¿Es México un país moderno?

La respuesta a esta pregunta es, en el fondo, una de las grandes disputas intelectuales en el México de los últimos años y, sobre todo, de los últimos meses.

Sin duda algunos comentaristas y analistas apuntan con obviedad que hoy el país tiene mayor cobertura de servicios, una esperanza mayor de vida, que la gente tiene lavadoras y pantallas planas y teléfonos inteligentes como una prueba irrefutable de que México llegó a la modernidad.

Otros un poco más sofisticados argumentan lo mismo porque hoy somos una economía abierta, porque somos una potencia exportadora, porque somos la economía número doce en el mundo. En el fondo los primeros o los segundos simplifican demasiado la realidad: dichos argumentos son producto de una mente perezosa o de ignorar por voluntad o por error algunos aspectos muy importantes de nuestra realidad.

México, casi de forma unánime, es considerado una economía dual, una economía con sectores modernos y otros tradicionales, es una economía donde 57 por ciento de la población no encuentra un empleo en el sector formal, es una economía donde menos del 20 por ciento de la fuerza laboral trabaja en el sector manufacturero y que, además, ha venido disminuyendo desde su pico hace algunas décadas.

Es una sociedad en la que el 62 por ciento de la población tiene un ingreso inferior a la línea de bienestar, donde el poder de compra del salario mínimo es semejante al de la década de los años sesenta, donde el 63 por ciento de la población no tiene acceso a la seguridad social y los que tienen acceso a los servicios de salud lo hacen de forma muy heterogénea.

Somos uno de los países más desiguales del mundo, ya sea que midamos la desigualdad por ingresos o por riqueza, cada vez más parecida a los niveles del siglo XIX.

¿Una economía con estas características puede llamarse moderna? 

A la luz de los resultados, el paradigma de la supuesta “modernización” del país, que ha dominado la mente del diseño de programas, de políticas públicas y de la política económica y social a lo largo de los últimos veinte o treinta años es un rotundo fracaso. Hoy, quitando celulares modernos y pantallas planas, somos tan antiguos como éramos en 1980; de hecho, en algunas medidas somos aún más del pasado.  

Para poner un ejemplo muy concreto, tomemos la tasa de crecimiento del PIB per cápita, la medida estándar de progreso en niveles de bienestar en los países, en dos periodos de tiempo aproximadamente de la misma duración: el periodo entre 1870 y 1913 y el que va de 1980 a 2017.

En el primero, el promedio del crecimiento del PIB per cápita era de 2.2 por ciento anual, en el segundo, el México contemporáneo, el crecimiento del PIB per cápita es apenas de 0.8 por ciento anual. La “modernidad”, con toda certeza, no trajo crecimiento, y el crecimiento es una condición necesaria, si no es que suficiente para el desarrollo. 

México es un país repleto de monopolios, quizá su estado actual de desarrollo en temas de competencia económico es más parecido al que existía en Estados Unidos al momento de las reformas progresistas de Teddy Roosevelt y de Woodrow Wilson.

Podríamos decir que México sigue en los tiempos de los “robber barons” con un clima de negocios dominado por la falta de escrúpulos y el uso del poder económico para conseguir poder político y del político para concentrar más poder económico. Llamar “moderno” al estado de la naturaleza de estos asuntos es, francamente, ser económico con la verdad.  

Una ilustración de lo anterior la podemos encontrar si utilizamos la base de datos del pago de impuestospor personas morales para el periodo 2010-2015 que dio a conocer el SAT. En el periodo de los datos, el índice de Gini de las utilidades de las empresas se mueve entre .88 y .89, un nivel extremo. Apenas 10 mil empresas, equivalente al 14 por ciento más alto de la distribución, concentran casi el 90 por ciento de todas las utilidades que se generan y el 90 por ciento del capital se concentra en el 10 por ciento de las unidades económicas. 

Empresas que generan menos del 30 por ciento del empleo y que sabemos muchas de ellas se encuentran en mercados de alta concentración, donde son monopolios, duopolios u oligopolios. 

Una economía que aún tiene niveles bajos de capital humano; que tiene trabajo mal remunerado y que cada vez participa menos del ingreso nacional; donde el capital físico juega un rol menor (que vemos en los niveles de inversión privada estancados durante años y una productividad total de los factores7); que en 19 de los últimos 26 años es cero o negativa (pero que a su vez sí ha permitido que el nivel de PIB per cápita aumente).

