Últimamente oímos por todas partes hablar del «decrecimiento», un término que ha aparecido hace poco en los hábitos y los estilos de vida durante el último año.
El término se utiliza para referirse a una nueva actitud -más lúcida y racional- hacia el consumo que la mayoría de la gente ha empezado a adoptar, tanto en respuesta al repunte de la inflación y la consiguiente reducción del poder adquisitivo que han lastrado recientemente la situación financiera de muchos, como para dar cabida a un cambio de percepción, sobre todo en la forma de ver lo que resulta superfluo.
Una gran parte de los consumidores parecen haber descubierto una nueva forma de bienestar ligada a un minimalismo sin precedentes, limitando los residuos y adquiriendo una mayor conciencia medioambiental a través de hábitos ecosostenibles que les hacen sentirse bien, porque se dan cuenta de su enorme utilidad colectiva.
Los datos muestran que existe una correlación cada vez más estrecha entre un estilo de vida respetuoso con el medio ambiente y un aumento de la percepción del bienestar, tanto a nivel individual como social.
No es casualidad que los gastos a los que los mexicanos no querrían renunciar son precisamente los que están indisolublemente ligados a la búsqueda de este tipo de satisfacción: Así, crece la elección de segunda mano o reacondicionados (con 7 de cada 10 mexicanos afirmando que prefieren las tecnologías reacondicionadas como primera opción de compra), el interés por una alimentación saludable, así como por una dieta cada vez más vegana o vegetariana (hasta el punto de que el 39% de los mexicanos está dispuesto a reducir el consumo de carne para limitar el impacto de la cadena de suministro), y el deseo de reducir las emisiones relacionadas con la movilidad (por el que el 70% de los consumidores afirma tener intención de comprar vehículos eléctricos en el futuro, mientras que los mercados de car sharing y bike sharing siguen en expansión).
Más allá de los hábitos de consumo, configurando nuestros estilos de vida sobre esta forma alternativa de entender el ahorro -que ya no vemos sólo como una renuncia, sino como una conciencia y una responsabilidad necesarias- están también las nuevas formas de trabajar que hemos integrado a través de la digitalización, una de las cuales es el trabajo inteligente.
Hoy en día resulta innegable que los beneficios del trabajo desde casa (también conocido como home-office o trabajo híbrido) son innumerables, tanto para los presupuestos internos de las empresas como para el bienestar de los empleados y el planeta. Mientras que más del 60% de los trabajadores afirman estar dispuestos a cambiar de trabajo para no renunciar al modo de trabajo híbrido, que consideran la mejor solución para encontrar un equilibrio entre la vida laboral y personal, en lo que respecta al medio ambiente, se calcula que dos días a la semana de trabajo a distancia pueden evitar la emisión de unos 480 kg de CO2 por persona y año, gracias a la reducción de los desplazamientos y del uso de oficinas, con una enorme reducción de costes también para las empresas, que gastarían potencialmente alrededor de un 65% menos.
Sin embargo, a pesar de la posibilidad concreta de combinar el bienestar individual y la reducción del consumo, el año pasado sólo el 4,4% de los trabajadores mexicanos dedicaron al menos la mitad de sus horas semanales a la modalidad hibrida.
En un periodo en el que la conciencia colectiva parece más sensible a estas cuestiones, es necesario, por tanto, que el home office se contemple también desde arriba como una cuestión de primer plano, cuya regulación y puesta en práctica podría contribuir a dar forma a algunos de los compartimentos fundamentales de la actividad humana, como el trabajo y la movilidad, haciéndolos compatibles con la mayor urgencia de nuestro presente: la preservación del planeta.
El retraso que persiste en nuestro país en materia de trabajo a distancia puede atribuirse a dos causas principales. Por un lado, está la persistente miopía de la clase gobernante, incapaz de ver en la innovación el recurso competitivo que realmente podría representar en varios niveles, como lo demuestra la decisión de poner fin a la modalidad de trabajo híbrido.
Por otro lado, están las razones históricas de discontinuidad territorial que caracterizan a México, donde coexisten realidades más competitivas, dinámicas y estructuradas -concentradas principalmente en el centro del país- con otras más pequeñas y tradicionales.
En estas últimas, de hecho, tras la emergencia de la pandemia, se ha producido un retorno decididamente más masivo a la presencia, tanto por el menor equipamiento tecnológico con el que cuentan, como por la desconfianza que muchos empresarios siguen teniendo hacia el trabajo ágil, temiendo una pérdida de control sobre sus empleados y una caída de su productividad -a pesar de que la evidencia, más de tres años después de la pandemia, establece lo contrario-.
