al que llamó la “verdad histórica”, demostrado como falso por los investigadores. Los padres y madres de los estudiantes consideran que el actual presidente los ha traicionado al posicionarse del lado del Ejército, institución que, aseguran, retiene documentos de inteligencia militar sin los que las pesquisas no pueden avanzar. Su contenido, defienden, no aportada nada a la búsqueda, no ofrece respuestas y no persigue a los culpables. En 10 años solo se han encontrado tres trozos de hueso de tres de los jóvenes.
López Obrador, consciente de las críticas, ha apelado directamente a los familiares: “No quiero dejar de expresar mi sentir, mi tristeza y manifestar mi solidaridad con las madres y los padres de los jóvenes de Ayotzinapa, que hoy se cumplen 10 años de la desaparición de los jóvenes. Ellos van a manifestarse, están en todo su derecho de hacerlo, hay que comprender lo que significa la pérdida de un ser humano, más cuando se trata de un hijo”. Este jueves, en la capital y otras ciudades del país habrá marchas en recuerdo de los 43 y para exigir justicia.
Cuestionado sobre las protestas que los compañeros de los jóvenes han protagonizado esta semana en Ciudad de México, en las que en dos ocasiones han arrojado pequeños explosivos caseros contra el Senado y la Secretaría de Gobernación, López Obrador los ha tildado de “grupos de derecha, muy conservadores”, apelativo que suele usar para calificar a los críticos con su Administración. “Aunque son demandas muy justas, desde luego, siempre hay provocadores, gente que se aprovecha de las circunstancias, oportunistas, sectarios, conservadores que quisieran hacernos daño. Sin represión, porque en nuestro Gobierno no ha habido ni habrá represión, vamos a procurar que haya una manifestación pacífica en bien de todos”.
Por lo pronto, los familiares de los 43 marcharán este jueves en Ciudad de México. A finales de agosto, rompieron el diálogo con el Gobierno ante la enésima negativa de entregar los documentos militares que reclaman. Uno de los padres, Don Berna, dijo esta semana que “López Obrador es igual que Enrique Peña Nieto”. Una década después, poco ha cambiado.
La conmemoración este jueves del décimo aniversario del caso Ayotzinapa, con marchas y protestas en Ciudad de México y otras urbes del país, evoca el empuje final de una ola en la costa: ya todo lo que podía pasar ha pasado, o no. Para bien y para mal. A cinco días del fin del sexenio, el recuerdo de esta fecha vergonzosa aliña el epílogo de Andrés Manuel López Obrador en la presidencia, caracterizado por un pico de polarización, sostenido en las enconadas discusiones legislativas sobre el Poder Judicial y la Guardia Nacional.
El caso Ayotzinapa duele en México. Duele el ataque brutal contra un grupo de estudiantes rurales, humildes, jóvenes, la desaparición de 43 de ellos a manos de un entramado criminal, apoyado en complicidades estatales. Duele que en 10 años no haya habido noticias de ellos, más que algunos trozos de hueso encontrados aquí y allá. Duelen los espacios en blanco de un relato que se resiste a ser contado, torpedeado de principio a fin por las autoridades, con diferentes niveles de gravedad, mucho mayores en los años de Enrique Peña Nieto (2012-2018).
También le duele al Gobierno saliente. López Obrador prometió resolver el caso, sin saber, cuando lo hizo, que las pesquisas golpearían a uno de sus aliados estos años, las Fuerzas Armadas, principalmente al Ejército. Fue el límite de la independencia de los investigadores, y de ellos mismos. La única defensa que puede esgrimir el mandatario apunta a la cantidad de pruebas destruidas en los años anteriores, a los testigos que han muerto y a todos los que callan, empezando por las decenas de autoridades procesadas a escala local, estatal y federal.
El triste aniversario del ataque recuerda también que la situación de inseguridad ha cambiado poco en estos diez años. México sufre incendios de violencia en varias regiones del país, algunos más presentes que otros en las redes y los medios, pero todos igual de sangrantes para una sociedad cada vez más cansada de la situación. En todas las encuestas, la inseguridad aparecía como una de las preocupaciones principales de los ciudadanos, una constante en realidad desde hace años.
No es para menos. La mediática batalla entre grupos de criminales en Culiacán, la capital de Sinaloa, que deja muertos y desaparecidos casi todos los días desde hace más de dos semanas, ilumina pugnas tan violentas como silenciadas en el resto del país. El martes, por ejemplo, Puebla registró ocho asesinatos y Guanajuato otros ocho, además de los seis de Sinaloa o Baja California, según el conteo preliminar diario que hace la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. Ningún noticiero abrió su tiempo con Puebla o Guanajuato. Así de habitual se ha vuelto la violencia.
Cadáveres abandonados en las calles, desmembrados, personas desaparecidas por terceros, cuerpos que emergen de fosas, las familias de todos… El enorme colectivo de víctimas de un país que cuenta más de 30.000 asesinatos anuales desde hace ocho se refleja en Ayotzinapa, un caso que ilumina uno de los grandes males del país, esa esfera compartida entre crimen, política y corporaciones de seguridad. El enorme esfuerzo de investigadores, estatales y externos, que han investigado el caso este sexenio, permite observar de cerca esa esfera.
No importa tanto que el caso no se resuelva, en el sentido del conocimiento revelado sobre el contubernio criminal. Con todos los espacios en blanco, toda la ignorancia acumulada sobre lo ocurrido en extensos tramos de la noche del ataque, ya se sabe que el grupo criminal que atacó a los estudiantes, Guerreros Unidos, gozaba de una importante red de apoyo institucional, de lo local a lo federal, participaran o no en el ataque contra los estudiantes. Y si solo se mira al ataque, a día de hoy hay 88 policías procesados, entre estatales, locales y federales, 16 militares, un marino, un alcalde, cinco exfuncionarios de la Fiscalía federal.
El caso Ayotzinapa revela lo que ocurre en otros casos que, lamentablemente, no reciben ni la mitad de la atención que este. En un país con niveles de impunidad arriba del 90%, se impone una reforma integral de las fiscalías, asunto del que pretende encargarse la administración entrante, dirigida por la futura presidenta, Claudia Sheinbaum. La violenta realidad que recibe expone los fracasos de sus predecesores. Ni políticas de mano dura, como la de Felipe Calderón (2012-2018), ni más amables, como la de López Obrador, han funcionado.
Sheinbaum jura el cargo el 1 de octubre. Ayotzinapa y tantos otros casos siguen sin resolverse. La futura mandataria recibe un Estado en vías de consolidar una corporación de seguridad, la Guardia Nacional, con una importante capacidad de despliegue. Pero el despliegue, como enseñó la noche de Iguala, solo implica un control territorial, susceptible de ser sometido a intereses espurios. El reto, como han explicado incontables expertos en políticas de seguridad estos últimos 20 años, radica precisamente ahí. En darle sentido al control.