Más de la mitad del empleo en México es informal, millones de personas que se dedican a la venta en las calles y mercados ambulantes donde se puede encontrar de todo, comida, ropa y calzado, tecnología, cacharrería, flores, perfumes, bisutería o cordones de zapatos, cualquier cosa que a uno se le ocurra y aún más si tiene imaginación.
Prácticamente todos están extorsionados por el crimen o caciques locales, que les obligan a pagar “el piso” por su actividad comercial. Es corriente en las noticias contar que un motorista se acerca a uno de estos vendedores y sin quitarse el casco saca la pistola y lo mata. Todo el mundo sabe la razón: el infortunado se negó o no pudo pagar el impuesto criminal que cada semana, quizá ese mismo motorista, se acerca a cobrar.
En los últimos tiempos han sido los polleros el objetivo de las balas. En el mercado de Toluca, la capital del Estado de México, han contratado seguridad privada porque están hartos de extorsiones y secuestros que las autoridades no consiguen frenar. Acosado durante décadas por el tráfico de drogas, la delincuencia organizada ha ido penetrando otras actividades y dejando tras de sí su habitual reguero de asesinatos. De tarde en tarde, un mercado incendiado, almacenes de mercancías que dejan una humareda visible en toda la ciudad, balaceras. Y hartazgo, que se traduce en más balas.
La delincuencia organizada encontró hace tiempo un lucrativo negocio en estos impuestos informales que roban a la economía mexicana miles de millones de pesos extorsionando a los más pobres.
El asunto se ha ido agravando. “Es una dinámica en expansión. Hace 10 o 15 años, el cobro del piso a nivel nacional no tenía nada que ver con lo de hoy”, dice Romain le Cour, experto senior en Global Initiative (GI-TOC), que lleva años estudiando la violencia en México. “El cartel de la Familia Michoacana, lejos de acabar con esa práctica como prometió cuando conquistaba territorios, la ha institucionalizado y burocratizado. Ya no es solo el comercio, se ha extendido a actividades industriales, es su firma de dominio territorial”, asegura. “Es la misma pauta que las mafias en Italia”.
Los criminales obligan a pagar una tasa por metro cuadrado de negocio al comerciante, y otra por protegerle de otros cárteles, pero son ellos mismos los que ejercen la violencia si no reciben su pago.
Entre los delitos comunes, la extorsión ocupa en México el tercer lugar, detrás del fraude y el robo, según manifiestan los ciudadanos en una encuesta de instituto de estadística (Inegi). Supone un 17% y es el delito que menos se denuncia, por miedo a los agresores o desconfianza ante la policía, coludida en buena medida con el crimen. La omertá mexicana. Un 92% del total de estos delitos se queda sin reportar o sin investigar, es lo que llaman cifra negra. En un país de 126 millones de habitantes, cada año se cuentan alrededor de 20 millones de víctimas de estos delitos. Los secuestros alcanzaron a 77.825 personas en 2022 y el 49% solo estuvo desaparecido un día, lo justo para asustar y cobrar lo que quieren.
En la capital de México hay una zona llamada Tepito, gobernada por un cartel criminal del mismo nombre. Internarse en Tepito, muy céntrico, es toda una aventura, decenas de calles entoldadas convertidas en mercadillo, una ciudad fascinante, un laberíntico zoco de estrechos pasillos que deja estupefactos a los turistas más intrépidos, aquellos que se meten donde les dicen que es peligroso. Allí se surten quienes luego saldrán a vender por toda la ciudad de forma ambulante.
Camiones del ejército patrullan por ese hormiguero intransitable de gritos y pitidos donde te atropellan los muchachos de las carretillas de mercancía a poco que te descuides. También hace presencia la policía, pero nada impide que cada sábado y domingo, puntualmente, entren los criminales a cobrar su cuota, a la vista de todos, puesto por puesto. “Llegan cuatro o cinco, se coloca uno en cada esquina y otro que viene a cobrar. Y hay que darles. Estamos ya hartos, pero el Gobierno no hace nada”, dice una tendera de ropa, quien calcula que se le va en eso un 15% que podría añadir a sus beneficios.
Llevan así décadas. Como en la película de El Padrino, todo empezó con la ilegalidad de sus tenderetes callejeros que la policía quería levantar. El cacique de barrio negociaba con los agentes y pedía una cuota a los comerciantes para proteger sus negocios. Cuando miles de calles se fueron llenando de puestos de venta, las mafias entraron a reclamar su parte.
