Es una mañana soleada de mayo en Ciudad de México y en una esquina de la calle de Niza que desemboca en el ajetreado Paseo de la Reforma —vía neurálgica de la capital—, Leonel Bernal ya tiene todo dispuesto en su carro de venta de chilaquiles. Los oficinistas caminan apresurados con su cara aún de sueño, algunos con los auriculares al oído y la vista perdida en sus teléfonos móviles. Cruzan la avenida sorteando las largas hileras de vehículos, algunos sonando los cláxones ensordecedores, como si con ello pudieran hacer avanzar el tráfico mañanero.
En el puesto de Bernal algunas personas hacen una parada urgente para comprar el platillo: trozos de tortillas fritas bañadas en salsa verde o roja, con carne o pollo en hilachas y queso encima. Bernal llega a vender hasta 400 órdenes de chilaquiles en viernes, a 25 pesos (1,3 dólares) el plato pequeño, 55 el grande. El puesto “El Chilakil” ha sido su salvación después de haber perdido el trabajo dentro del sector formal, tras décadas dirigiendo una fábrica propia de producción de botellas, que cerró tras la crisis económica de 2008. Con 60 años a cuestas era difícil, dice, que alguna empresa lo contratara. Su opción fue abrirse paso en el sector informal, en el que más de 30 millones de mexicanos se ganan la vida día a día en la que es la economía número 13 del mundo y la tercera más importante de América, después de Estados Unidos y Brasil.
“No había oportunidades”, dice Bernal mientras se acerca a su puesto un joven oficinista de cabello engominado e impecablemente vestido a comprar su munición de chilaquiles. “Decidí emprender un negocio con la poca inversión que teníamos. Empecé con un puesto y actualmente tenemos dos y estamos tratando de crecer. La idea es aportar a la gente de oficina, que no todos los días puede ir a un restaurante, que pueda tener una buena comida a un precio asequible”. Es lo que él llama “acercar una buena comida a los Godínez”, como en México se conoce de forma popular a quienes trabajan en el sector formal, en horarios de oficina y a la espera de un salario fijo a fin de mes.
Quienes trabajan en el sector informal, sin embargo, no cuentan ni siquiera con un término popular que los defina.
En México “informal” abarca un amplio abanico de oficios, de oferta de productos y servicios. Pasearse por la capital de la República —inmensa metrópolis donde respiran más de 22 millones de personas—, significa toparse con carritos de comida callejera que impiden el paso, con sus propietarios ofreciendo tacos, huaraches, sopes, chilaquiles, frutas con chile, frutos secos. Hay vendedores de dulces, cigarros y refrescos. También gente con banderines verdes llamando a los coches a que carguen combustible en alguna gasolinera u ofreciendo un espacio en un aparcamiento de una ciudad donde estacionarse es una odisea.
Están también las personas —generalmente mayores— que empacan las compras en los supermercados o quienes te extienden una servilleta de papel en los baños de los restaurantes. El vendedor ambulante de tamales oaxaqueños que recorre en bicicleta las colonias de la clase media mexicana o el comprador de chatarra que grita a los capitalinos que está dispuesto a comprarles casi cualquier cosa vieja. En los vagones del metro —sofocantes en las horas de mayor ocupación— circulan vendedores con todo tipo de cacharros colgando del cuerpo y en estaciones como la de Insurgentes, importante parada para quienes trabajan en alguna oficina de Reforma, los limpiabotas esperan con rostros expectantes a que uno de esos oficinistas que sale de la boca de la estación se detenga a pedir que le saque brillo a sus zapatos.
Para las autoridades mexicanas es gente que trabaja, aunque el trabajo sea precario, mal pagado o incluso muchas de ellas solo reciban propinas. Las estadísticas oficiales del Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía (INEGI) muestran que el desempleo en México llegó en marzo al 3.6 %, comparable a Estados Unidos, donde marzo cerró con 3.8 % de desempleo, según un informe del Departamento del Tesoro.
“La clave son las encuestas que hace el INEGI”, comenta Valeria Moy, directora general del organismo México, ¿cómo vamos?, un colectivo de académicos que analiza las políticas públicas y produce informes e investigaciones sobre el desempeño económico del país. “El INEGI hace preguntas del tipo “¿usted trabajó una hora esta semana?” Si tu respuesta es sí, ya no estás desempleado. Una persona que vende dulces en la esquina, no se considera desempleada. Para considerar a alguien desempleado no debes tener empleo o tienes que estar buscando uno activamente”, explica.
La académica asegura que el trabajo informal tiene un “impacto tremendo” en la economía mexicana, que aún no ha sido cuantificado. “La informalidad no es únicamente lo que ves en las calles, es algo más complejo”, dice Moy, para quien la informalidad también incluye a personas que cuentan con un contrato, que pagan impuestos, pero que sus empresas no los han inscrito en el Instituto Mexicano de la Seguridad Social (IMSS). “Hemos llegado a este nivel porque no solo no lo hemos arreglado, sino que lo hemos permitido. En México la informalidad no es ilegal, la ilegalidad depende del bien o servicio que ofrezcas. Esta ambigüedad ha permitido que el problema crezca. Lo hemos hecho cada vez más complejo. Nuestro régimen fiscal también ha permitido que esto aumente: Volverte formal es costoso y no hay muchos incentivos para que las empresas tengan trabajadores formales. La formalidad sube el costo de nómina aproximadamente en 47 %”, explica Moy.
