Estados Unidos está en guerra consigo mismo; es esta la fractura social que Trump profundiza

El discurso de confrontación, el ataque a minorías y el desprecio por las instituciones están llevando al país a un punto de quiebre sin retorno

Estados Unidos no está al borde de una guerra civil, pero sí de algo igual de peligroso: una guerra social que está destrozando la convivencia del país. No es una lucha con armas ni ejércitos en las calles, pero sí con discursos incendiarios, persecución a minorías y una radicalización que ha cruzado el umbral de lo ideológico para convertirse en algo mucho más visceral. Y en el centro de todo está Donald Trump, el hombre que convirtió la división en estrategia, el odio en herramienta política y la confrontación en el eje de su regreso al poder.

Desde su regreso, Trump ha empujado al país hacia un clima de confrontación permanente. No gobierna, provoca. No busca acuerdos, imparte castigos.

Pero su discurso no solo polariza, también legitima la persecución. Desde su regreso, los ataques y el acoso a inmigrantes latinos y a minorías en general se han intensificado. Agresiones en la calle, redadas masivas y discursos de odio normalizados han convertido a muchas comunidades en objetivos fáciles. El mensaje de la Casa Blanca es claro: los inmigrantes, los grupos LGBTQ, las minorías raciales, todos aquellos que no encajan en la visión trumpista de Estados Unidos son considerados enemigos. Y cuando el líder del país lo dice, hay quienes se sienten con derecho a actuar.

La narrativa trumpista ha logrado imponer la idea de que todo lo que no encaje con su visión es una amenaza existencial. La diversidad es una amenaza, los medios son una amenaza, la oposición es una amenaza, los inmigrantes son una amenaza. Con esa mentalidad, la política deja de ser un debate de ideas y se convierte en una guerra de trincheras. Ya no importa el diálogo, solo la aniquilación del otro bando.

El asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 fue la prueba más clara de hasta dónde puede escalar esta fractura. No fue una simple manifestación violenta, fue la confirmación de que para millones de personas, la democracia solo es válida si su lado gana. Cuando los seguidores de Trump irrumpieron en el Congreso, no estaban solo protestando una elección. Estaban dejando claro que las instituciones del país no tienen valor si no sirven a sus intereses. No hubo respeto por la ley, por los resultados, por la voluntad popular. Fue un acto de guerra contra el sistema democrático de Estados Unidos.

El problema es que el asalto al Capitolio no fue un punto final, fue el inicio de algo más peligroso. Lo que antes era impensable, hoy es normal. Los discursos de odio que antes se reprimían, hoy se celebran. Las amenazas a periodistas, jueces y opositores no son condenadas, son promovidas. Y cada día, la idea de que la violencia es una herramienta política legítima gana más terreno.

Estados Unidos sigue siendo una democracia funcional, pero cada vez más frágil. Trump no necesita romperla con un golpe de Estado, solo necesita convencer a su gente de que ya no vale la pena defenderla. Y cuando un país llega a ese punto, la guerra social deja de ser solo un concepto y se convierte en una realidad. No hay soldados en las calles, pero la batalla ya comenzó. Y si algo ha demostrado la historia es que cuando un país deja de creer en su propia democracia, lo que sigue no es estabilidad, sino caos.