El 1 de agosto más de 93 millones de mexicanos que cuentan con una credencial para votar fueron convocados para un ejercicio inédito en la historia del país: la primera consulta popular constitucional a nivel nacional, avalada por la Suprema Corte de Justicia y organizada por el Instituto Nacional Electoral para decidir si se debe o no “enjuiciar a los expresidentes”.
La consulta, propuesta por el presidente Andrés Manuel López Obrador, polarizó la opinión pública.
Estuvieron los que la apoyaron y destacaron sus virtudes como un evento democrático y de participación ciudadana. Estuvieron también aquellos que la criticaron y señalaron que se trata de propaganda, pues el gobierno está obligado a investigar y procesar a quienes comentan abusos o delitos, incluidos los exmandatarios.
Pero perdemos de vista lo más importante. Ha quedado relegado (sin discutir y sin solución) el problema de fondo: la incapacidad institucional para el esclarecimiento de la mayoría de los delitos que se cometen México.
El elefante en la habitación es la impunidad abrumadora en el país. El 92 por ciento de los delitos, según el INEGI, no se esclarecen porque ni siquiera se investigan, ya sea porque no hubo una denuncia o porque, aunque la hubo, la fiscalía correspondiente no puso en marcha ninguna indagatoria. ¿Esto significa que al menos el 8 por ciento de los casos restantes sí se esclarecieron? Tampoco. Aunque en el papel sí se inició la carpeta de investigación, en 7 de cada 10 de esos expedientes no hay un culpable detenido ante el juez, no hay un daño reparado o un hecho esclarecido.
Más allá de la consulta popular (una herramienta democrática válida si se organiza conforme a la Constitución), el gobierno de López Obrador debería atender lo que sí es indispensable: resolver la inaceptable falta de acceso a la verdad, reparación del daño y castigo a los culpables cada que se comete un crimen en México.
Si el presidente de verdad está comprometido con hacer un cambio real en el país, lo urgente no son consultas sino poner en marcha una reforma integral al sistema de justicia.
La idea de enjuiciar a los expresidentes fue repetida por el propio AMLO desde el arranque de su mandato. Bajo el argumento de que él no deseaba emprender una persecución política, planteó que fuera la gente la que lo decidiera a través de la figura de la consulta popular.
En 2020, la Corte aprobó la realización de la consulta y modificó la redacción de la pregunta planteada para dejarla así: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.
Aun con el cambio de redacción (a un enunciado tan vago que puede ser todo y nada), López Obrador sigue refiriéndose a la consulta como un cuestionamiento sobre enjuiciar a los expresidentes. Sin embargo, parece olvidar que entre las investigaciones que su gobierno aún no ha resuelto ya hay casos abiertos contra expresidentes o miembros de sus administraciones. Uno de ellos es la averiguación por los sobornos que Odebrecht —la constructora brasileña al centro de uno de los mayores escándalos de corrupción en Latinoamérica— supuestamente pagó a altos funcionarios del gobierno de Enrique Peña Nieto, quien antecedió a AMLO. A diferencia de lo que ha ocurrido en otros países de la región, en México no hay ningún alto funcionario en la cárcel.
O está el caso del uso ilegal del programa Pegasus para espiar a periodistas, activistas y políticos en el mismo gobierno y donde, pese a las denuncias presentadas desde 2017, hasta ahora no hay procesos abiertos ni responsables detenidos.
En un país donde lo normal es que es que no pase nada con las investigaciones abiertas, un respaldo sólido a favor de indagar delitos del pasado puede ser un mensaje contundente a las instancias responsables. Pero no pasará de las buenas intenciones si no hay cambios sustanciales en nuestro sistema judicial.
Una justicia que esclarezca los hechos, reparé el daño y castigue al responsable requiere investigaciones completas que den lugar a procesos judiciales firmes. Crear comisiones de la verdad, como piden algunas víctimas de delitos sin resolver, es un buen punto de partida para formular denuncias sólidas, siempre y cuando se les dote de recursos y acceso pleno a los datos y fuentes que sean necesarios.
Y eso no basta. Para combatir la impunidad, las policías y fiscalías deben presentar casos ante los jueces. Ni la denuncia por si sola ni la prisión preventiva de presuntos culpables —que el gobierno de López Obrador presume como sinónimo de justicia— son suficientes. Son solo el inicio.
Pero la perspectiva actual no es buena. En el primer año de su sexenio, el gobierno de López Obrador presentó un Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica al que, sin embargo, no se le ha asignado un presupuesto. También, los subsidios para fortalecer los aparatos municipales de seguridad se recortaron.
Un informe publicado a finales del año pasado muestra que de 46.000 denuncias que hay por tortura y desaparición forzada, las fiscalías del país solo han esclarecido 73. Las causas: falta de personal y capacitación y de que las agencias del Ministerio Público no tienen una cultura de atención a las víctimas.
Es ahí donde debe estar la preocupación del gobierno de AMLO y la mira de expertos, opinadores, políticos y la sociedad en general: qué cambios y reformas se necesitan para que los presupuestos destinados a la seguridad crezcan cada año y para que su uso adecuado se fiscalice. Cómo mejoramos las condiciones laborales de policías, peritos y fiscales.
El muro que hay que flanquear no es una consulta popular, es la impunidad.