La felicidad ya no puede ser un objetivo individual, debe ser uno colectivo

A la pregunta “¿Qué te gustaría tener en la vida?”, la mayoría de la gente responde “Ser feliz”. En cierto modo, puede parecer un gesto automático similar al de “¿Cómo estás? Bien”, la respuesta dada para evitar un sermón sobre nuestro estado real o quizá porque uno ni siquiera tiene tan claro qué significa realmente eso de bien; pero pensándolo bien, lo mismo se aplica a la felicidad.

Durante siglos se ha cuestionado qué es la felicidad, si es una cima improvisada que alcanzamos un par de veces a lo largo de la vida o un equilibrio a largo plazo, si es algo estrechamente ligado a lo que uno hace o una meta que depende de factores externos. Sin embargo, todos estos caminos tienen un denominador común: el concepto de felicidad no se declina en plural.

Evidentemente, la felicidad personal no debe percibirse como un defecto, pero también es cierto que vivimos en una época en la que el individualismo crece desmesuradamente en detrimento de la colectividad y, por tanto, se convierte casi en un deber cívico, si no existencial, pensar en perspectiva comunitaria. Si “sentirse bien con uno mismo” es un valor, y nadie lo niega, aún falta una pieza para hacer de la felicidad un “bien común”. Entre otras cosas porque la contrapartida es una sociedad compuesta principalmente por muchas personas infelices y unas pocas satisfechas, en la que cunde la frustración por lo que no se puede conseguir y la felicidad se reduce a nada más que un bien individual. En cambio, los beneficios de hacerla colectiva serían tangibles sobre todo en el cuidado y el respeto de los demás, con un mayor sentimiento de pertenencia a la comunidad.

Y no, no se trata de un recurso retórico vinculado a la misericordia o a la utopía de “hacer el bien a los demás para que nos hagan el bien a nosotros”: es un proceso científicamente estudiado que parte de nuestra actividad cerebral. Un experimento de la Universidad de Zúrich analizó precisamente este mecanismo. Se dividió a los participantes en dos grupos: al primero se le prometieron 100 dólares a cada uno para gastárselos en sí mismos, al segundo la misma cantidad pero para dárselos a otras personas, ya fueran amigos o desconocidos necesitados. El resultado fue que el segundo grupo desarrolló más interacciones en las zonas del cerebro relacionadas con la felicidad, con mayores niveles de serotonina. Se demostró así que el altruismo, inducido como sea, aumentaba la sensación de satisfacción en comparación con el capricho personal.

El problema es que no concebimos la felicidad como una acción cotidiana que debe dirigirse no sólo hacia nosotros mismos. La percibimos como algo mediante lo cual nos elevamos por encima de los demás y no como un pegamento de grupo. Sin embargo, a lo largo de los años ha habido ejemplos de realidades que han intentado asociar el bienestar con la equidad, la alegría con un movimiento común. Antropológicamente, se trata de un poco de lógica tribal, en el sentido positivo del término: se cuida de todos los miembros de un grupo porque son engranajes necesarios para el funcionamiento de un entorno determinado, incluso a nivel político y social.

Por ejemplo, en la Toscana existe Nomadelfia, una comunidad en la que no se utiliza el dinero y lo que se gana fuera se reparte para garantizar los bienes necesarios a los habitantes, incluido el cuidado de ancianos o discapacitados. No existe la propiedad privada, las familias acogen a niños y el trabajo dentro de la comunidad no es remunerado, pues ya depende de los bienes puestos a disposición de todos los habitantes. A pesar de ser una comunidad católica, parece ser el experimento más socialista jamás implantado en Italia.

Un caso similar es el de Loppiano, ciudadela permanente considerada laboratorio de fraternidad y basada en una regla muy precisa: “Que todos sean uno”. Esta mentalidad no es ni debe ser prerrogativa de una doctrina religiosa, sino un antídoto universal contra una sociedad egoísta que hace de la felicidad incluso un bien privado.

