Cuando a principios del siglo pasado el banquero estadounidense J.P. Morgan (quien terminaría entre los hombres más ricos de la historia) dijo que diferencias de ingresos entre ricos y pobres por encima de 20:1 serían inapropiadas, no se habrá imaginado que en 2015 el mexicano más rico obtuviera un ingreso de casi medio millón de veces lo que gana un trabajador promedio en México.
Ni que en las grandes empresas mexicanas que cotizan en la bolsa hoy día fuera común tener razones de ingreso entre altos ejecutivos y trabajadores promedios de más de 1,000 veces.Otras épocas vieron revoluciones sangrientas cuando el pueblo decidió que quería más pan (en vez de los pasteles imaginarios de María Antonieta, o el circo de Nerón). Parece inconcebible. ¿Cómo se puede explicar que hoy, a pesar del amplio consenso científico sobre sus costos sociales y económicos, se tolere la desigualdad en esos niveles?
Resulta que la creencia de que cada persona percibe el ingreso que se merece justifica brechas enormes entre ingresos altos y los demás. Hay sistemas para fijar ingresos (o cualquier bien socialmente valioso, como riqueza, estatus, poder) donde uno se “merece” lo que tiene porque así lo decidieron los dioses en turno (teocracia), la casta/clase en la que uno nació (aristocracia), o la santa suerte (Fortuna para los romanos). En estos modelos, para hacerse rico, ayuda bastante empezar siendo rico (o muy suertudo); rey se vuelve el que, como tal, nace. Como sistema distributivo el “derecho divino” pudiera parecer injusto a quien crea en otros dioses, y la “suerte de cuna” resultar poco motivadora para quien se dé cuenta de haber nacido en el hogar equivocado.
Una meritocracia, en cambio, distribuiría los ingresos basados en el talento, esfuerzo y la dedicación de los individuos; es decir, su propio mérito. Coloquialmente conocida como “echaleganismo”, la ideología meritocrática distingue entre los factores que son responsabilidad del individuo, y aquellos que no, para postular que a personas particularmente talentosas y/o diligentes se les otorgará un premio (pecuniario) justo. Es una narrativa halagüeña para los perceptores de ingresos altos. Poco sorprende, por lo tanto, que sea la explicación predominante que encontré en mis estudios entre las élites mexicanas.
Un entrevistado empresario confirma esta perspectiva de un sistema económico justo que ‘motiva’ a los individuos a competir y superarse constantemente. Explica que el hecho que tal modelo sancione una distribución de ingresos inequitativa no es un problema si logra asegurar un piso mínimo para los pobres:
“Siempre va a haber [desigualdad] porque las personas son diferentes, cada uno hace diferentes cosas; los mercados no todas las actividades las evalúan y compensan igual. Tiene que haber incentivos para que tú le eches más ganas que los demás. Es naturaleza humana que haya desigualdad. Porque uno es más inteligente que el otro. O tuvo más suerte. Y está bien que exista. Lo que tú quieres es que el que sea muy pobre pues no se esté muriendo de hambre”.
Esta convicción está profundamente internalizada por la sociedad mexicana y sus élites. Entonces, desmontar su discurso meritocratista sobre ingresos justos sirve para entender la perpetuación de la desigualdad.
A pesar de que sea notable una conciencia clara de su privilegio, una empresaria representa la posición mayoritaria entre entrevistados cuando afirma que “nada de lo que tengo en términos materiales me ha sido regalado”. Más que lo material, mis participantes perciben su privilegio en términos de capacidades, como poder hacer lo que quieren:
“No me falta nada, hago lo que me gusta hacer… Por ejemplo, hace un año dije ‘voy a montar un vivero de un millón de dólares.’ Hace rato me mandaron estas fotos, ¡mira! [enseña]. ¡Puras orquídeas! […] Es que yo hago en la vida lo que me gusta. Y en eso sí soy muy afortunado porque hay mucha gente que no hace lo que le gusta”.
Su ingreso, en cambio, lo atribuyen a su trabajo duro y un talento “natural” de aprovechar situaciones fortuitas. Relata este director del sector público, originario de una familia acomodada:
“He hecho lo que me da la gana toda la vida. Me ha costado un trabajo horrible; o sea, no me lo ha regalado nadie. Nada. Pero supe [aprovechar mis oportunidades] de alguna forma intuitivamente, naturalmente”.
Un CEO resume su fórmula de éxito como “Esfuerzo, trabajo y educación; es mi línea”.