La combinación de políticas cortoplacistas y la visión anticuada del trabajo en la que aún se enmarca el debate sobre el home-office ha llevado, por tanto, a una infravaloración generalizada de sus ventajas y beneficios (a pesar de que hoy contamos con numerosos estudios que así lo atestiguan), así como del impacto positivo que una introducción generalizada y estable de esta práctica podría tener en nuestras vidas. De hecho, la introducción del trabajo a distancia, además de los efectos individuales favorables inherentes a la conciliación de la vida laboral y familiar, podría aportar beneficios sistémicos, convirtiendo en más sostenibles algunos de los sectores en los que operamos a diario.
La idea misma de optar por un modo de trabajo que reduzca, casi a cero, las emisiones y los costes asociados a las actividades normales que cualquier empleado realiza durante una jornada de oficina -al salir, llegar a su lugar de trabajo, utilizar los sistemas de ventilación e iluminación que se encienden para él, y repetir el trayecto de vuelta a casa- eleva la protección del medio ambiente a un punto central del discurso sobre el trabajo, convirtiéndola en uno de los temas esenciales de los que partir para reflexionar sobre él.
Esto se hace especialmente evidente cuando se piensa en los diversos consumos asociados a las actividades laborales, no sólo como un gasto que grava la situación económica de los individuos, sino también en términos de costes para la salud medioambiental.
El ejemplo más llamativo en este sentido es, sin duda, el de la movilidad y el transporte, que además de costar hasta 40.000 pesos al año a las personas que deciden desplazarse en vehículo privado, producen por sí solos más del 70% de las emisiones de CO2 de México, según una de las últimas evaluaciones de la Secretaría de Medio Ambiente.
Desplazarse menos, poder hacer un mayor uso de medios de transporte públicos, compartidos o de bajo impacto, como bicicletas y ir a pie, para los deberes a realizar en el barrio entre una llamada y otra, y sobre todo moverse menos en coche, se convierte por tanto en una posibilidad que ofrece el trabajo híbrido, que actúa como motor de una evolución interna en el mundo laboral, beneficiando tanto a los trabajadores como al medio ambiente.
No se trata, por tanto, de un argumento sobre la movilidad que implique un mero cambio del lugar de trabajo físico, que evite simplemente a los empleados el desplazamiento de casa a la oficina o que proporcione un buen medio para hacer frente a situaciones de emergencia.
El trabajo híbrido, tanto en el transporte como en otros sectores, puede ser el punto de partida de cambios estructurales tangibles a nivel social -con datos de productividad que apunten a posibles efectos positivos sobre los salarios, o un probable aumento de los conocimientos informáticos medios de la población por la necesidad de utilizar ayudas tecnológicas para trabajar- si es adoptado de forma homogénea, y sin prejuicios, por las empresas públicas y privadas de nuestro país.
La pandemia nos ha enfrentado a lo que a todos los efectos es un replanteamiento global de los métodos de trabajo, tanto en el frente organizativo como en el de la evaluación y el gasto, que puede desencadenar una transformación igualmente profunda de nuestra forma de habitar el planeta, porque también prioriza su protección en la realización de actividades humanas de alto impacto ambiental -más o menos directamente relacionadas con el trabajo, desde el consumo energético de la oficina hasta la movilidad-, haciéndolas lo más sostenibles posible.
Por no hablar de que la implantación homogénea del home-office, al atenuar también los gastos a cargo del trabajador individual, contribuiría a mitigar toda una serie de diferencias -económicas, territoriales, tecnológicas- que impiden a una parte de la población acceder a ventajas que son primordialmente individuales, ligadas a situaciones laborales individuales, pero que, de extenderse y garantizarse a todos, determinarían una mejora general del estilo de vida medio.
Si el ahorro, por tanto, se entiende hoy cada vez más como un valor positivo, como el principal freno a la tendencia de consumo que está quemando nuestro planeta, podemos encontrar en el trabajo inteligente un recurso precioso, que nos permitiría ahorrar en varios frentes: reduciendo los gastos de los empleados individuales, los costes de las empresas, reduciendo la cantidad de emisiones y, en consecuencia, también los daños medioambientales.
Revisar nuestro estilo de vida desde una perspectiva verdaderamente de decrecimiento, modelando nuestras actividades en función de la preservación del planeta, es de hecho la única forma que tenemos de asegurar nuestro lugar en el futuro. Para ello, debemos ir más allá de las políticas ciegas que no nos permiten proyectarnos en un tiempo venidero, y abrazar en cambio aquellas que nos permiten imaginarlo mejor que el presente.