Las redes sociales nos han hecho adictos a la “dopamina del dolor” y al “doomscrolling”; buscamos presenciar el desastre en tiempo real

Hay una frase de William Golding que describe a la perfección su obra maestra El señor de las moscas: «El hombre produce el mal como las abejas producen la miel». Pero no basta con producirlo; es inevitable que el ser humano también consuma el mal, ya sea de forma directa o indirecta.

El mal se vuelve una necesidad diaria, una ración que se busca incluso cuando se teme. Nos intriga tanto en su faceta monstruosa, al estilo de Lovecraft, como en su versión banal, como lo expone Arendt. Sea en forma de alegoría, representación o manifestación en la vida cotidiana, la presencia del mal es ineludible.

El avance tecnológico ha hecho que este fenómeno sea aún más accesible, al punto de que hoy lo contemplamos como si siguiéramos a un animal enjaulado en un zoo. No es una rejilla o un cristal lo que nos separa, sino la pantalla. La “miel” se nos adhiere a través del denominado doomscrolling, un hábito mucho más extendido de lo que imaginamos.

Técnicamente, el doomscrolling es el acto de buscar compulsivamente malas noticias en la red, especialmente a través de dispositivos móviles. Se trata de una práctica que abarca desde la búsqueda de dramas globales hasta desgracias locales. El neologismo se consolidó con la pandemia de Covid y fue incluido en el Diccionario Oxford en 2020.

Muchos solíamos pasar horas documentando muertes, ingresos en cuidados intensivos, imágenes de camiones que transportaban cadáveres y hospitales desbordados.

Al principio, la intención era informarse; sin embargo, con el tiempo se instauró una especie de “dopamina del dolor” que impulsaba la búsqueda de noticias negativas, impulsada por la curiosidad inherente de querer ser testigo del mal, de sentir la tragedia de cerca.

Este comportamiento no es nuevo. Fuera de la pantalla, ejemplos como el tumulto que se forma en el lugar de un accidente de coche, antes de la llegada de ambulancias o la policía, demuestran que la atracción hacia lo macabro es casi instintiva. Las personas se congregan para presenciar la escena, atraídas por ese “olor a miel” que resulta, en cierto modo, ineludible.

Incluso en Internet, este fenómeno ya existía mucho antes de la llegada de las redes sociales. Por ejemplo, cuándo buscamos en Google nuestros síntomas para acercarnos torpemente a un autodiagnóstico. Ni que decir tiene que esto es deletéreo y anticientífico; lo hacemos de todos modos.

Quizá tenemos un simple dolor en un dedo del pie y a partir de ahí leemos que hay que amputar toda la pierna. Y casi queremos encontrar una frase así, porque nuestro inconsciente, sobre todo en individuos especialmente ansiosos o deprimidos, nos lleva hacia lo que nunca querríamos leer y, sin embargo, necesitamos.

Leer «me duele un poco el dedo, en un par de días se me pasará» no nos ofrece ninguna satisfacción, tenemos que escarbar para crear una arqueología de las desgracias. Y con las infinitas posibilidades de espacios en la red, tenemos todas las herramientas para ponerlo en práctica.

El doomscrolling también es fácil porque vivimos en un periodo histórico en el que no cuesta mucho esfuerzo acceder a noticias negativas. Basta con abrir la página de inicio de cualquier periódico en línea para encontrarnos con noticias sobre guerras, civiles asesinados, epidemias, bombas que destripan casas y pueblos.

Obviamente esto no es culpa principal del periódico o del periodista en cuestión, que deontológicamente debe dar esas noticias, ya que es un derecho informar.

Muchos, sin embargo, siguen adelante, sabiendo que un día tranquilo, de esos que cada vez es más raro encontrar, en el que no ha muerto ningún niño en un ataque en Gaza o Irán no ha amenazado con volverse nuclear, generará menos visitas, comentarios e interacciones en línea. Lo mismo ocurría cuando nos informábamos a través de las noticias.

La cuota sube si la edición se abre con una tragedia en el territorio nacional, la caída de las Torres Gemelas o el inicio de la invasión en Ucrania. Esto no quiere decir que toda la población sea cínica o sádica, simplemente forma parte de la naturaleza humana prestar atención al mal.

A menudo también como consuelo, como si dijéramos «mi vida no es tan buena, pero hay muerte, guerra y destrucción en el mundo, así que lo peor está por llegar».

Es importante resaltar que el doomscrolling es una acción deliberada. El usuario introduce conscientemente palabras clave para buscar noticias negativas, quedando atrapado en una vorágine de información que, al ser reforzada por algoritmos en redes sociales, perpetúa una espiral de ansiedad y desesperanza. Diversos estudios y psicólogos han señalado que esta práctica no solo aumenta la ansiedad, sino que también puede desencadenar ataques de pánico y depresión, creando un círculo vicioso que se retroalimenta.

A menudo se entra en una vorágine difícil de esquivar, porque luego en lo social el algoritmo se acostumbra a esas búsquedas y propone contenidos similares al usuario.

Las redes sociales tienen muchos filtros en comparación con el Internet de los primeros tiempos, así que nunca encontraremos una foto de un cráneo aplastado en Instagram, pero incluso evitando contenidos prohibidos por la política de Meta o de otras plataformas, es posible quedar atrapado en la red de negatividad que lleva a uno a alimentarse del sufrimiento global hasta el punto de hacerlo personal.

Porque entonces las consecuencias del doomscrolling, como explican diversos psicólogos y estudios sobre el tema, es la de un aumento de esa ansiedad y síntomas que ya eran las razones para acercarse a esta práctica en primer lugar. La ansiedad no sólo genera ansiedad, sino que la busca. Y así aumentan también los ataques de pánico y los ataques de depresión, desencadenando un mecanismo de ansiedad perpetua que, desde luego, no se mitiga con el mal uso de las redes sociales.

Entre otras cosas porque, admitámoslo, aunque quisiéramos, estamos rodeados de sujetos, incluso prominentes, que se benefician de mostrarnos el horror. Incluso políticos, que necesitan el miedo como elemento de seducción. ¿Cuántas veces no hemos visto en México y Latinoamérica videos de grupos delincuenciales armados operando al margen de la ley, si no es que incluso degollando a una víctima?

Es el contenido lo que tira y atrae, y no es casualidad que entre las series y podcasts más populares en México y en todo el mundo se encuentren los dedicados al true crime.

Es un fenómeno diferente del doomscrolling, porque si se hace bien, también es un contenido popular. Sigue existiendo el acto de escuchar o ver productos en los que se habla de asesinatos y masacres de todo tipo. No podemos ocultarlas, es el mal que nos rodea y que hay que documentar. Pero si nosotros mismos utilizamos los dispositivos tecnológicos para ver contenidos más que al límite con la misma superficialidad con la que hojeamos las fotos de un amigo de vacaciones, tal vez se haya creado un hábito disfuncional que hay que resolver mediante psicoterapia.

Si bien es cierto que documentar el mal que nos rodea puede ser una necesidad inherente a la condición humana, el uso compulsivo de dispositivos tecnológicos para consumir este tipo de contenido, de manera superficial, puede desembocar en un hábito disfuncional. La sociedad y el entorno digital alimentan el doomscrolling, pero es en nosotros donde radica la responsabilidad: al buscar obsesivamente el sufrimiento, nos exponemos a una intoxicación emocional que refuerza sentimientos de agresividad, inseguridad y ansiedad, rasgos tan característicos de nuestra época.