Además, la propia historia de las comunidades marginadas, como las personas LGBTQ+ o racializadas, muestra cómo poner el cuidado del otro -y del planeta- en el centro de las propias acciones no sólo permite intervenir allí donde falta la acción de un Estado neoliberal, sino que ayuda a unir en lugar de dividir.

Hoy, en el tercer milenio, estamos bombardeados por imágenes, referencias culturales y una especie de educación mediática que nos llevan inevitablemente a considerar la felicidad como la cima que hay que alcanzar en solitario, pase lo que pase. En las redes sociales puede estar más ligada a la apariencia y a la búsqueda de aprobación virtual (likes, followers, ajustarse a un canon y seguir sus preceptos), pero incluso de forma menos superficial se tiende a elevar la condición del individuo como termómetro del bienestar, como si encontrar el propio equilibrio correspondiera a un mecanismo capaz de hacerse capilar.

No es así, porque ese logro implica a menudo, en el peor de los casos, una prevaricación o una ventaja social en detrimento de otras categorías de personas, y en el mejor, una condición autorreferencial que no encaja necesariamente en los mecanismos de la sociedad y de la felicidad de masas, manteniendo ese umbral de insatisfacción colectiva que caracteriza nuestro tiempo. Sin embargo, no podemos engañarnos pensando que ocho mil millones de personas alcanzarán la felicidad al mismo tiempo; lo que sí podemos hacer es considerarla entonces a partir de nosotros mismos, como una extensión de nuestro vínculo con el prójimo y el planeta, manteniendo un valor omnicomprensivo.

Personalmente, tiendo a mantenerme alejado de la cultura de la autoayuda, pero la curiosidad me llevó a analizar ciertos libros o vídeos motivacionales, y al hacerlo me di cuenta de hasta qué punto condicionan el concepto mismo de felicidad. Ya los títulos, a menudo imperativos, exhortan al individualismo. Debes ser feliz, debes realizarte, tú vales y debes demostrártelo a ti mismo. Concedido que sigo considerando charlatanes al menos al 80% de los autores de ciertos volúmenes, sobre todo porque no se remiten a la ciencia sino a teorías aleatorias sobre la mentalidad, cada cual es libre de seguir las figuras de referencia que prefiera y los métodos que considere más eficaces para autodeterminarse o alcanzar un estado de bienestar.

Sin embargo, incluso estas obras siempre se centran exclusivamente en el propio sujeto, en un propósito que no es aplicable a la comunidad. Así pues, dejé la estela de los motivadores de éxito para ver si alguien a lo largo de la historia había abordado el tema de la felicidad de forma sistemática -casi pedagógica-, dirigiéndose a un conjunto y no a individuos. Lo que surgió fue un mosaico de pistas que nunca hemos seguido y pruebas que seguimos ignorando.

Platón y Aristóteles tenían ideas diametralmente opuestas sobre la felicidad. La platónica es más bien una abstracción de la realidad, mientras que la aristotélica se alcanza a través de las relaciones humanas (y, al mismo tiempo, mediante la participación activa del individuo en la vida de la polis). Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, explica que no puede haber felicidad individual sin felicidad colectiva y que esta última es la meta más elevada del ser humano. Sin embargo, para él la felicidad no es un estado, sino una actividad, principalmente la del hombre que realiza el bien a través de la virtud. Y la virtud para Aristóteles sólo puede asociarse a la responsabilidad cívica, al compromiso en el seno de la comunidad, teniendo el Estado el deber moral de fomentar la armonía entre los ciudadanos, pero también con la naturaleza y el cosmos.

Hay un pragmatismo aristotélico en la búsqueda de la felicidad, una acción que debe estar sincronizada e implicar un movimiento común, no sólo un logro personal. En su momento fueron teorías revolucionarias, ya que la felicidad se asociaba tradicionalmente a voluntades divinas. Hoy, cuando nos hemos dado cuenta de que depende más bien de nosotros -aunque no sigamos la lección de Aristóteles sobre la felicidad colectiva y a menudo nos dejemos llevar por otras creencias-, existe el falso mito de que la felicidad está ligada al dinero.