Hoy, todos sacan su tajada. “Normalmente, son 30 pesos semanales por metro cuadrado, ahora en Navidad hasta 800, más otros 100 por la supuesta protección que nos dan”, dice una muchacha que vende películas. “Pero otro grupo también nos cobra, 300, y lo mismo, le tenemos que pagar”. Después llegará a pedir su parte el cacique por la limpieza del lugar y el que arrienda la bodeguita para guardar de noche la mercancía y el que alquila el puesto. De modo que los pobres siguen siendo pobres y ay del que abra la boca o dé su nombre para un reportaje como este. Ay también del que no pague. “Cuando arden los mercados dicen que son cortocircuitos, qué va, los queman ellos”, asegura la tendera de ropa, y se pregunta: “¿Cómo pueden organizarse tan bien las mafias y el gobierno tan mal?”.
En efecto, quienes se dedican a estos impuestos se han convertido en toda una administración paralela donde la recaudación fluye que ya quisieran las Haciendas públicas. “El cobro del piso nace y se desarrolla en silencio, como la omertá de la mafia italiana. Pero los ciudadanos están hartos, ven que no pueden recurrir a las autoridades y todo acaba en violencia”, dice Le Cour. “¿La policía? Tendría que ver a la policía saludando a los que vienen a cobrar el fin de semana, se chocan los puños con camaradería”, gesticula la tendera de ropa, cansada ya de que “todos son la misma porquería”. “La policía más bien se dedica a registrar a pobres muchachos que no llevan marihuana y hasta el celular les quitan”, critica. La corrupción de unos agentes locales mal pagados impide salir de este agujero económico y criminal. Le Cour asiente: “Estamos viendo solo la punta del iceberg, una parte ínfima del cobro del piso, que se ha desarrollado mucho por la omisión o la ineficacia de las autoridades públicas, o la complicidad, que alcanza en ocasiones hasta las fiscalías”.
La ausencia de Estado en temas de seguridad que dejan ver las estadísticas judiciales es terreno abonado para las mafias. Si un Ayuntamiento quiere cobrar el impuesto por actividad comercial a los que venden flores en Acapulco, por mencionar un ejemplo real, los comerciantes se rebelan. Si ya les cobran los criminales y nadie se los quita de encima, no van a pagar además otro impuesto legal, dijeron en su día. Los gobernantes miran para otro lado ante una realidad tozuda.
Los criminales son expertos en reinventarse. Si el Gobierno da un golpe aquí, ellos van para otro lado. “Cuando se persiguió firmemente el huachicol [la gasolina pirata], empezaron a cobrar impuestos a los comerciantes, incluso a los que venden las tortillas”, sostiene Raúl Benítez Manaut, investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). “El precio del limón y del aguacate también está determinado por las mafias. Cuando los gobiernos les pegan en sus negocios fuertes, se van a los más pequeños. Pero no ocurre en todo el país”, asegura este experto en Seguridad. “En el Norte no se da tanto, en Sinaloa, por ejemplo, no atacan a los pequeños, se apoyan en los empresarios para lavar dinero”, explica. Algunos expertos sostienen que encarcelar a los grandes capos de estas mafias deja a los sicarios sin gobierno y se dedican a sus propios negocios, más a pie de calle.
Ahora, dice Manaut, la migración es el gran negocio. Los camiones frigorífico que bajan con mercancías, suben cargados de migrantes. Eso, que estuvo parado durante la pandemia de covid, ha estallado ahora en cientos de miles de personas que atraviesan México camino de Estados Unidos y las extorsiones son feroces con ellas. “Hay cálculos que sostienen que es un negocio más lucrativo y menos perseguido, que cuenta además con la corrupción de las policías locales”, dice.
La versatilidad de los carteles para combinar sus negocios tiene harta a la población más pobre y los focos de violencia se adueñan de las calles sin que los gobernantes puedan atajarlo. El resto de la población permanece anestesiada ante esos crímenes que ocurren lejos de sus casas, pero toda la población contribuyen con sus compras a financiar al narco, da igual que sean unos calcetines que un kilo de guayabas adquiridas en un mercadillo. Todo el mundo paga el piso.
En Tepito, la tendera tuerce la boca para decir bajito: “No se voltee, esa moto que acaba de parar ahí en ese puesto, ¿la ve? no se voltee… ese es uno que viene a cobrar”. Sin bajarse, sin quitarse el casco, el motorista recibe su cuota y se larga. A 200 metros, el policía sigue metido en su coche mirando el celular.