Trabajar con contrato pero sin beneficios fue la experiencia de Mariana Mosqueda, una joven de 30 años que laboró por cuatro en la Secretaría de Desarrollo Social. Originaria de Guanajuato, Mosqueda estudió Cultura y Arte, pero como no encontró un trabajo como gestora cultural —su anhelo— aceptó una propuesta para trabajar en la Ciudad de México.
Tenía 23 años. Fue recibida por amigos y empezó a laborar por 10,577 pesos al mes, aproximadamente 556 dólares al cambio actual. No todo fue como esperaba: su primer mes el salario se retrasó, no la inscribieron en la seguridad social, no tenía prestaciones y en el proceso los contratos cambiaron de ser anuales a mensuales. Su jornada de trabajo comenzaba a las nueve y no tenía hora de salida. Durante unas vacaciones Mosqueda se fracturó unas costillas y fue cuando se percató de la importancia de estar asegurada: no pudo acceder a una clínica del IMSS para atenderse. “Llegó un momento en 2015, en una reunión de fin de año cuando vi a mis amigos felices, realizados, satisfechos, libres, que me pregunté para qué estaba hecha, por qué no me sentía realizada”, cuenta Mosqueda.
Su decisión fue dejar su empleo y dedicarse a la confección. Su madre trabaja como costurera en una maquiladora y Mosqueda aprendió a coser desde los once años. Creó un taller de confección en su casa, en la Colonia Juárez de la Ciudad de México, y en ella se gana la vida arreglando prendas dañadas, cosiendo bolsos para una marca propia que registró o confeccionando vestidos. Para poder mantenerse necesita, dice, ingresar 500 pesos al día, aproximadamente 26 dólares. No paga seguridad social, pero dice estar contenta. “No me dan ganas de regresar al sector formal. Mi experiencia trabajando con el Gobierno es que no tengo garantía de nada. Ahora soy libre, manejo mis horarios”, afirma.
Los bajos salarios y las condiciones laborales también alejan a los jóvenes del sector formal. Los salarios en México se han mantenido prácticamente estancados desde 2000 y el país se ubica en la cola de los países de la OCDE en cuanto a crecimiento de los ingresos de los trabajadores. Un informe de la Comisión Nacional de Salarios Mínimos de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social (STPS) muestra que el salario mínimo en México es de 1 982 dólares anuales, una pobre variación en comparación a hace casi dos décadas, cuando era de 1 788 dólares.
El mal desempeño queda en evidencia cuando se compara a México con otras economías de la OCDE: Mientras en Luxemburgo el salario mínimo pasó de 19 968 dólares en 2000, para 2017 este había aumentado a 23 777. México está incluso por debajo de Chile, donde el salario mínimo se cuantifica en 7 086 dólares anuales.
“Trabajo sí hay, pero es muy mal pagado y las condiciones laborales son feas”, asegura Adriana Gómez, de 26 años, quien desde hace siete decidió trabajar por su cuenta, confeccionando joyería en arcilla que vende en bazares, por redes sociales y en dos museos de la Ciudad de México. Gómez vive en Tlatelolco, vecindario tristemente célebre mundialmente por la masacre desatada en la cercana Plaza de las Tres Culturas contra estudiantes y civiles durante el Gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz, en 1968.
El edificio en el que habita Gómez con su gato es una de las viejas moles de concreto que dominan el paisaje de esta zona de la Ciudad de México. Cuenta con un amplio apartamento con una vista privilegiada de la capital. En una de las habitaciones creó su taller, donde trabaja la arcilla que convierte en coloridos corazones que pueden llegar a comprarse hasta en 20 dólares en la Casa Azul de Frida Khalo, en Coyoacán, al sur de la Ciudad. La chica ha creado su propia marca, Adri Nun, con presencia en las redes sociales.
La joven dice que es difícil abrirse paso como trabajadora por cuenta propia en México. Ella ha pedido financiamiento a instituciones públicas que apoyan a artesanos, pero se la han negado por no cumplir los criterios del Estado. La académica Valeria Moy asegura que la falta de créditos al sector informal incide en que este sea menos productivo, aunque millones de mexicanos se empleen dentro de este ámbito de la economía.
Adriana Gómez, por ejemplo, dice “pagar muchos impuestos”, pero no siente que ese esfuerzo económico se convierta en apoyo para su iniciativa. A pesar de todo asegura estar satisfecha, aunque no tenga prestaciones ni cotice en el seguro social. “No me gustaría buscar algo formal”, afirma tajante. “No tengo seguro, ni un salario fijo a fin de mes, pero prefiero la libertad que tengo”. Y concluye: “Tenemos que exigir que mejoren las condiciones de trabajo en el sector formal. Si pudiéramos mandar a volar a las empresas, algo cambiaría”.