Puede explicarse, como lo hacen Bértola y Ocampo al analizar los efectos negativos de la desigualdad en América Latina, por la generación de rentas. Una economía moderna recompensa la innovación, no la extracción de rentas. Esto se vuelve un obstáculo para el desarrollo en la medida de que quienes controlan estas rentas controlan también el poder político y, así, modifican la capacidad productiva hacia las actividades que les permiten extraer más rentas, no innovar, no formar capital humano, en vez de ir hacia un cambio estructural de la economía. 

Podemos encontrar una plétora de ejemplos que muestran que una economía dual y no una moderna es la forma correcta de describir la realidad del país.  Si pensamos en términos de infraestructura y conectividad, el sur del país vive en el atraso; si pensamos en el campo, una buena parte de él practica la agricultura de subsistencia. Quizá la modernidad ya no es lo que solía ser. 

Los costos de lo anterior, para las inmensas mayorías, son exorbitantes: crecemos menos, somos más desiguales, los monopolios encarecen la vida a los mexicanos, sobre todo a los más pobres en el sur del país.

En un trabajo, José Alberro y Rainer Schwabe (2019) encuentran que existen pérdidas de bienestar en la mitad más baja de la distribución, tanto en hogares urbanos como rurales, por efecto del poder de mercado, pérdidas que, de acuerdo a Carlos Urzúa (2008), se concentran en el sur del país. 

Lo que el poder monopólico daña a la economía en México es equivalente a lo que daña su vida democrática. Es una obviedad decir que el poder económico se vuelve poder político y, aun así, en México las mismas voces que defienden la “modernidad” se alejan del viejo ideal democrático de que un ciudadano es igual a un voto, pensando, más bien, que un dólar es igual a un voto, idea anticuada y antidemocrática muy ad hoc con el funcionamiento de buena parte de nuestra economía y sociedad. 

Si lo que tenemos no puede considerarse como una economía “moderna” y más bien la pensamos como una economía dual o una economía que aún no tiene un cambio estructural completo, entonces, ¿cómo debería verse una economía moderna? 

La mejor descripción de lo que debería ser el proceso de modernización (cómo debería verse un México moderno) es la que hace Victor L. Urquidi explicando qué es el cambio estructural, resumida a grandes rasgos como: 

  1. Progresar de actividades de baja productividad a otras de mayor productividad, junto con el aumento general de la productividad total de los factores; es decir, no sólo del trabajo sino del capital, incluidos capacidad empresarial, eficiencia del Estado, mejoramiento en la formación de recursos humanos por medio del conocimiento, comunicación, educación y capacitación. 
  2. La reducción e incluso eliminación de las rigideces surgidas de instituciones creadas para otros tiempos, de sistemas de trabajo obsoletos, de impedimentos legales y de prácticas tradicionales improductivas. 
  3. El compromiso de mejorar los niveles educativos y la interrelación entre los diversos niveles y modalidades de la educación, y la asignación de recursos a la investigación científica y tecnológica, junto con el estímulo a la innovación. 
  4. La evaluación de los recursos naturales disponibles para mejorar su calidad y asegurar su aportación futura. 
  5. La ampliación de la oferta de vivienda y servicios de salud. 
  6. El mejoramiento de la productividad de la tierra, de las condiciones de producción agropecuaria y de la organización institucional y jurídica del sector agrario, no sólo para competir en los mercados, sino para elevar el ingreso y la calidad de vida del campesinado y de los agricultores. 
  7. La creación de condiciones de producción industrial y de servicios basada en ecoeficiencia y competitividad interna y externa, con la expectativa de rendimientos razonables para el empresario y productor, a fin de eliminar el síndrome del pasado de la búsqueda de máximas ganancias en el corto plazo basándose en posiciones monopólicas y de control político y privilegio. 
  8. La reestructuración de los sistemas de intermediación financiera para hacer de las redes bancarias instrumentos de mejoramiento del sector empresarial y de capitalización, con incentivos para el ahorro para el fortalecimiento del financiamiento privado y de la capacidad fiscal del Estado. 
  9. La búsqueda de estrategias de equilibrio dinámico entre el Estado y el sector empresarial. 

México no ha completado el cambio estructural de su economía ni de su sociedad, ha tenido avances, algunos más importantes que otros, pero sigue lejos de esas transformaciones.

¿México es un país moderno? Al menos que la modernización ya tenga otro significado, la respuesta es un evidente no.