Hace un par de semanas, el cantante Peso Pluma anunció que había cancelado todos sus conciertos latinoamericanos para tomarse un descanso en su carrera y dedicarse a sí mismo y a su salud mental.
Sus declaraciones, que nos muestran el lado más extenuante y agotador de una carrera que comenzó hace sólo unos años y que ya está repleta de éxitos, deberían, sin embargo, hacernos reflexionar sobre un ámbito mucho más amplio que el de la música.
Las voces que se unieron inmediatamente a la de Peso Pluma deberían hacernos reflexionar sobre el lado más insidioso del propio concepto de éxito -una palabra de la que hoy en día se abusa con frecuencia-, con el que casi todos acabamos tarde o temprano soñando y persiguiendo, pero cuyas sombras a menudo ignoramos.
Hoy, el éxito aparece cada vez más como la antesala del malestar psicológico y, cuando se alcanza, acaba en muchos casos traicionando las expectativas.
Hay quien ha señalado con el dedo a una industria discográfica que agota a los artistas y ejerce una gran presión; una industria movida por la obsesión de las cifras y los sell-outs a cualquier precio, dispuesta a exprimir a los artistas hasta la última gota con tal de obtener el máximo beneficio.
Este mecanismo afectaría especialmente a la salud mental de los más jóvenes, menos estructurados para soportar semejante carga y expectativas acuciantes. Pero el problema se acentuaría por el hecho de que todo el mundo lo sabe pero nadie habla, nadie revela lo que ocurre, por miedo a ser marginado por un sistema que, aunque tóxico, sigue representando a una élite codiciada.
Nuestra sociedad en su globalidad, y no sólo la parte que está en el centro de atención, está tan obsesionada con el éxito que compromete su propia salud en el intento de alcanzarlo y mantenerlo.
Hoy en día, a todos nos afecta un ansia de perfeccionismo que a menudo nos impide disfrutar de los pequeños resultados que conseguimos; estamos tan influidos por los modelos de referencia irreales que enloquecen en las redes sociales que corremos el riesgo de perder la medida de nosotros mismos y apuntar a metas irreales, en una carrera obsesiva que nos roba la serenidad y el equilibrio.
Apuntamos a palabras que corren el riesgo de ser estereotipos vacíos, como fama y éxito, que en la visión de muchos deben producir ganancias fáciles y enormes; pero mientras lo hacemos, perdemos de vista nuestras verdaderas necesidades y el cuidado de nosotros mismos.
La obsesión por los números, por la fama, por los logros, es tan compulsiva hoy en día que nos ha hecho olvidar por completo el valor de lo que realmente podría ser beneficioso para nosotros: disfrutar del lento camino hacia una meta final, saborear el placer de realizarnos a nuestro propio tiempo, sin prisas hacia nuestros objetivos. En lugar de apretar y ser apretados, deberíamos disfrutar de la fructífera espera. Pero esto, hoy, en la sociedad de lo social, de la entrega, del todo y ahora, parece imposible.
Acabamos deseando sólo el éxito, que no es la gratificación natural que todos necesitamos: es algo más, algo superfluo e incluso perjudicial, que nos convierte en hámsters en la rueda, incapaces de reconocer nuestros límites.
Esos límites que ahora se manifiestan en forma de malestar psicológico, y no es casualidad que la ansiedad y la depresión sean los problemas más extendidos en nuestro siglo, especialmente entre las generaciones más jóvenes.
Los datos sobre el malestar psicológico en nuestro país, de los jóvenes en particular, son en efecto inquietantes, y fuertemente influenciados por una mezcla de factores que les lleva a fijarse metas extremadamente ambiciosas, procedentes de modelos de referencia falsos y nocivos; y que por otra parte les hace intolerantes al fracaso y les priva de la energía y la motivación necesarias para construir un futuro concreto y psicológicamente sostenible.
Y ello porque ese tipo de futuro, para ellos, no es deseable, es demasiado “normal” para ser deseable. En este marco, las redes sociales, en algunos casos, proponen una realidad -en teoría deberíamos conocerla bien- distorsionada, en la que realizarse equivale a ser visto, y seguido, por el mayor número posible de personas; pero si tantos te ven, tantos pueden juzgarte, a veces cruelmente, como ocurre puntualmente en la red. Muchos jóvenes no están estructurados para semejante impacto con el juicio de los demás, y su bienestar se resiente.
En este contexto, la experiencia de Peso Pluma es emblemática. Tras alcanzar el éxito con extrema rapidez, el cantante declaró que empezó a ver la música como un verdadero obstáculo para su bienestar.
Si, antes de su éxito, la música era para él un refugio, una solución y una cura en momentos de malestar, de repente se convirtió en una fuente de malestar. Y esto ocurrió cuando en la relación con su mayor pasión apareció la ansiedad por el rendimiento, por los resultados que había que conseguir a cualquier precio.
Por eso hay que tener cuidado cuando, citando una célebre frase de Confucio, decimos que trabajando con la propia pasión no se trabaja ni un solo día de la vida: a menudo no es así, ya que una pasión que se convierte en trabajo, si se mezclan con ella dinámicas insanas, puede convertirse en la causa de un gran malestar.
El testimonio de Peso Pluma, y de quienes como él cuentan su experiencia y deciden parar para cuidar primero de sí mismos y de su salud, debería hacernos reflexionar.
Hay que decir que el artista, y los que como él pertenecen al sistema de las estrellas, parten de una posición privilegiada, pudiendo hacer un paréntesis en su carrera y volver a empezar cuando les apetezca; sin embargo, y aunque a diferencia de él muchos trabajadores no pueden permitirse un paréntesis en su profesión, su experiencia puede hacernos ver la importancia de no percibirnos nunca como máquinas de rendimiento.
Debemos dejar a un lado esa terrible lacra contemporánea que es el FOMO, y cuando sea necesario pararnos a escucharnos los unos a los otros, y de paso escuchar las experiencias de aquellos que están recorriendo un camino similar al nuestro, que puedan servirnos de ayuda o ejemplo. Y al mismo tiempo, necesitamos urgentemente volver a poner el componente emocional y psicológico en el centro de cualquier debate y discusión sobre el mundo del trabajo, y de cualquier entorno profesional.
El trabajo, y todo lo que hacemos para construir nuestras carreras, no puede en ningún caso privarnos de nuestro equilibrio y nuestra salud mental. Tal vez deberíamos detenernos y preguntarnos: ¿merece la pena comprometer nuestra salud psicológica para alcanzar el éxito final?
Ciertamente, hoy en día proliferan los casos de ansiedad, malestar psicológico y burnout en muchos entornos laborales y formativos, y de ningún modo puede achacarse únicamente a la obsesión por el éxito; pero sin duda se trata de un componente que, si no se gestiona, puede degenerar en un profundo malestar.
Quizás sea el éxito el verdadero e insidioso enemigo a combatir: una promesa de felicidad destinada a decepcionarnos, el mayor engaño de nuestro siglo. Y por eso nuestra vida, nuestra sociedad, ya no puede estructurarse en su función, porque es a causa de este círculo vicioso que todos corremos el riesgo de enfermar.