Los mexicanos somos una mezcla curiosa de apatía y susceptibilidad. Algunos hechos nos inquietan vivamente y otros mucho menos. O nos dan lo mismo, de plano. Y esto no depende, visto lo visto, de su gravedad, sino de cómo nos agarra el día o de qué callo nos pisan.
Veamos. Vivimos en medio de una ola de hiperviolencia, rodeados de homicidios y desapariciones: van 182 mil muertes violentas en lo que va del sexenio, cifra récord, y ya casi 50 mil desaparecidos entre 2018 y 2024, en ambos casos según la consultora TResearch. Un porcentaje importante de nuestros ciudadanos viven en la pobreza: poco más de 36%, de acuerdo con las cifras oficiales del Coneval. Miles de migrantes pasan penurias o verdaderos infiernos en el intento de cruzar el territorio mexicano y alcanzar Estados Unidos: ¿Y qué hacemos con ellos? Fungir como policía migratoria para Estados Unidos, meterlos en campos y regresarlos en cuanto podemos.
Estamos, por cierto, en periodo electoral, se encuentran en juego buena parte de los cargos federales que se deciden con votos, y la campaña se inició con amenazas y ataques del crimen organizado y sin perspectivas de mejoría en la polarización extrema del país. Motivos de preocupación nos sobran, pues. Sin embargo, todos estos son asuntos que alarman muchísimo a unos pocos pero que resultan, quizá por abrumadores, indiferentes para las mayorías. O, siendo sinceros, invisibles.
Lo que realmente nos enfada a los mexicanos y nos hace levantar un puño (imaginario) en alto, es que ofendan nuestro sentido del patriotismo. Nada insubordina tanto a un compatriota como sentir que se le falta al respeto a la nación. Por ejemplo, con las quejas de algunos turistas extranjeros (en particular estadounidenses) por la música de banda sinaloense que interpretan diferentes conjuntos que se pasean, cada día, por las playas de Mazatlán, en busca de ganarse la vida.
Estas quejas provocaron que ciertos hoteleros radicales (no los turistas, cabe aclarar) preocupados de los que clientes se les vayan (y en especial el turismo internacional que es, a fin de cuentas, del que viven), pidieran a la autoridad municipal que prohíba a las bandas andar rondando por la playa, con el resultado de que millones de mexicanos, al instante, se ofendieron. ¿No son libres las playas? ¿Y no hay otros visitantes, o lugareños, que sí quieren oír banda?
Esos argumentos se leyeron, por millones, en las redes. Ya hasta salieron los sesudos analistas que expresan su entusiasmo ante cualquier cosa bajo el sol llamándola el “nuevo punk” a decir, sí, que la banda sinaloense “es una resistencia territorial ante la gentrificación” y por tanto, es el “nuevo punk”.
Hay muchas causas posibles de irritación con los estadounidenses. Van de las históricas (nos quitaron la mitad del país y muchos de ellos han sido cuando menos malvados con los mexicanos y su descendencia en su territorio), a las flamantes (hay una fuerte migración suya a ciertas ciudades mexicanas; aprovechan que los precios son baratos para ellos, pero, de paso, y con su llegada, los encarecen para los nacionales). Pero lo que más nos puede es que su selección de futbol volvió a vencernos, ahora en la final de la Nations League de Concacaf, y que resulta que les molesta la banda. Y, como solía decirse en las escuelas, eso sí cala; ahora sí es pleito.
Basta abrir una web de noticias para verla tapizada de crímenes, desapariciones, maltratos a migrantes, desigualdades salvajes, campañas electorales onerosas y desconectadas de la realidad… Ah, y montones de incendios forestales, por cierto, que no le preocupan más que al que se llena de humo, a los activistas del medio ambiente y a los brigadistas que los combaten. Pero bueno: el país anda en otras cosas.
Estamos en pie de guerra contra los turistas quisquillosos que no quieren banda. Y descubrimos que los señores que piden unos pesos por canción son los guerreros de la resistencia. Claro, claro. Menos mal que el “león dormido” del patriotismo despertó justo a tiempo y con las prioridades bien claras.