Ahora bien, aunque generalmente echarle ganas pueda ayudar para mejorar resultados, esto no es un criterio suficiente —para las élites, necesario. Se debe a dos fallas del discurso meritocrático: primero, es imposible delimitar inequívocamente dónde termina el mérito personal y dónde empieza el colectivo. Por ejemplo, suponiendo que los CEOs de las grandes empresas mexicanas fueran 1000 veces más motivados (o talentosos) que el trabajador promedio, ¿se les debe responsabilizar individualmente por haber logrado estos resultados? ¿Habría que compensar a sus padres por inculcarles estos valores, o pasarles sus genes? ¿O más bien sería responsabilidad de la sociedad que les enseñó a desarrollar ciertos rasgos de su personalidad? Eventualmente, bajo la lógica de compensar talento y dedicación, ¿quién se merecería sus legados? Es difícil evitar cierta arbitrariedad decidiendo hasta qué punto uno nace, se hace, o es hecho, exitoso. Además, lo que una sociedad considere meritorio en sí es idiosincrásico; un gran talento para cuidar a personas de la tercera edad no necesariamente se reflejará en el ingreso de la misma forma que aquel para fusionar instituciones financieras.
El segundo problema del discurso meritocrático es empírico: no es cierto. En un contexto que permite herencias, la acumulación de patrimonio desnivela el punto de partida de los individuos a través de las generaciones, distorsionando la igualdad de oportunidades. A pesar de la vasta creencia de que el ingreso es fruto del esfuerzo, la cantidad de ganas echadas no es proporcional al éxito obtenido. Por ejemplo, explica un funcionario:
“‘Yo heredé; yo tengo; yo me lo merezco; yo trabajé mucho; yo hice el esfuerzo’; todo esto te ayuda a que no compartas: es mío. [Pero] no trabajan como veo que trabajan muchos que están en un nivel socioeconómico más bajo. Traer dinero en la bolsa facilita todo. Te permite hacer mil cosas. Por ejemplo, estar aquí en esta entrevista, en mi horario laboral. Mis trabajadores no pueden hacer eso”.
Esto no es para decir que los ricos no le echen ganas —sin duda, la mayoría trabaja muy duro (al igual que todos los demás). Pero esto no explica su nivel de ingresos. Los reportes científicos confirman que aún con todo el esfuerzo que la gente pudiera invertir, el 74% de las personas que nacen en pobreza en México nunca salen de ella. Por el otro lado, con o sin ganas, aquellos que nacen ricos no sólo casi nunca pierden su posición (<2%), sino que también heredan su privilegio a sus hijos. Es decir, los orígenes socioeconómicos están estrechamente ligados a los destinos. En otras palabras: ser rico es caro… pero paga.
Según entrevistados, la clave para revertir esta inmovilidad se encontraría en la educación. Sin embargo, la expansión educativa masiva de las últimas décadas no logró más igualdad; al contrario, nunca hubo tanta gente accediendo a la educación en México como hoy, mientras que la desigualdad está por encima de sus niveles de los 80. Refiriéndose a la narrativa de la “educación igualadora”, un CEO inadvertidamente describe el efecto y las consecuencias de uno de los mecanismos de la transmisión de privilegio intergeneracional que engendran esta situación:
“Soy privilegiado [porque] a mis hijos les pude dar educación […]. Y los hijos de mis hijos serán más privilegiados que mis hijos. A eso le apuesto”.
No es la educación la que crea acceso al privilegio; más bien, lo aumenta. A pesar de una fe inquebrantable en la meritocracia, la creciente bifurcación de bienes anteriormente públicos hacia una dicotomía público-privada de servicios sesga masivamente las oportunidades educativas. La acumulación de privilegios se da por sentado y rara vez se incorpora a la ecuación “trabajo duro es igual a éxito (económico)”.
Sumándose a la naturaleza desigual del sistema social dualista público-privado, una sigilosa “elitización tremenda” de los servicios privados crea una jerarquía dentro de este sector, como describe este participante:
“No es lo mismo ir al Hospital ABC que a otro hospital privado de nivel bajo. No es lo mismo ir al ITAM, donde yo estudié, que a otra universidad privada no reconocida. De entrada, [varía] la calidad de los maestros y el conocimiento”.
Sin embargo, la superioridad percibida de las (caras) instituciones privadas tiene menos que ver con una calidad de enseñanzas formales dentro del curriculum académico. Más esenciales son conocimientos aparentemente mundanos que ayudan para ubicarse en un mundo de élite. Por ejemplo, los abogados en ciernes aprenden sobre los cortes de cabello y trajes adecuados a su estatus; comportamientos “correctos” en situaciones de entrevista; indicadores para estimar el nivel socioeconómico de un interlocutor basado en su apariencia; actitud confiada, habilidades retóricas y auto-promoción efectiva, etcétera.