Puede parecer a tópico que el dinero no hace la felicidad, pero tenemos estadísticas concretas en las que basarnos. Según la OMS, la tasa de suicidios por cada 100.000 habitantes en Europa (15,4) es más del doble que en África (7,4). Por supuesto, no existe una correlación inmediata entre infelicidad y suicidio, pero sin duda da que pensar que en los países con un PIB más alto se produzcan muchos más suicidios que en los que se encuentran en condiciones mucho más pobres y desfavorecidas. Parece paradójico, pero en realidad nuestro presente no está tan alejado de la antigüedad prearistotélica, cuando se creía que la felicidad sólo podía alcanzarse mediante la intervención divina. Hoy, simplemente, hemos elegido nuevas deidades, a las que otorgamos la responsabilidad de hacernos felices en la medida en que nos ayuden a alcanzar alguna forma de reconocimiento social, sin darnos cuenta de que ninguna de ellas puede conducirnos a la plenitud o al equilibrio reales.

El estudio más impresionante sobre el tema, el Harvard Study of Adult Development, intenta responder a la pregunta “¿Qué nos hace realmente felices?”. Es famoso porque empezó en 1938 y ha durado unos ochenta años, con especialistas que han seguido a miles de individuos a lo largo de su vida.

Se trata de individuos de diferentes entornos sociales y económicos que han rellenado cuestionarios específicos a lo largo de su vida, y los resultados confirman las teorías que hemos analizado. En el primer puesto de la clasificación de “motivos de felicidad” se encuentran los vínculos entre las personas, en antítesis al aislamiento, que en cambio resultó ser un factor de malestar existencial. Por el contrario, los ítems “éxito profesional”, “dinero” y similares terminaron en la parte baja de la clasificación. Los momentos de mayor felicidad de los individuos coincidían con aquellos en los que hacían o recibían el bien relacionándose con los demás de forma profunda. Por lo tanto, si los estudios científicos, los filósofos y los profesores autorizados nos muestran el camino hacia la felicidad colectiva, es una contradicción luchar obsesivamente por la realización puramente individual.

Quizá se deba también a la falta de adhesión social, a la falta de confianza en el prójimo, una desconfianza que induce a cultivar el propio huerto en lugar de compartir “la siembra”, sobre todo cuando cada vez se dispone de menos recursos. También porque el sentimiento que más se ha sembrado en los últimos años, desde la política a los ciudadanos individuales, ha sido el odio.

Ciertamente, no es fácil reajustarse a una forma común de prosperidad, cuando el mundo que nos rodea ha moldeado las mentes a un mecanismo de “escalada solitaria”. Cada uno sigue su propio camino, busca su propio camino y lo hace funcionar dentro de la sociedad. En algunos casos este proceso tiene éxito y el individuo encuentra el equilibrio emancipándose de la lógica del rebaño. Se trata, sin embargo, de un logro personal que en cierto modo también puede ser admirado, pero que no conduce al bienestar colectivo porque es una forma de felicidad sin virtud, porque sin interacciones ni vínculos entre los ciudadanos. Además, de forma indirecta, se convierte en un mal ejemplo para los demás, especialmente para los jóvenes, porque dejar entender que la felicidad es un asunto privado, una batalla con uno mismo, con exclusión del entorno, es rendirse al individualismo como motor del mundo.

Algunos podrían rebatir diciendo que muchos individuos felices crean una masa feliz, pero se trata de una lógica falaz, si hemos visto que la forma más elevada de bienestar es la que se alcanza junto con los demás, en tanto que el individuo no amplifica la satisfacción extendiéndola a la colectividad. Esto no significa descuidar el propio crecimiento personal, sino comprender cómo no todo gira en torno a nosotros, y que el bien común debe cultivarse desde una perspectiva diferente: la del nosotros que refuerza el reparto de una felicidad vista como energía puesta en circulación para todos, y no ya como quimera solipsista que trastorna voluntaria e involuntariamente la sociedad.