Es decir, las instituciones de educación privadas que específicamente atienden a las élites son espacios cotidianos para othering (“otrear”, “esta idea de nosotros contra los otros”, que combinan los ideales meritocráticos con estructuras “clasistas” clásicas. Ahí sus asistentes se encuentran con personas que tienen ambiciones e intereses similares; existen, y/o se crean, una afinidad cultural10 y una concepción de mérito oportuna, como explica el abogado egresado de la Universidad X:
“La gente de la [X] somos súper unidos. Si puedes ayudar a uno de la [X] y uno de la [Universidad Y], ayúdale al de la [X] [aunque] sea un peor abogado que el de la [Y]. O sea, existe un grupismo”.
Esto asegura que las relaciones forjadas entre los asistentes de élite en estas instituciones son duraderas, productivas y confiables. La jerarquía institucional fomenta unas tendencias mutuamente reforzantes de separación física y sociocultural entre ricos y pobres que se manifiesta en un acuerdo casi unánime entre mis participantes que la interacción sólo se da “si el rico quisiera; si el pobre quisiera no, porque no tiene acceso [a espacios privados] tal”. Es un mecanismo poderoso de exclusión que permite a los ricos quedarse entre sus pares ya que simplemente no coinciden sus espacios con otros estratos. Un director cuenta cómo la mercantilización de bienes públicos y una restricción de los espacios sociales a esferas privadas se extiende al ámbito de la vivienda:
“La gente rica se trata de separar. Entre más se pueden separar y decir ‘oye, pues aquí sólo vivimos gente adinerada, educada’, como que prefieren. No les gustaría que su vecino fuera uno muy pobre. Se sienten incómodos”.
Es sintomático que la “incomodidad” surja por tener vecinos pobres y por lo tanto no educados. Porque la falta de movilidad social no se adscribe a las oportunidades desiguales, sino a la falta de educación, disciplina y esfuerzo del pobre. En el mundo de las élites, saberse educado es menos vulgar que saberse rico aunque en el fondo los dos sean sinónimos de ser privilegiado.
El patrón de referencia cultural que deriva de estas asociaciones es profundamente arraigado y predictivo de una pertenencia de “clase”. Subsume un conjunto de capacidades (capitales) sociales, culturales y económicas para ubicar a las personas en un espacio social determinado, como cuando a modo de ejemplo expresa un joven director que “si a mi me gustara jugar golf, por decirte algo, pues me voy a llevar con gente que pueda jugar golf”. La resultante segregación sociocultural genera una profunda naturalización de los privilegios propios, que produce en los privilegiados una postura de “merecer”. Es un privilegio de los privilegiados disimular sus privilegios.
En vez de reconocerlo como un factor de “empuje” estructural, entrevistados consideran a la capacidad de aprovechar las oportunidades que se presentan como un talento “intuitivo” que tienen a nivel individual. Tal entendimiento de la desigualdad de oportunidades enturbia las percepciones de las desigualdades existentes. Contrasta agudamente con una realidad de pertenecer a un grupo cerrado que posee una ‘llave dorada’ que desbloquearía las ventajas acumulativas. Tener acceso a los códigos de privilegio supera calificaciones nominalmente iguales. Lejos de representar una situación justa de oportunidades similares, inclina la cancha proverbial en favor de aquellos jugadores que ya de por sí están mejor equipados.
El mito de la meritocracia, entonces, no sólo es falso sino también es injusto. Acepta una diferencia de ingresos sistemática ignorando que el privilegio, en vez de distribuirse de forma aleatoria a través de una población, es acumulativo: la suerte es atraída por los suertudos.
Considerando esta configuración del “mérito”, la meritocracia termina siendo el mecanismo preciso para la transmisión dinástica de la riqueza y el privilegio de una generación a la siguiente. Lo insidioso del discurso es que, conforme más refleje la riqueza la distribución del talento natural y los ricos se casen entre sí, más la sociedad se termina ordenando en dos clases principales, ambas aceptando que tienen (más o menos) lo que se merecen.
Si México es una meritocracia, el mayor logro personal que definirá tu ingreso a lo largo de tu vida es la oportuna selección del hogar en el que decidas nacer. Saluden a Fortuna. O tengan en cuenta que una sociedad más justa, más igual, requiere de una discusión sobre el privilegio, y de más redistribución.